El ataúd
Iván
de Paula
Sabía que ese
señor entendería a la perfección sin preguntarme
demasiado. Lucía muy confiado inmerso en su labor antiquísima y a
la vez fastidiado, prisionero dentro de su piel arrugada por pigmentos
de tabaco.
Sentí mareos cuando se abrió
levemente la primera puerta, esperaba encontrar un funeral en pleno
apogeo. Pero no, el salón estaba vacío y a la vez repleto de ataúdes;
él se mantuvo sentado en el centro con sus piernas cruzadas, aguardando
con indisimulada ansiedad el momento en el cual aquellos espacios
fueran ocupados. Se entretenía observando la trayectoria de los carros
que cruzaban salvajemente las dos vías de la avenida o seduciendo
a la mirada del curioso que posaba sus narices sobre los vitrales
de la entrada de su negocio, desde donde se podían evaluar los ataúdes
más caros.
—Me
acaba de entregar esta carta donde me otorga plenos poderes sobre
su cuerpo, dice que se suicidará mañana a las nueve de la mañana,
quiere que le ayude a escoger el modelo de ataúd más adecuado acorde
a su presupuesto. Bien, pues evaluemos lo que ofrezco... ¿está seguro?
Le mostré mi dinero. No le
costó mucho esfuerzo la selección, el escogido estaba localizado a
mano derecha, todo negruzco y carente de atractivos; era de pino tratado
y le faltaban cepilladas, era estrecho y estaba repleto de hormigas
quienes esperaban hambrientas el descenso de carne para devorarla.
Me dijo que era de «tipo estándar»
y que entraría sin forcejeos.
Me apuró a que penetrara al
cajón y lo probara, casi lo hice... pero
el deseo de vomitarle su gastada camisa me lo impidió. Me quedé cabizbajo
observando la pésima terminación del crucifijo que descansaba sobre
la parte superior de mi casi-ataúd... estaba
pintado de un color pseudo-plateado que se deterioraba por la falta
de un retoque de pintura antioxidante.
Le entregué el dinero sin
mirarle al rostro, también mi carta manuscrita y firmada con mi garabato
característico. Habíamos acordado que llegaría a las ocho y cuarenta
y cinco de la mañana siguiente con un revólver cargado de una sola
bala, me pararía delante del sarcófago antes de reventarme la sien.
—Disfrute mucho hoy que será
su último día... beba mucho ron lavagallos para que se le empiece
a pudrir el hígado, hártese de frituras para que se le jodan los intestinos...
métaselo a alguna puta de las que se juntan por la Duarte con París
a ver si coge alguna ladilla que le acompañe cuando apague las luces,
¡haga algo inolvidable! no quiero que venga
mañana sin una última buena historia que contarme.
¡Qué falta de respeto, sepulturero!
Si no fuera por mi urgencia le hubiera sacado
los ojos con el llavero sacacorchos que ocultaba en el bolsillo, pero
debía ultimar los detalles de aquel día que apenas comenzaba. Le di
la espalda y abandoné el salón. Al salir,
el esmog me refrescó los pulmones. Me cercioré de que no me estuviera
vigilando... La avenida aumentó su ritmo desquiciado; desde ahí se
escuchaban los gritos de algunos transeúntes que provenían desde unos
tres metros de distancia. Era una turba que observaba cómo agonizaba
un motorista atropellado por una Ford que prosiguió su ruta indiferente.
La gente era morbosamente chismosa, si fuera aquel chofer yo también
hubiera escapado.
El infeliz se desangraba y
de los curiosos ninguno se animó a llamar al 911, a pesar de que decenas
de celulares adornaban sus preciosas y acicaladas cinturas. Penetré
la multitud por puro placer contemplativo; el hombre tenía incrustado
un peñón en el vientre y por esa abertura se le salían las vísceras
a borbotones; sus ojazos desbordados parecían calcular la dimensión
de la antena radial que le quedaba al frente, aún sostenía su casco
protector como si acaso se lo volvería a poner, algo improbable considerando
su aspecto agonizante, casi alcanzando la categoría de cadáver.
Seguí mi ruta peatonal, me
toqué las nalgas para confirmar que no me habían cartereado.
El sepulturero olfateó la sangre que se evaporaba
sobre el asfalto, se cubrió con un gabán negro y se acercó sosteniendo
un maletín hacia el lugar donde reposaba su posible próximo cliente.
Los mirones le despejaron el paso y a la vez se persignaron. Lo divisaba
a dos esquinas de mis espaldas, volteaba la cabeza con frecuencia
sin acabar de desconectarme de la escena...
Iba rumbo a mi casa, día sábado
once y cuarenta y cinco de la mañana. Mi mujer e hijo me esperaban
para almorzar. Llegué y no los saludé. Aguardaban
que me sentara junto a ellos. El locrio de camarones olía muy bien
(mi mujer por lo menos era excelente cocinera). Observaban sus platos
servidos y me urgían a sentarme para darle las gracias a Dios y después
comer... el sonido de los cubiertos delataba que la mayor prioridad
era lo primero no lo segundo.
Entré al baño. Saqué mi revólver
de debajo de la loseta donde lo escondía desde hacía meses. Traté
de no causar ruido encendiendo el radio a medio volumen. Le quedaba
una bala, justo la que necesitaba para el domingo. Volví a ocultarlo
y cerré la puerta. Apagué el bombillo y me senté sobre el inodoro.
Mi familia volvió a sonar los cubiertos y por los chirridos deduje
que comenzaron el almuerzo sin mi presencia.
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IVÁN DE
PAULA
es un autor de Santo Domingo (República Dominicana).
iva_depaula[at]yahoo.com
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Suicidio pop,
otro relato de este autor.
* ILUSTRACIÓN RELATO:
Fotografía por
Pedro M. Martínez ©
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