El baile eterno
Mario de la Calle
Real
La música
ha empezado a sonar, recuerdo los pasos que han de acompañarla.
La melodía me invade. Ya alcanzo a oír las llaves en el pasillo.
Las ha introducido en la cerradura. Está a punto de entrar. Ésta
va a ser otra noche gloriosa. Mi cuarta noche gloriosa.
Escucho sus pasos dentro del piso, su jadeo
por venir corriendo por la oscura calle bajo la incesante lluvia.
Deja las llaves en la entrada, junto al bolso, en una especie de
mueble cuyo principal fin es realizar esa función. Suspira, se siente
segura.
Cuelga el abrigo, empapado, en el perchero
que se encuentra al lado de la puerta, en la misma entrada, a la
vez que observa el paraguas en el paragüero con cierta incertidumbre,
pensando quizás «yo calada hasta los huesos y tú calentito dentro
de tu casita». El mundo no siempre es justo.
Descubro que el mueble de la entrada no es
tan sólo un mero apoyo para dejar las llaves. Se quita los zapatos,
negros, de tacón alto, sin duda elegantes, y los mete dentro de
aquel mueble.
Una vez descalza se dirige hacia el salón,
cuyo suelo está recubierto por una gran alfombra que no deja ni
un resquicio para ver el color de las baldosas, y se mete en una
de las habitaciones que comunican directamente con aquella sala.
Es un piso pequeño. Hay dos puertas en dicho salón: una que comunica
con su habitación y otra tras la que se encuentra el cuarto de baño.
Ahora la puedo observar en su habitación. Se
está desvistiendo. Se quita la ropa empapada y la va dejando encima
de la cama. Primero la camisa blanca de seda, que ofrece unas transparencias
de las que me cuesta retenerme y esperar al momento oportuno, después
la falda negra, ajustada, marcando unas exuberantes curvas en su
cuerpo, tras ella se deshace de las medias, quedándose tan sólo
en ropa interior, blanca, por supuesto, concordando con aquella
camisa despojada en primer lugar. No tarda en desabrocharse el sostén
y en desprenderse del minúsculo tanga que apenas tapaba algo. Cada
vez me resulta más difícil aguantar, pero una obra caritativa siempre
ha de hacerse en las mejores condiciones, hay que esperar al momento
justo, aunque la música se escucha cada vez más alta, con más fuerza
y belleza. Abre el armario, saca de allí ropa cómoda y se viste
con ella rápidamente. Cada vez queda menos.
Sale de la habitación para dirigirse esta vez
hacia el baño. Lleva el pelo empapado cuando se mete, pero al salir
puedo ver que su cabello negro está mucho menos mojado, aunque no
totalmente seco.
Vuelve a dirigirse hacia su habitación, pero
ahora sale de allí rápidamente y se desplaza hacia la entrada, donde
hay una puerta que comunica con la cocina. Entra y desde el lugar
donde me encuentro puedo oír cómo abre y cierra el frigorífico y
cómo abre y cierra el cajón de los cubiertos. Algo ha cogido para
comer.
Ahora regresa al salón, enciende la tele y
pone una película en el DVD. Se sienta en el sofá y puedo ver que
lleva en sus brazos una gran tarrina de yogur de frutas variadas
y desnatado. Ella no me ha visto. Todo está saliendo perfecto.
En aquel momento salgo de detrás de las densas
cortinas que están situadas a cinco o seis metros del sofá que ella
ocupaba. Me acerco sigilosamente, cual leopardo acechando a su presa.
Un paso… dos… tres… Pero algo se me escapó. Encima de la televisión
había una vitrina, cuyas puertas eran de cristal. Por culpa de tales
puertas se reflejó mi rostro y ella se giró rápidamente gritando
despavorida.
Empezó a lanzarme todas las cosas que encontraba
por la casa, sabiendo que nada de lo que me lanzara detendría el
destino. Su llanto la delataba. Ella estaba preciosa y yo sólo estaba
allí para ayudarla.
Me abalancé sobre ella con el fin de parar
sus continuas agresiones. Debo reconocer que era una chica valiente.
La tiré al suelo y le pegué varios puñetazos en la cara, quizá seis
o siete. Se quedó inmóvil sobre la alfombra. Todavía respiraba.
Todavía sufría. Aunque cada vez menos.
La levanté con mis brazos y la tumbé en su
cama. La até, como a las otras. Comenzaba el ritual.
Limpié su cara llena de sangre y pude volver
a ver aquel bello rostro, aquel rostro eterno. Su mirada estaba
perdida, aún no me decía nada. Antes de comenzar a bailar, esperaré.
Ahora me mira, se siente asustada, pero pronto
estará aliviada. Por fin me habla su mirada, qué sensación única
vivo en estas ocasiones.
«Tranquila, que yo sólo he venido aquí para
ayudarte», le dije de buenas maneras y susurrando. Pero ella comenzó
a gritar de nuevo, como una loca histérica. No ponía las cosas fáciles.
Lo único que ganó con eso es recibir un nuevo puñetazo y taparle
la boca con cinta aislante. Ahora el silencio nos unía. «Ahora vuelvo»,
volví a susurrar.
Fui a la cocina, busqué el cuchillo más afilado
que tenía y volví a la habitación, donde ella me esperaba impaciente.
Al verme con el cuchillo se alborotó demasiado. Su mirada no sólo
me decía que tenía miedo, sino también angustia, agobio e, incluso,
sumisión. Son reacciones típicas en los primeros momentos. Comenzaba
el baile.
«No te preocupes, no va a durar mucho, aunque
al principio quizá te duela algo». Estaba totalmente excitado. Sólo
pensaba en su eternidad, en qué diría mañana de mí la prensa. Seguro
que me tratarían esta vez como un buen hombre. Una persona que intentaba
ayudar a la gente.
Hundí la punta del cuchillo en su muñeca derecha
y a partir de ahí comencé a dibujar su cuerpo con aquel utensilio
que utilicé las veces anteriores, pero que siempre tomé prestado
de aquellas chicas. Subí hasta el hombro derecho y bajé por el costado
hasta llegar a su tobillo. Tras ello volví a subir hasta el ombligo
y a bajar por la pierna izquierda hasta su otro tobillo. Subí por
aquel costado hasta que llegué al hombro, donde empecé a pasar el
cuchillo por su brazo izquierdo hasta la muñeca.
El ritual estaba apunto de terminar. El dibujo
estaba casi hecho. Ella seguía viva, pero cada vez más débil, su
sangre iba saliendo de su cuerpo para depositarse por toda la cama
y el suelo de la habitación. Ya apenas se movía y se quejaba. Sabía
que yo sólo la iba a ayudar, ya se sentía más aliviada. Me encanta
esta sensación.
Decidí terminar con el baile y con su cuchillo
le acaricié el cuello. Ya no respiraba, ya no se movía, ya no sufría.
El baile casi había terminado, pero aún se escuchaba un poco de
música.
Le robé el rostro a aquella preciosidad. Estará
eternamente agradecida. Su rostro permanecerá perpetuo pase lo que
pase. Yo lo guardaré, junto al de las otras tres chicas anteriores.
Pero he de seguir aliviando el sufrimiento de esas mujeres que no
quieren envejecer; que tienen miedo. Yo las voy a ayudar.
Mi padre tenía razón. Así quedarán bellas eternamente.
Como mamá.
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MARIO
DE LA CALLE REAL
es un autor residente
en Madrid.
marogris_9[at]hotmail.com
ILUSTRACIÓN RELATO:
Fotografía por
Pedro M. Martínez ©
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