La comedia
Martín Cid
La comedia es, como hemos
dicho,
mímesis de hombres inferiores,
pero no en todo el vicio, sino lo risible, que
es parte de lo feo; pues lo risible es un defecto y
una fealdad sin dolor ni daño,
así, sin ir más lejos, la máscara cómica
es algo feo y retorcido sin dolor.
(Poética, cap. V, Aristóteles)
I
Los pasos de Joseph resonaban
huecos entre la sólida estructura de madera.
Tenue como aquella noche
cerrada se filtraba la luz, casi un extinto reflejo en la sólida construcción.
Como un pálido eco brillaba la luna, iluminando el tenso gesto de
Joseph K., antiguo detective.
Olía a historias, a cuentos
de viejas, a aquellos relatos de chimenea, a pólvora mojada y a cigarrillos
mal apagados: así se escuchaban los murmullos en aquella noche cerrada
del veintitrés de enero.
Calle Covadonga. Edificio
Lagos. Segundo piso.
La sólida estructura de
madera mojada se mantenía aún rígida, en la arrogancia propia de las
grandes construcciones de principios de siglo. Entre crujido y crujido
transcurrían los recuerdos del edificio, en un Madrid olvidado por
las crónicas de sociedad y los ecos de los diarios: Como en un
oasis, la casa se encontraba distante de las que le rodeaban. Construcciones
uniformes, marrones y negras, con un jardín de dos metros por tres.
El edificio Lagos es una de esas antiguas residencias de principios
de siglo. Grandes espacios y elevados techos nos llevan a los aromas
del café recién hecho y del amanecer en calma. El edificio Lagos es
uno de esos pocos lugares que aún permanecen en pie. Hoy convertido
en tres residencias privadas, la construcción se hace eco de un lujo
y un tiempo perdidos, quizá para siempre.
A las tres de la madrugada
de una noche del veintitrés de enero, Joseph K. se encontró ante la
puerta.
Se arregló aquella barba
mal cuidada con un gesto rápido y estudiado, Un largo y raído abrigo
negro gobernaba el aspecto de Joseph K., antiguo detective y moderno
buscavidas. Una corbata gris a rayas bastante pasada de moda daba
«color» al atuendo. Perfectamente conjuntada con ésta, la americana
gris cruzada, siempre sin abrochar (esas americanas de una sola talla,
no adecuadas para hombres corpulentos). El pelo corto desaliñado,
coronado el semblante por un sombrero negro de mil noches de espera.
No le hizo falta llamar
a la puerta: le estaban esperando hacía ya un rato. Tras el umbral
se deslizó la silueta de un mayordomo bastante entrado en años y en
canas, con un rostro propenso a las arrugas, con unos ojos ajados
por las cataratas, con la espalda colgante, el uniforme impecable.
—Acompáñeme, señor K. —dijo
el mayordomo mientras tragaba saliva—. El señor Andriasevich le está
esperando.
No hubo corrección en aquel
sirviente, ni siquiera una pálida sonrisa, solamente la frase indicada
y concreta. Joseph K., antiguo detective y alma solitaria, corrió
tras sus pasos.
La palidez estructural y
decorativa de las escaleras habían dado paso a lo esperado: El más
obsceno de los lujos. Entre cuadros mal combinados y muros peor dispuestos,
entre floreros de imitación, dinero mal empleado, alfombras de oriente,
perfumes de las islas... Entre la pobreza de un barrio humilde de
Madrid se encontraba el edificio Lagos, en la calle Covadonga.
Aquel hombre no tardó mucho
en conducir a Joseph hasta su invitado: Tras el rastro de jadeos por
el mayordomo dejados, tras el falso lujo, tras años de espera, allí
estaba Andriasevich, el teatral Andriasevich, al que tantos años había
esperado conocer.
Se trataba de una gran biblioteca
privada, una de esas con miles de volúmenes que, seguramente, nadie
se había molestado jamás en leer. Mal iluminada (mejor decir teatralmente
iluminada), la estancia había estado varios años sin abrir, eso se
olía a la legua. De sus paredes, sobriamente pintadas de un marrón
madera, colgaban retratos de gran tamaño, uno de los cuales pertenecía
a ella. Sólo había una gran mesa, tras la cual se encontraba Andriasevich,
sentado de espadas y rodeado de humo, en un sólido butacón negro.
De pie y a la derecha de éste, se hallaba un hombre con aspecto de
abogado.
—Está bien, puedes retirarte
—dijo el hombre de la derecha. Tras ello, hizo un gesto de complicidad
a Joseph. La puerta se cerró, como en aquel «cuentecillo» del hombre
ante La Ley.
El hombre le tendió la mano
y sonrió forzado, inclinándose levemente sobre su nariz aguileña.
En aquel instante, esperado momento, Andriasevich se dio la vuelta.
El humo recorrió en zig-zag su rostro, con aquella luz estudiadamente
pronunciada sobre su cómico rostro de cejas retorcidas y rasgos marcados,
de boca pequeña y de orejas grandes, de cabellos canos caídos sobre
el rostro, de ojos grandes y arqueados, como los de los rusos...
—Mi nombre es Lievin —dijo
el hombre, con una hipócrita y marcada sonrisa de la que se dejaban
entrever sus dientes podridos—, o al menos es el nombre con el que
el señor Nikolai Andriasevich desea que me conozca. Con un gesto,
le señaló una silla de reducidas dimensiones, dispuesta a la izquierda
del individuo y en la esquina. —Soy el abogado del señor Andriasevich
y como tal he de señalar la índole estrictamente privada y confidencial
de este encuentro. Cualquier comentario por su parte será negado...
—¡Pero —interrumpió grosero
Andriasevich— nada de eso sucederá! ¡¿Verdad que no?! —Hablaba Andriasevich
con marcado acento eslavo, subrayando con gesto grandilocuentes las
rebuscadas expresiones que empleaba. —Estamos ante él: ¡Joseph K...,
un hombre de principios! Y estamos, sin duda, ante una persona con
moral, ante un hombre que posee esa virtud perdida en el nuevo mundo.
¿Es usted europeo, verdad? —Andriasevich no se molestó en buscar en
el rostro de Joseph una respuesta—. Entonces sabrá de lo que estoy
hablando. Yo vengo de la madre Rusia, ¿lo sabía? Vengo del país más
grande y próspero, de la región de las grandes estepas y de los personajes
obscenos, país de contrastes y de revoluciones... Pero también un
país con costumbres poderosas, señor. Nuestra moral ha sobrevivido
a siglos de confusión y revoluciones... Mi abogado es también ruso
—dijo señalando a Lievin—. ¿Conoce el dicho? «Un ruso sólo se fía
de otro ruso»... Aunque también es cierto que lo he oído de otra manera:
«Un ruso jamás se fiará de otro ruso».
Joseph K., antiguo detective
y actual desempleado, se dispuso, como siempre hacía, a encender un
cigarrillo: del bolsillo derecho de su americana extrajo un acartonado
paquete de cigarrillos negros. Con gesto distraído, se lo llevó hacia
los labios. Del bolsillo izquierdo sacó un mechero de gasolina. El
sonido metálico de la piedra rompió la tranquilidad fingida de su
anfitrión. Andriasevich se sobresaltó, haciendo un ademán de cómica
indignación con ambas manos.
—¡Pero... hombre! —dijo
Andriasevich—. ¡¿Qué hace usted?! ¡Está usted con un ruso...! ¡Un
ruso nacido y criado en la patria del gran Dostoievsky! —en este momento
hizo una pausa, saboreó lentamente sus palabras y continuó: —Y un
ruso que se precie proporciona a sus invitados lo mejor. ¡Lievin!
—realizó un movimiento con la mano izquierda, al cual respondió Lievin
con un gesto afirmativo—. ¡Dale a nuestro amigo y futuro colaborador
uno de esos puros que guardamos para las ocasiones especiales!
El abogado, ese al que llamaban
Lievin, se dirigió al extremo izquierdo de la sala y abrió una caja
fuerte. A Joseph no le costó mucho, debido al fuerte sonido, averiguar
la combinación de la caja fuerte: Diez, ocho, cinco y tres. Esos números
debían ser multiplicados por otro, según los números que la caja fuerte
tuviese: era sencillo. Si constaba de sesenta números, sería una simple
regla de tres. Diez es a sesenta como ocho es a x. Así, el factor
multiplicador sería cero coma seis. Siempre se debía probar dos veces,
ya que no sabía si hacer el primer giro a la izquierda o a la derecha.
Del interior de la caja fuerte extrajo una caja de plata de gran valor.
—Veo que es usted curioso
por naturaleza... —dijo Andriasevich, mientras miraba fijamente a
los ojos de Joseph—. Me gusta la gente curiosa. Sólo los seres mediocres
y las cabras no se interesan por lo ajeno. El robo, señor... ¡el robo!
—Aquí las reglas dramáticas pedían una pausa—. No sobre el amor ni
la familia ni sobre la religión... ¡Sobre el robo se mantiene nuestra
sociedad occidental! No se avergüence ahora. No está aquí por ser
un corderito...
—Soy conocido por Joseph
—dijo, mientras Lievin le ofrecía un enorme habano Romeo y Julieta—,
sólo Joseph, nada más. Mi trabajo es hacer lo que otros no se atreven
a realizar. No es una cuestión de determinación ni de valor, sólo
es mi trabajo.
Andriasevich era un individuo
curioso, ese tipo de personas que fingen, esas que hacen de su vida
una actuación y que convierten a los que le rodean en bufones. Bastaba
ver el conjunto: un mayordomo que parecía sacado de una película de
la Universal de los años cuarenta; el actor profesional que caricaturizaba
a un abogado...; el mismo Andriasevich, todo un ruso típico, de atuendo
sombrío y costumbres excéntricas, con ese lenguaje rebuscado mezclado
con esas expresiones petulantes sacadas de un libro de Puschkin.
Andriasevich ofreció un
gran corta-puro a Joseph, no podía ser de otra manera. Joseph, fingiendo
desenvoltura, cortó la parte inferior del cigarro. Andriasevich tomó
otro de la caja de plata y lo observó detenidamente.
—¡Buen puro! —dijo Andriasevich
mientras olía el cigarro, con pausa, dejando que el suave aroma de
las hojas penetrase por todos los poros de su piel—. Sí, señor, muy
buen puro... —Andriasevich miró socarronamente, con media sonrisa
dibujada en su labio inferior—. Su nombre es Piotr Andrieyevich y
es usted natural de Siberia. Siete años de trabajos forzados tras
los cuales emigró. Fue despedido de dos empleos por robo y en la actualidad
hay un hombre que responde a su descripción que está buscado por diez
asesinatos.
De aquello hacía ya mucho,
demasiado tiempo. Joseph K., antiguo detective y antiguo... de
todo... Sí, había estado buscado, pero fue en el antiguo régimen
soviético, y por razones poco claras. Habían ido a por él, y Joseph
decidió, como tantos otros habían hecho en idénticas circunstancias,
huir del país que tanto había amado, de su Rusia: Dejaba allí su patria,
los recuerdos de su familia, y a la mujer que prometió cuidar.
—¿Qué me ofrece y por qué?
—inquirió Joseph, desafiante.
—¡La
libertad! —dijo Andriasevich, mientras realizaba el enésimo gesto
a Lievin—. Le ofrezco una nueva identidad y un futuro, le ofrezco
no tener que regresar jamás a este país de ateos —Lievin depositó
unos documentos sobre la mesa—. Son documentos auténticos, sellados
por las autoridades oficiales rusas, nada de burdas falsificaciones
a precios baratos. En ellos se le exime de toda responsabilidad en
los diez casos de asesinato por los que está usted buscado. Le ofrezco
el dinero suficiente para no tener que volver jamás a preocuparse
por un asunto tan banal. Le ofrezco la seguridad de que nunca nadie
sabrá que ha estado usted aquí y le ofrezco una experiencia irrepetible...
Todo por un trabajo sin complicaciones.
—Los documentos de los que
le ha hablado el señor Andriasevich —dijo Lievin, acercándose ligeramente
a Joseph— son totalmente legales. Como abogado, puedo atestiguarlo.
El señor Andriasevich le ofrece, además, los certificados legales
que aseguran su total impunidad en el delito que va usted a cometer
—de entre los papeles entresacó uno que le entrega a Joseph—. Esto
es una confesión firmada por el señor Andriasevich en la que se confiesa
autor del crimen que va usted a cometer. Yo actúo como testigo, para
que todo esté dentro de la legalidad permitida.
Joseph observó cuidadosamente
la confesión: todo estaba ahí, nombres, fechas, las circunstancias
exactas... Parecía todo demasiado preparado, calculado para hacerle
caer en la trampa, un cebo demasiado apetecible para un lobo. Joseph
observó detenidamente a Andriasevich.
—¿Y qué será de usted? —preguntó
Joseph.
—¿No se fía? —re-preguntó
Andriasevich, siempre burlón y siempre sonriente—. Le aseguro que
todo es legal. Le doy mi palabra de honor, y la palabra de honor de
un ruso católico es La Palabra. No hay engaño ni doble fondo, sólo
un acuerdo entre dos rusos, señor Andrieyevich.
—¿Qué he de hacer? —concluyó
Joseph, ante la sonrisa finalmente relajada de Andriasevich.
II
Habían transcurrido ya tres
horas desde aquel primer encuentro. Joseph K., antiguo detective y
potencial asesino, siempre había adorado aquellas noches frías, cubiertas
por esa niebla que sólo puede verse en una gran ciudad. Quizás le
recordasen a aquellas noches blancas salpicadas de estrellas de su
Rusia natal, tan frías y tan cálidas entre las construcciones esbeltas.
Se había dirigido hacia
la casa, y estaba ante aquella puerta de madera quemada, la que tantas
veces había visto. Introdujo la llave, pero reflexionó antes de girarla.
Por lo que pudiera pasar, y por lo excepcional de las circunstancias,
extrajo la llave y llamó a la puerta. Tras ella apareció, como tantas
otras veces lo había hecho, ella, la misma, Sonia, la bella Sonia
de largos cabellos negros y ojos rasgados Aquella Sonia Alexandrovna
de fino talle y estilizadas y poco pronunciadas curvas. Ella, Sonia,
la mujer rusa por excelencia.
Sonia sonrió a Joseph.
—¿Lo has hecho? —preguntó
ésta.
—Me lo ha pedido, tal y
como dijiste.
Era una enorme casa de campo
situada en un barrio residencial a las afueras de Madrid. Rodeado
por la nada, era el escenario ideal para una película gótica o para
un asesinato, lo mismo daba. Un enorme pasillo, decorado con cortinas
de terciopelo rojo que daban acceso a las habitaciones; un salón decorado
al estilo ruso de principios de siglo, con varias esculturas griegas
y columnas de origen diverso; un sótano acomodado para ser una enorme
bodega, donde él guardaba los licores más caros que podía encontrar;
las otras habitaciones estaban decoradas para constituirse en espacios
íntimos, cada habitación con un estilo definido y diferente, cuartos
con tapices unos, con decoraciones griegas otros, habitaciones de
mármol o de madera al estilo campesino; ese salón con aquel gran ventanal,
testigo de tantas escenas y de tantas disputas...; un dormitorio con
una enorme cama al estilo del diecinueve, con sábanas de seda y paredes
que invitaban a pasar y quedarse, como había hecho Joseph tantas otras
veces, como haría esa misma noche.
No hubo que esperar una
respuesta: Sonia se abalanzó sobre él y depositó sobre cada centímetro
de su cara miles de caricias, Joseph contestó con un tácito beso...
Ella, con un movimiento de cadera, separó los rostros unidos por el
engaño.
—A partir de ahora —dijo
Sonia casi en un susurro—, hemos de tener cuidado. No nos podemos
permitir ningún error. Tres días, sólo eso nos hará falta.
—No —dijo Joseph, mientras
la miraba fijamente—, esta noche: todo sucederá esta noche, como él
ha mandado. Deberé dejar las cortinas del ventanal abiertas —señaló
aquel gran escaparate de la casa—, y así lo haré.
—¿Una noche?
—Una noche —dijo, mientras
sacaba un papel del bolsillo izquierdo de su americana—. Aquí tengo
su confesión. Será sencillo. En defensa propia, como lo habíamos planeado.
—¿Y si no trata de impedirlo?
—Lo hará... el honor del
ruso. No podrá contra eso.
—Él busca venganza, no probar
su honor.
—Si no trata de impedirlo
te dispararé.
—¿Lo harías?
Sonia miró fijamente a Joseph,
buscando aquella respuesta. Joseph, antiguo detective jocoso y burlón,
contestó como había hecho tantas veces en tantas ocasiones distintas,
con una sonrisa.
—Es una cuestión de honor...
Si no se decide a impedirlo, dispararé. Él acudirá creyéndote muerta
y entonces lo haremos. Todo habrá acabado.
Soportaron estoicos el silencio,
como en una pausa teatral, ante el gran ventanal, sabedores que tras
el cristal estaría él. Andriasevich, Andriasevich. Ella cambió su
cuerpo entero de posición, mientras continuaba esperando la respuesta.
Se levantó y con los labios susurrantes, habló.
—Mañana seremos libres,
los tres —dijo Sonia, siempre en un gemido, mientras le atraía hacia
sí y le sentaba en el sofá, y siempre sensual depositó en sus labios
un beso prolongado—. Juntos para siempre los tres y unidos por el
acuerdo de silencio...
—¿Por qué? —preguntó él,
riendo.
—Necesitaba un nombre...
—entonces le apartó, como él esperaba—, eso es lo que hace a la persona:
El nombre que deriva de la posición. Nunca he estado orgullosa de
lo que hice, pero los tres somos parte del mismo engaño...
Contrajo todos los músculos
de su delicada cara de ojos rasgados y caracteres asiáticos, de arrugas
ocultas tras el maquillaje. Así lo soportó.
—...Aunque nadie se atreva
a reconocerlo... ¿Lo recuerdas? —preguntó Sonia, remarcando excesivamente
el tono interrogativo—. Aquellos inviernos y los gruesos vestidos.
Eso ha formado el temperamento ruso... No ha sido el hambre ni la
falta de recursos, no... —ya no le miraba, tan sólo recordaba los
tiempos, las estaciones cambiantes en aquel eterno invierno—. Cuanto
más al norte, más despiadados somos. Sólo había una forma de escapar
de allí, y era consiguiendo un nombre: Porque si la prostituta
busca un pedazo de pan, la casada va a la caza de una vida preciosa
[1].
—¿Lo recuerdas? —y entonces
sonrió, ante la cita, ante ella, ante aquel tiempo que había parecido
olvidado—. Desde niños... siempre a la caza de una vida preciosa.
—Se levantó y Sonia se colocó
frente a él, dejando que admirase su talle nórdico, su bata demasiado
cara para que le llegase a agradar. Allí estaba, frente al gran ventanal,
segura de ser observada. Allí estuvo, con media sonrisa perfilada
y los dos botones superiores, con medio cuerpo encendido... Allí,
siempre estará allí.
—Finjamos por una noche
y volvámonos tiburones hasta la mañana...: A la caza de la felicidad.
Allí se quedó, Joseph, antiguo
detective y actual... ¿quién puede saberlo? Sonia se marchó, y dejó
tras de sí una estela de deseo, ansia y humo. Joseph, fingiéndose
distraído, encendió un cigarrillo, tratando no sin esfuerzo de no
observar el gran ventanal. Seguramente ya estarían allí, Andiasevich
y el abogado. Lo observarían como tantas otras noches lo habían hecho
sin que él lo hubiese sospechado. Estarían allí los dos, o quizás
sólo Andriasevich..., con aquella fingida indiferencia, mirando a
ese desconocido tocar a su esposa, acariciarla y besarla, poseerla
como él había hecho tantas veces. Y la vería a ella, la que había
considerado carne de su carne, aquella mujer rusa pobre a la que había
sacado de la miseria, dos en uno por siempre... Y todas esas cosas
que suelen decirse... Al principio la miraría con lágrimas en los
ojos, con esa especial impotencia que sólo los poderosos pueden sentir.
Pero más tarde, cuando las noches se comenzaban a repetir, la miraría,
casi disfrutando de la escena, mientras tramaba en secreto una oscura
venganza. Se habrían trocado sus lágrimas en felicidad, porque él
era un hombre poderoso, Andriasevich, Nikolai Andriasevich... Y ahora
podía mostrar su poder... El mismo hombre que años atrás había hecho
asesinar a su primera esposa... Andriasevich, Andriasevich... Fantasías
en la mente de Joseph.
Habían sido todos actores
de una película de género: la chica de mala reputación, su amante
de vida descarriada, el marido celoso... Todo demasiado orquestado
y predispuesto, con un final ya escrito. Como malos actores, fingiendo
desconocer el desenlace, tratando de convertirse, una vez más, en
un personaje ridículo. Más de una vez se lo había dicho: Todo esto
es absurdo. Su marido ya lo sabe. Lo había sabido desde mucho antes
que sucediera, y lo supo cuando ya por fin sucedió. Quizás fue la
misma Sonia la que confesó, disculpándose torpemente para evitar la
caída y el desgarro final en su vida, como sucede en una obra de teatro.
Lo sabía y le llamó a él, y se comportó como esos gangsters
que emulan torpemente a los malvados de la pantalla... Con todo ese
glamour contratado, con ese actor aficionado representando
al abogado, esa puesta en escena deliberadamente teatral, los cigarros
cubanos, el gran ventanal con las cortinas siempre descorridas, como
en un teatro... Quizá el engañado fuera él (aquello era lo más probable),
y en ese instante ella estuviera deleitándose ante la contemplación
de su figura frente al espejo, retocándose el maquillaje, cepillándose
el cabello y jactándose en esa belleza capaz de convertir a los hombres
en corderos, como en aquella pieza de teatro.
Se levantó y miró hacia
las ventanas, observó la frondosa vegetación que ocultaba la conspiración.
Fue hacia el mueble-bar y se sirvió una ginebra con tónica, sin hielo
y sin limón. De pie, encendió un cigarrillo, esperando la resolución
mientras en su mente se agolpaban palabras mezcladas por el humo de
un cigarro.
—Ya soy un hombre viejo
—decía Andriasevich—, y ya lo era cuando nos casamos, aunque todavía
no estaba en esta situación. Ya sabe, un hombre de mi posición...
Bueno, usted me entiende... —aquí se hacía necesaria una sonrisa de
camaradería—. Como ruso que es usted... Pero hay cosas que no se perdonan,
cosas...
—¡Acudiré allí y la mataré!
—sentenciaba Joseph—. ¿Es eso lo que me pide, no es cierto?
—No sólo eso, señor Andrieyevich...,
si me permite que le llame por su antiguo nombre. ¡La libertad!, recuérdelo,
está usted comprando la libertad, y un simple asesinato no compra
la libertad.
III
Llegó como lo había hecho
tantas otras noches, con menos ropa y más maquillaje. Él, sentado
en aquel gran sofá recubierto de terciopelo rojo que tanto les gustaba
a ambos. Bebía a tragos cortos y fumaba con prolongadas aspiraciones.
Se fingía distraído, como había que hacer en las partidas de póquer:
Se imaginaba un gran jugador y trataba de disimular sus triunfos.
De vez en cuando sonreía y hablaba con la mirada. Sé las cartas
que llevas y apuesto. Esa era la única manera de vencer con un
farol, intimidando, fingiéndose seguro de la jugada, y nunca hablando
más de la cuenta...
—¿Crees que estará ahí?
—preguntó ella, mientras dejaba caer su cuerpo recién perfumado sobre
el sofá, muy cerca de Joseph.
—Lo está, de eso puedes
estar segura.
—¿Lo habrías hecho? —preguntó,
tras uno de esos incómodos silencios prolongados.
El reloj de pared se dejó
escuchar, lento en aquel leve tintineo que marcaba las horas. Su mecanismo
era ya viejo, y se atrasaba constantemente. Se movía quedo el péndulo
dorado, así como las seguras miradas de Sonia. Tal como hablaba el
cansado mecanismo del viejo reloj, así le traicionaron sus labios.
—¿Lo habría hecho? —se dijo
Joseph, cediendo finalmente una mirada.
—¿Me habrías matado?
Ella apartó la mirada. Ya
no esperó respuesta.
—Por supuesto —dijo Joseph
sin titubeos.
—¿Lo vale?
—He de pensar que sí...
—¿A cuántos?
—Sólo a algunos —habló—.
Antes tenía que trabajar más a menudo... Ahora puedo permitirme elegir
mi clientela...
—¿Lo sabe? —así susurró.
Andriasevih le miraba seco,
concentrándose en cada poro, en cada pequeña imperfección del rostro
de Joseph.
—Desde luego —decía Lievin—,
he de subrayar que esta conversación nunca ha tenido lugar...
—¡Cállate...! —desde luego,
se trataba de una interrupción preparada—. El señor... bueno, quienquiera
que usted sea y como quiera llamarse... ¡Estoy al corriente de lo
de mi mujer con otros hombres! Hay cosas que no pueden ocultarse en
un matrimonio... Una esposa que llega a casa más amable de lo habitual
y el olor... sobre todo el olor. ¿Le gusta oler, señor K...? Es como
el olor de un buen vino..., madurado en su punto justo... No como
esos que tienen un vino caro y lo dejan reposar hasta que cuando lo
prueban sabe ya a vinagre... No, es el punto justo, entre los días
diez y trece... ¡Ese olor! Es como la comunión... Primero la confesión...
He de confesarte algo —diría ella—. Cuéntamelo todo, hijita
mía —él cerraba los ojos y se dibujaba la escena, entre una gran sonrisa
de complicidad—. He conocido a alguien... —diría ella entre
sollozos—. Luego vendrán los salmos: —¿Podrás perdonarme...?—,
esas preguntas inevitables y estúpidas. Eres mi esposa, —elevaba el
rostro y se mostraba erguido— ante el cielo y ante los hombres...
¡Palabras sordas! —una gran parodia por fin—. ¡Te perdono! Ahora,
no lo pienses más... —Ven aquí, mi gran zar, —diría ella conclusiva—.
Y, por fin, la comunión... —Andriasevih parecía cada vez más ajeno
a todo, ante la atenta mirada de Lievin—. Acercarse y comenzar a sentir
el perfume, siempre embriagador y siempre eterno, el mismo por los
años... Y luego sentir cercano el tacto de tu mano acariciándolo...
ya totalmente embriagado... y el sabor... ¡Dios mío, el sabor! Delicioso
y suave, como aquel primer caramelo... —paladeaba cada frase de sus
labios salida, cada gesto estudiado, como un mal actor que recita
un texto que no logra comprender—. Pero, junto ese adorable perfume
de primavera... ese olor añil, con toques mentolados, que penetra
en la nariz... Desde luego no puedes dejar de imaginarte la escena:
Ella, tu esposa fiel... (¡...no, tu amante!) entregada a un ser despreciable
y sin honor... Y la impotencia de sentirse incapaz de satisfacerla,
sabedor de que en esos momentos no es tu rostro el que ve, no son
tus dedos los que la tocan... Por todo eso y por el honor, por ella
misma... —Andriasevich, satisfecho de sí mismo, se relaja finalmente—.
Sí, toda religión conlleva un sacrificio y eso es todo lo que pido...
Sonia miró hacia la ventana,
distraída. Leves manchas de luz se reflejaban sobre su silueta esbelta,
deliberadamente perfilada por la luz. Poseía Sonia un hermoso cabello
negro liso, siempre suelto y siempre caído dos centímetros sobre los
hombros. Joseph la observaba atento, cavilando sobre lo que estaba
dispuesto a hacer..., por ella, por él..., nunca seguro de lo que
haría, nunca seguro de su lealtad ni de su política.
El reloj, ingrávido, dio
la hora.
—¿Lo sabe? —preguntó por
fin.
Silencio. Joseph sonrió.
Se levantó y se dispuso a servirse otra ginebra. Había preguntas a
las que era inútil responder.
—¿Por qué lo hacemos? —preguntó
ella.
—¿Por qué no?
—Porque —dijo Sonia casi
susurrando— terminamos convertidos en bestias a la caza de un trozo
de pan... Porque nunca más nos atreveremos a mirarnos frente a frente
al espejo... ¿Lo has pensado? Allí, frente a tu imagen... Sí, todavía
joven..., pero tras haberte traicionado, tras haber cruzado por fin
ese umbral invisible del que ya no hay marcha atrás... Entonces te
das cuenta..., esa ya no eres tú. Sí, son los mismos ojos, los labios
que tantas veces has vendido, tu mismo pelo... Pero esa mujer ya no
eres tú, ya nunca volverás a verla, porque se ha marchado y sabes
que nunca regresará.
—¡Una pálida sombra…! —dijo
él, sarcástico—. ¡No interpretes más el papel de mujer maltrecha y
utilizada! Eres tú, la que siempre has sido... Una vez conocí a una
niña pequeña... ¡Una auténtica belleza! Esa niña que ya se daba cuenta
de que todos los ojos se fijarían en ella, esa misma niña que un día
me dijo: «¿Cuidarás de mí? ¡Prométemelo!». Esa niña ya había dejado
de buscar promesas...
—¿Y aún me lo reprochas?
Aquella noche... Cambió nuestras vidas, ¿verdad? En la vieja madre
Rusia...
—...Aún me gustabas...
—...Llamaste a la puerta
y él mismo te abrió.
—...Por eso fue tan difícil.
—...Te quería, Piotr, mi
padre te quería.
Joseph K., antiguo detective
y asesino, apenas lo recordaba. Eran esas imágenes que se procuran
olvidar para siempre, y para ello un hombre pone todos los medios
a su alcance. Él era aún joven, poco más que un adolescente enfermo,
y ella había sido siempre el único objeto de su pueril deseo. El día
que fue a pedir su mano, él dijo «no». No pudo soportarlo, y ella
le animó a hacerlo. No podremos huir sin el consentimiento de mi
padre, Piotr. No hay nada que nosotros podamos hacer. Tal vez encontremos
una solución, querido mío, tal vez. Y así sucedió: Ella encontró
una solución definitiva, y él la ejecutó. Desde aquel día, desde el
día en que asesinó al padre de Sonia…, el joven Piotr murió, y ya
nunca más pudo reconocer su rostro ante el espejo.
—...Desde entonces prometí
—dijo Joseph— que cuidaría de ti.
—¿Por qué?
—Jamás recibí un maldito
rublo por ese trabajo...
El teléfono sonó, agudo
y terrible. Ambos se miraron y esculpieron una sonrisa.
—Si es él —dijo ella, casi
inaudible—, no volverá a llamar...
Esperaron, como malos actores
que eran. Durante los dos minutos siguientes ninguno movió un sólo
músculo, esperando la resolución, buscando la debilidad en el rostro
del contrincante. Como dos boxeadores antes de entrar en combate,
así se tantearon, escrutando los ángulos de sus facciones ya cansadas,
tensando los músculos, mirándose una vez más.
—Estará disfrutando con
esto —dijo Joseph—, saboreando el momento... No vendrá hasta que se
haya cumplido el plazo.
—...Una noche —Sonia se
mostraba más y más sugerente— y se habrá terminado —él la miró y se
dió por fin cuenta. El teléfono volvió a sonar—. ¿Sabes que ni una
sola vez me tocó? Una pieza de colección, eso era.
Lo sabía desde el principio,
desde mucho antes del principio... Él me lo dijo, con ese tono burlesco
suyo, mientras me miraba fijamente, seguro de que lo haría: Juntos
los amantes por una última noche, mientras la segura muerte les espera
a uno de ellos... Hasta que el rocío de la mañana enturbie la noche...
¿Resulta cómico, no es cierto?
—¿En qué te fijaste? —inquirió
ella—. Vamos, Piotr, Joseph... ¡Dame una razón!
—¡La matarás! —siguió Joseph,
imitando los gestos y el acento de Andriasevich—. Tras vuestra última
noche juntos, tras unas breves horas de eternidad, de besitos y mentiras,
de miraditas bajo la luz de las velas... ¡La matarás! Yo nunca podría
hacerlo, ella... Claro que lo harás. Le contarás cualquier cosa...
Que yo os estaré espiando desde la ventana de enfrente y que acabaré
por perder los nervios... ¡No importa! Que se sienta segura entre
tus brazos, que tus manos de asesino la acaricien antes de que se
quede tibia... Entonces será el momento, entonces entraré...
—No importaba lo que yo
hiciese... —dijo Sonia—. Él siempre se mostraba indiferente y distante,
en su posición de gran hombre...
—¿Por qué has continuado?
Son ya demasiados años fingiendo...
—No se puede escapar de
alguien como él...
Y concluyó finalmente:
¡...Entonces podrá ser mía por fin! Y así habrá ganado, por
fin, el gran Andriasevich habrá vuelto a triunfar.
—¿Por qué has continuado?
—preguntó Sonia—. Hasta este lugar..., tan lejos de tu tierra.
—Jamás cobre por aquello...
Era algo personal. Te quería, si alguna vez lo hice, fue esa única
vez. No se ama durante un tiempo, durante dos años o una semana, no...
Se ama por un instante, y es ese reflejo lo que nos da la ilusión
de seguir queriendo a esa persona...
Ella sacó de la liga una
pistola y con sensualidad la introdujo por entre la camisa de Joseph.
Éste no mostró nerviosismo, sólo una sonrisa ante lo inevitable. Sonia
le acarició suavemente, y fue ascendiendo con el arma en la mano,
mientras Joseph sentía el aliento cálido sobre su cuello. Se detuvo
un momento para hacer un pequeño rodeo en la nuez. Joseph tragó saliva.
—¡Brindaremos por ese momento!
—con sensualidad ella acarició con la pistola sus labios—. ¿Lo harás..?
—las reglas del teatro mandaban aquí un silencio—. ¿Le matarás?
—Dispara.
—¿Lo harás, Joseph?
—¿Serás capaz de hacerlo?
Ella dibujó una horizontal
en sus labios, y con elaborada pausa apretó el gatillo: La pistola
estaba descargada. Se acercó a sus temblorosos labios y los besó,
sensual.
—Ahora sé que lo harás —dijo
Sonia.
Los dos rieron sonoramente,
como en una pantomima. Cayeron al suelo, muertos ya de la risa. Ella
le abofeteó, en un gesto mitad rabia mitad burlesco. Rió una vez más,
aceptando su destino. Él la tomó y, aguantando la risa, lanzó la pistola
lejos. Continuaron riendo. Él le dio dos golpes en la cabeza, sin
pretender hacerle daño, en señal de complicidad. Su sonrisa se tornó
casi en un llanto.
—¡Ahora sé que me vas a
matar! —así se sentenció ella.
Lo sabías antes de que llegase.
Ya lo dijo él: Interpretad el papel de amantes una noche más. Una
última representación para un público escogido. Él ha sido el arquitecto
de esta farsa.
—¿Cuánto nos resta?
—Casi no queda tiempo...
—¿Sabes —ella giró el rostro
y le miró fijamente— que juré vengarme? Desde el día en que me llevaste
contigo... Pero todo cambia con el tiempo...
—La inercia es mala consejera.
—Para mí —dijo Sonia, ya
para sí misma, sin mirarle siquiera— no fue sólo un instante, puedes
creerme. ¡Te llegué a odiar durante tantos años...!
El reloj, guardián del tiempo
que ha de venir, resonó leve. Ella lo supo una vez más. Sonrió.
—Se ha cumplido.
Joseph se levantó y de la
parte posterior de su pantalón extrajo un revólver. La miró, ya la
última vez. Ella rió, ya por última vez. Él, contagiado por su risa,
sonrió también. Apuntó cuidadosamente, tratando de contenerse. La
risa de ella se fue volviendo estruendosa y cómica, patética.
—No te muevas, casi no puedo
apuntar —dijo él, incapaz de soportar la risa.
Ella rió. Se escuchó un
disparo. El eco de la risa continúa. Fundido en negro.
La puerta se cerró. Joseph
tuerce la mirada. El cadáver, con gesto descompuesto, se encuentra
sobre el sofá. Él se acerca a ella y la mira con cordialidad, perfilando
media mueca. Dispone el dedo índice sobre la mejilla, levemente, recordando
una vez más su tacto. La recuesta. Con dulzura, coloca ambas manos
sobre el regazo y acaricia con sus dedos todavía temblorosos los labios
aún cálidos.
En el exterior, se escuchan
los quejidos de un hombre. Suena el timbre. Él se sienta. Suena de
nuevo el timbre. Él espera. Silencio prolongado. La llave se introduce
en la cerradura. Abre y entra Lievin, que introduce a Andriasevich,
en silla de ruedas. Joseph le mira. El sonido de la silla de ruedas
le repica los oídos. Lievin lleva a Andriasevich al lugar donde se
encuentra ella. La examina (por supuesto, sigue estando muerta, no
se crean otra cosa). Mira a Joseph. Éste empuña su pistola y dispara
contra Andriasevich: Dos balas sordas bastaron. Lievin lo mira sin
sobresaltos. Joseph mira a Lievin. Éste levanta las cejas y tuerce
ligeramente la cabeza.
Joseph se va. Fundido en
negro.
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MARTÍN
CID
nació en Oviedo el veintiséis
de junio de 1976. Novelista principalmente, ha tratado otros campos
como la poesía y el ensayo (campo del que renegó tras Perversidad).
Sus obras más conocidas son las novelas, entre las que destacan obras
como Yareah o Perversidad. Este relato está incluido
en su novela A través del espejo, compuesta por diez cuentos.
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CON EL AUTOR:
martin[at]martincid.com
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RELATO:
Samovar.silver, photo by Yannick Trottier, 2005 (modificada por
Luigi Chiesa); licencias C C Attribution-Share Alike 3.0 Unported
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