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El jugador
José Fernández

Descubrir el porqué Domicio Resortes siendo hombre con estudios, modales refinados y un físico si no excelente sí atractivo, permaneció siempre y hasta su muerte soltero resulta todo un misterio; y todavía lo es más si sabemos que residió durante casi toda su vida en la localidad de Escarlona, población con diez mil habitantes, de los cuales —y ahí está el verdadero quid de la cuestión— sus tres cuartas partes eran y aún hoy son, mujeres. Por lo cual a uno le resulta difícil suponer que un hombre de su posición, pudiera dejar o dejase pasar deliberadamente por alto las oportunidades con que incontables e incontroladas mozas debieron acosarlo a su paso.

Hoy en día hay quienes mantienen que Domicio era o bien invertido o anormal; no obstante y con el paso de los años sólo yo, actual adquiriente y benefactor de la casa de la familia Resortes: Villa Salacena, he podido conocer la verdad. También es cierto que si ha sido así lo debo todo gracias a la providencia de la enfermedad que Domicio Resortes padeció durante los últimos cinco años de su vida; la cual sin duda le indujo a olvidar por completo dónde guardó u ocultó los manuscritos y cartas que yo encontré por pura casualidad disimulados en un resquicio del cuarto trastero hace unas fechas; y que ahora, tras semanas de insomnio y padecimiento, acabo de terminar de leer. Cartas que en resumidas cuentas vienen a desvelarnos de una manera más o menos fidedigna, lo siguiente:

Se sabe poco de la infancia de Domicio Resortes. Sólo que era hijo único de una familia más o menos pudiente y también que al parecer hasta pasados los ocho años sus padres no adquirieron y se instalaron en Villa Salacena. Su llegada al pueblo debió de resultar asimismo lo único reseñable de un clan, por lo demás, poco interesante; aunque nunca nadie supo razonar a ciencia cierta de donde procedía la fortuna de los Resortes, si algo quedó claro fue que siempre tuvieron capital para vivir con desahogo (por ahí hay quien murmura que debía proceder de la retribución de un sorteo, y… aún más cosas). La cuestión es que el padre inauguró un establecimiento de útiles de labranza que abría y cerraba cuando le venía en gana. En cuanto a la madre no se relacionaba demasiado con las mujeres de la cofradía de pescadores, pues prefería la caza y vivía de espaldas al mar. Era una mujer de carácter y a la vez frágil de físico y pasados tres años, después de realizar un elevado número de incursiones por los pantanos, cogió unas fiebres extrañas de las que ya no se recuperó.

Domicio Resortes creció por tanto a la sombra de su padre y progenitor. Nada más cumplir los diez años ingresó en un internado de la capital del que tan sólo salía para pasar los fines de semana y las vacaciones. Por lo demás todo en Domicio resultó ser normal. Tenía las mismas inquietudes de un chico quinceañero en la edad del pavo, su gusto por la aventura, las mismas nostalgias, las mismas alegrías y desencantos y los primeros flirteos con las mujeres. Podría decirse que Domicio creció sano y fuerte, era inteligente y le gustaban los deportes. Ya se sabe, lo de siempre: el fútbol, la natación, el esquí. Hasta que un día, cierto día, comenzó a desarrollar un nuevo gusto: los juegos de azar. En principio nada de importancia, a todos o a muchos de nosotros nos puede suceder y de hecho nos ha sucedido. Se empieza por unas partidas de mus, de póquer y luego por qué no ¿qué hay de malo en ir a un bingo? Por qué no hacerlo si se tiene —y Domicio lo tenía— dinero. Y ya que estamos ¿por qué no ir más allá? A un casino por ejemplo. Aunque resultaba obvio, en un Villorrio como Escarlona Domicio no iba a encontrar nada parecido, pero sí en la capital, aunque de momento a él le pareciera suficiente con las máquinas tragaperras de las cafeterías, por las que se lo empezó a ver trajinar sin descanso. Iba solo. No hablaba con nadie. Trataba a las máquinas con suavidad y casi siempre le correspondían con premio. O al menos eso creía o debía de parecerle a él porque siempre andaba con dinero en la cartera.

Por otra parte hacía menos de un par de meses en la escuela Domicio había conocido a Ratsia, una joven estudiante ucraniana que también le correspondía, ambos se enamoraron de tal forma que se habían acabado por comprometer en secreto y pensaban casarse cuando terminaran la carrera. Y, «eso», era todo.

A los veintidós años recién cumplidos Domicio Resortes ya tenía biológicas en el bolsillo. La noche misma del día en que acabó de doctorarse organizó un festejo para celebrarlo. Invitó a muchos compañeros y compañeras, y sin embargo él (como anfitrión) no se dejó ver; es más, ni tan siquiera acudió al salón principal a bailar un forró brasileño, una cumbia caribeña o un casachop ruso, en honor de los compañeros. Luego ¿qué estaba haciendo? En principio nada inquietante. Reunidos en el sótano él y algunos compañeros habían organizado una timba.

El caso es que eran más de las siete de la madrugada y hacía ya más de un par de horas que todos los asistentes al festejo, incluida Ratsia y cabe decir, bastante enfadada, se habían ido yendo. Todos excepto Domicio Resortes que junto a otros tres hombres, en concreto Juan Hidalgo, hijo del conocido constructor Anselmo Hidalgo, Tomás Legrain, hijo del Director del Ferriscola Banque y Ernesto Sánchez, hijo del Presidente de la Chemical Corporated, continuaban echando la partida en el sótano. Una partida que de hecho empezó siendo sólo un juego circunstancial, pero que poco a poco los había ido transformando y atrayendo hacia los oscuros y rastreros avatares por los que en adelante, presentían, habrían de forjarse sus vidas. A partir de ese momento ya no eran amigos sino cuatro hombres desconocidos que se escrutaban con ojos sanguinolentos envueltos en una refriega letal, durante la cual habían ido descubriendo que sus padres ya no mandarían más sobre ellos (porque a partir de ese momento o ya estaban muertos o dependían de sí mismos), y durante la cual habían ido averiguando que el dinero no sólo crea fortunas sino que elimina agresores y permite golpear a tus posibles adversarios allí donde más duele.

Hacía un buen rato que los demás ya se habían retirado y asistían circunspectos a la pugna que se dirimía entre Tomás Legrain y Domicio Resortes, el cual no había cesado de perder durante toda la noche pero su intuición de jugador obcecado no conocía los límites que la palabra derrota perfila y le confortaba a seguir. A su izquierda estaban sus últimos veinte mil dólares apostados, delante suyo un naipe sobre el tapete y enfrente la sucia cara de su oponente. Un naipe que estaba a punto de descubrir y que le revelaría dificultades que ni él mismo sospechaba. Y el caso es que todo había empezado como una broma sin importancia, como un juego. Tomás iba ganando, tenía más dinero, siempre había sido así y encima ahora además era la mano y decidió apostar otros veinte mil. Si deseaba seguir en juego Domicio debía igualar la apuesta, y para hacerlo se jugó el coche deportivo.

Ambos volvieron las cartas boca arriba y Domicio supo que había perdido. Se volvió hacia Tomás el cual aún estaba amontonando los dólares recién cosechados y sujetándolo del brazo le propuso jugar por algo superior. Echaron otra mano. Tomás Legrain colocó cuarenta mil sobre el tapete. Pero Domicio esta vez no iba a arredrarse; no iba a cejar en su empeño porque sabía que Tomás era mezquino y que él era hombre de una sola carta. Lo hizo sin contemplaciones demoras ni remordimientos, apostó también, y está vez se jugó el Rolls Royce Imperial.

Ambos volvieron los naipes boca arriba y Domicio supo con pesar que había vuelto a perder. Entonces un sudor frío le recorrió por vez primera la espina dorsal hasta impregnarle las manos. Y no, ¡no pudo soportar el hecho de perder el coche! O lo que no pudo aguantar fue la horrible presión de sentirse derrotado. Claro que ahora Domicio conocía bien a Tomás, sus desvelos, sus pretensiones; era un ave de rapiña. Le ganaría. Le propuso una apuesta mayor. Despacio, Tomás Legrain se lo pensó y aceptó.

Había llegado el momento clave, Domicio lo supo y se fijó en el pulso de Tomás. Le temblaba ligeramente. Había sacado la última carta del mazo y se había echado a temblar como un pollo desplumado. Porque a fin de cuentas así iba a estar dentro de unos instantes. Volvieron las cartas y Domicio sonrió de satisfacción cuando vio que acababa de salvar sus coches, pero no así el dinero. Ahora, las cosas empezaban a salir como él deseaba. Alguien, Domicio no pudo recordar quien, le advirtió que se abstuviera de seguir pues ya había recuperado lo suficiente; pero para él la palabra recuperar no significaba nada; solo valía ganar. «¡Ganar!» esa era la expresión adecuada, puesto que se consideraba un ganador de justicia.

Decidieron que harían sólo una última apuesta. Esta vez Tomás caldeado por su revés anterior fue con todo y apostó sesenta mil. Y por sesenta mil uno no podía jugarse sólo un par de coches, no; sólo cabía hacer una cosa: jugar a todo o a nada. Domicio se sintió algo molesto, pues verse obligado a hacer aquello aparte de ser ya su única opción no podía decirse que fuera de su agrado, pero ya no había más salida que hacerlo o abandonarse a una vergonzosa derrota. Por tanto Domicio se jugó la casa.

Ambos movieron la última mano con extraordinaria lentitud, se desenvolvían como si antes de la resolución pretendieran saborear al límite los últimos momentos de sus vidas entre sus pertenencias, o casi como si se supieran los protagonistas de una proyección a cámara lenta; y sin embargo los dos estaban plenamente concienciados en lo que iba a suceder, porque sabían que para el que perdiera no habría misericordia y para el que ganara sería la gloria. Y es que acababan de descubrir, o tal vez ya lo supieran, que ahí era donde radicaba la verdadera esencia del juego: En ejecutarlo y paladear su intensidad al menos durante los instantes que uno creyera tenerlo controlado y asimismo a la vez en aborrecerlo profundamente.

Volvieron los naipes; Domicio fue el primero. La sonrisa de la dama de tréboles se quedó mirándolo a él y a los demás, alguien murmuró una frase entrecortada, justo en ese momento Tomás hizo lo propio y su baza fue el As de corazones. Domicio había vuelto a perder…

Mientras los demás felicitaban al ganador él se quedó solo con la mente en blanco o tal vez repleta de imágenes. No, desde luego aquella no era su noche. Debería haberlo intuido. Pero cómo ser capaz de verlo. ¿Y…, ahora? ¿Qué afrentas escucharía? ¿Lo maldeciría el viejo por el resto de sus días? ¿Sería vejado públicamente? ¡Dios! Se frotó los ojos y pensó. Aún le quedaba una salida. ¿Una salida? ¿Cuál? Naturalmente volver a jugar. ¿Volver a jugar? Claro...

Estaban solos los dos. Los otros dos jugadores, después de felicitar a Tomás se acababan de marchar. Volviéndose a Tomás quien todavía estaba ocupado en amasar el dinero y guardarlo en una cartera, le dijo:

—Escucha: ¿Qué te parece si echamos una última?

Tomás lo miró con seriedad y contestó:

—No. Basta por hoy. Se ha acabado Domicio... Y lo sabes muy bien.

—¿No? ¿De verdad? No vas a ser un caballero y darme otra…

—¡No! ¡Ya te lo he dicho! —le interrumpió tajante Tomás.

Domicio bajó los ojos y siguió pensando. Conocía a Tomás, sus ambiciones, sus desvelos… De pronto, se le ocurrió... Sí, había algo que aquel hombre miraba con mayor codicia y arrebato que la casa y ésa era ¡Ratsia! ¡No! Oh sí… Sí, viéndola tan sutil, tan hermosa era fácil deducir que muchos hombres en el mundo darían lo que fuera por ella. Y él la tenía aunque para ofrecerle ya…, ¿el qué? Si ya no tenía nada. ¡Nada! ¡Acababa de perderlo todo!.. Estaba desahuciado… Aunque… ¿Y si…?

Como si de pronto hubiera envejecido cien años, con el corazón dándole pálpitos, Domicio se volvió hacia él ganador y temblando de ansiedad con una voz que era como un hilo a punto de quebrarse lanzó la propuesta desesperada y perjura del perdedor. Tomás Legrain lo miró con desprecio, sin ningún atisbo de afecto pero aceptó sin dudarlo. Naturalmente la cosa quedaba entre los dos.

Ratsia y Tomás Legrain se desposaron pasado un mes. Dicen que hacían buena pareja, ambos tan rubios… Ella, afilada como una espiga y él grueso como una mazorca. Ella, llorando desconsolada él sin soltarla de la mano.

Domicio Resortes no acudió a sus esponsales dejó de sonreír y se volvió taciturno, dejó de jugar y nunca más se le vio en compañía de ninguna otra mujer.

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CONTACTAR CON EL AUTOR: jos_fernandez1[at]yahoo.com

 

ILUSTRACIÓN RELATO: Naipe paus, image from Image:Anglo-American card suits.png and edited by Felipe Micaroni Lalli; licencia Creative Commons Attribution-Share Alike 3.0 Unported; vía Wikimedia Commons.

 




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