La Bolsa,
un cuento argentino
Adolfo
M. Vaccaro
Sabe,
mi familia y yo vivíamos a unas cuantas leguas de la estación
Superintendente Ledesma. El tata y el tata de mi tata fueron aparceros
de buena ley y siempre le escaparon al caudillaje de los patrones,
cuando le querían imponer por quien votar. El tata de mi tata fue
asesinado por defender sus principios durante la época del fraude,
en manos de delincuentes que eran dejados en libertad durante los
periodos electorales. Mi tata tuvo que entregar la chacra a los usureros
por no poder pagar ese crédito, que tenía como propósito producir
más y así darle a sus gurises la posibilidad de una vida mejor. Nos
mudamos a una tapera. Mi tata tuvo que pedirle trabajo al patrón de
esas tierras, un miserable explotador de paisanos que eran tratados
como esclavos.
A partir de ese momento, comenzamos a conocer
la hambruna, el maltrato y el olvido. A los dos años murió mi tata,
dado que no tenía suficiente salud ni medicamentos para resolver su
infección en las piernas. Mi mama no pudo aguantar su tristeza y se
dejó ir detrás de sus pasos. Mis hermanos se fueron a intentar suerte
a San Miguel y yo me quedé en la tapera, lugar en donde ya había formado
mi familia, junto a mi esposa Rosario. Diosito nos dio tres gurises.
Cuando me echó del trabajo el dueño de la hacienda,
empezamos con la china a desesperarnos. Nuestros gurises se enfermaron,
volviéndose muy flacuchos. Únicamente comíamos bien una vez cada dos
años, cuando el camión pasaba para llevarnos a votar, poniendo el
señor encargado del grupo una boleta en nuestras manos. Luego, nos
entregaban la bolsa con alimentos que, aunque la estiráramos lo más
posible, solamente nos duraba unas semanas.
Cuando volvieron para las nuevas elecciones,
ya habíamos perdido a mi niña mayor de seis años, por causa de una
baba sanguinolenta que salía de su boquita que, según me dijeron los
médicos, agujereó sus pulmoncitos.
La tercera vez que pasó el camión, solamente
subimos mi china y el único gurí que nos quedaba. Pero esta vez la
comida nos duró algunos días más.
En esta última elección me fueron a buscar al
hospital y me llevaron, en silla de ruedas, con una ambulancia. Saliendo
del cuarto oscuro, alguien dijo: «A este no le hace falta la bolsa».
De allí me trajeron a esta pequeña iglesia, donde el párroco acaba
de suministrarme los óleos.
________________________
CONTACTAR
CON EL AUTOR:
Correo
Página
web
De este
autor puedes leer, también. los relatos:
El Vicio y la Virtud;
Blanco Encalada y Ciudad de La Paz y
Sujeto.
ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía
por Pedro M.
Martínez ©
|