María
y Magdaleno
Andrés
López Marcano
Me llamo
María y tengo 18 años. Estudio económicas, porque tiene más
salidas, pero mi verdadera vocación es la anatomía trasera de los
chicos. Vivo en un pueblo, a treinta Km. de la ciudad. A las 7:10
salgo de casa para coger el bus.
Raimundo tiene mi edad. Vino al pueblo hace dos
años con sus padres y su hermana, el tiempo que llevo compartiendo
con él la parada por las mañanas. Al principio me dirigía la palabra.
Yo nunca le contesté, debió pensar que soy rara o estúpida. Total,
cero confianzas, cero amistad. Cuando tienes un amigo tienes que hablar
con él cara a cara, y eso no interesa en este caso. Con Raimundo evito
el trato social, así puedo tenerlo a un lado, un poco adelantado para
mirarle por detrás, todos los días de lunes a viernes durante el curso
universitario.
Tiene un culo precioso. Medianote, redondo, un
poco cejijunto, tieso.
Al tercer día de compartir parada, dejó de cederme
el paso cuando el autobús abría la puerta. Yo ni me movía ni decía
palabra, esperaba a que él entrara primero. Me encanta cuando levanta
la pierna y la tela de su pantalón se tensa derecha-izquierda-derecha-izquierda,
marcando alternativamente los mofletes al subir los cuatro escalones.
Después, cuando paga al conductor, se inclina un poco hacia delante
y dobla ligeramente una pierna para sacar la cartera del bolsillo
con más comodidad. Así de provocativo me lo pone, muy cerca de mi
cara, mientras espero en el segundo escalón a que termine de pagar.
Entonces, subo y pago mirando por el espejo retrovisor central orientado
al pasillo. Él se sienta a medio autobús. Cuando se gira para hacerlo,
tengo durante un segundo una estampa suya de costado que me pone como
una carrera de motos.
Me bajo a dos minutos de paseo de la estación
de trenes de Pomaluengo. Suele haber en ella unas 15 personas. Tengo
catalogados a cuatro chicos fijos, de todos los días también... Bueno,
tres chicos y un carroza. No sé cómo se llaman, de manera que les
he puesto sobrenombre según la forma del traste.
El carroza, «Culiplano», es el típico Cocodrilo
Dandy, flaco, curtido, moreno, arrugado, nervudo, de asentadera plana
por abajo y sólo un poquito marcada por arriba, culito viejo de cuarenta
y muchos, pero sostenido, y aunque no me saca de nada, me sirve como
ejemplo de cosa bien envejecida y con dignidad.
El más jovencito, «Culiverde», es un petisuís
que todavía huele a pañales, chavalín de 13 ó 14 años que ya empieza
a formar parachoques trasero de hombrecito. De momento, parece que
se ha metido dos pelotas de tenis en la culera; medio bocado tiene,
pero es mirable por que gusta por tierno y promete. Hay que dejarle
crecer: pequeñines si, gracias, pero más tarde.
«Culón» tiene veinte y pico. Chorvo delgado,
estrecho de hombros, cadera ancha y nalga para calzoncillo XXL, con
dos papotes de los que sueña tener todo travestí para sí, o sea, grandes
diferenciados que parece llevar tanga y no slip, bien levantados,
redondos en el flanco y agrandados por la parte inferior dando un
aspecto periforme al conjunto. No gusta, pero atrae por morbo de ser
de hombre, si bien ese almohadón le quedaría mejor a una mujer alta
con hechura brava y de casi treinta tacos.
Por último, el especial del andén, «Culimagdaleno»,
la retaguardia más bonita que haya conocido la estación de Pomaluengo
en sus noventa años de historia. No tengo palabras, así que a buscarlas:
Le apodo de tal guisa porque tiene un bollito de pompón que de rico
te corta la regla y como le veo a horas que son de desayunar me dan
ganas de mojarle en café con leche y comérmelo a mordisquitos. Eso
si, un problema hay, y es que Magdaleno, cuando hace mucho frío, se
pone un abrigo hasta medio muslo que oculta ese tesoro de prieta carne.
Rezo todas las mañanas para que el cabrito venga con un jersey y su
cazadora verde, que le está pequeña y le queda por encima de la cintura.
Entonces sí, va luciendo esa joya con un pantalón ajustado como una
capa de pintura. Es maravilloso, perfecto, tamaño justo, en perfil
una media elipse de simétrica curva, abombadita continuidad elegante
de la pierna y terminada en la cintura con suavidad fluida en la línea,
sin perder la identidad propia, con tanta personalidad en su todo,
que sólo le falta hablar, a ese culete. Es el Dios de los Panderos,
cuando le veo se me atonta la cabeza, sonrío sin darme cuenta, noto
cosquillas debajo del vientre y como si se me ensancharan los pulmones.
Produce una sensación de tanta ternura como un bebé dormidito en su
cunita.
Podría yo terminar la carrera, buscar trabajo
y ponerle un piso a ese culo, llegar a casa cansada y decirle a mi
Magdaleno «Cariño, estoy cansada, he tenido un día horrible, ponte
de pie y dame la espalda, por favor, necesito relajarme» y pasarme
una hora o dos de absoluto relax admirando esa cúspide de la cadena
evolutiva del Homo Sapiens. Sólo admirando, sin tocar. Y si lo toco,
podría pasarme siglos acariciándolo.
Señor, pensarme dueña de esa Gloria me hace tan
feliz que me dan ganas de pedirle disculpas al resto de la gente.
¡Y cuando camina, joder, joder, joder! Noto como
si se me fundieran los leotardos y la mini, y corrientes eléctricas
desde las palmas de las manos hasta las tetas y un deseo incontenible
de correr hacia él, caer de rodillas, abrazarle la cadera y pegar
mi cara a ese milagro inexplicable aunque me muera de vergüenza y
todo el país se ría de mí, para dar sentido a mi existencia y llegar
a vieja con un recuerdo que me haga pensar, por muy mal que se me
den las cosas, que toda la vida valió la pena por vivir ese inigualable
momento único.
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unotriunf[at]hotmail.com
Ilustración relato:
Fotografía de Fernando J. Soriano Castro, participante en la
2.ª muestra de fotografía Almiar (2003).
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