El regreso
María Ángeles
Bernárdez
«La imaginación
imagina de noche aquello
que no halla de día».
Ramón Llul
El viento descargaba su furia
en mi cara; me atravesaba
la piel entumecida. La tarde, envuelta en un último resplandor, desaparecía
ante mis ojos. Sobre las montañas, un sol rojizo a punto de estallar,
entre nubes de plata, descendía, lentamente, laderas de cimas inalcanzables.
Vi, con las primeras sombras, rutilar entre el verde alado de los
pinos, una luz zigzagueante y huidiza. Altos jinetes cabalgaban los
cielos mientras mis ojos se fundían con el ocaso. Me sentí morir y,
en la soledad de aquellos lugares ya olvidados, en el interior de
mi viejo automóvil, era donde estaba el final de mi viaje, en medio
de la nada...
La noche me cubrió con su
manto. Unas hojas secas rozaron mi piel. Ningún ser viviente pasaba
por allí; ni el canto de un mochuelo se oía; ni un triste rayo de
luna me enviaba el cielo; ni una estrella que poder contemplar...
Regresaba al pueblo de mi
niñez para ver a Antonio y María, las personas que me recogieron siendo
niño y me dieron sus apellidos, con el deseo de pedirles perdón por
mis años de ausencia. De pronto quise reír, reír a carcajadas, reírme
de mí mismo y de lo absurdo; gritar sus nombres... Mi temblorosa y
muda voz traspasaba, inútilmente, los invisibles átomos del viento.
Al filo de la madrugada, el viento desapareció dejando paso a una
lluvia cálida y acompasada; la luz zigzagueante continuaba con su
danza luminosa en la lejanía. Sentí miedo de la oscuridad y dejé que
mi mirada se balanceara hipnóticamente, con ella, hasta quedar sin
aliento.
Desperté con las primeras
luces del alba y miré a mi alrededor. La lluvia era fría nieve sobre
mi piel; la lejana luz había desaparecido. En la misma dirección,
unas campanas sonaban con ritmo triste y espaciado. En ese momento
comprendí que la luz compañera de mi infortunio, era la luz de un
farolillo sujeto al muro de piedra de un viejo campanario. De allí,
procedían los sonidos de las campanas que se oían. Había estado toda
la noche, perdido, a un kilómetro de casa.
Me parecía estar flotando
en el vacío cuando puse rumbo al pueblo. Ni una ráfaga del aire de
la noche anterior pasaba por allí. Mientras caminaba, pensaba en lo
extraño de no ver a nadie a aquellas horas. El bar, donde María solía
enviarme a comprar vino, estaba cerrado; la tahona también. En la
plaza del Santo Cristo me detuve y ascendí las escalinatas de la Iglesia.
Un frío glacial se apoderó de mí. Detrás de las rejas de acceso y
bajo un pórtico de piedra enmohecida, vi una mesa vestida de terciopelo
negro con ribetes dorados. Sobre la mesa había un libro de condolencias
y, en él, una firma que me era familiar. La firma era de... ¡María...!
Mis dedos fueron escalando
el libro, sin tocar las líneas de escritura, hasta quedar a la altura
del nombre del difunto. El nombre del difunto era... Era... ¡Dios
mío! Era... ¡mi nombre...!
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MARÍA
ÁNGELES BERNÁRDEZ
es directora de la Revista
Literaria La Fuente, en Almería (www.revistalafuente.org).
Relatos, artículos y poemas suyos se publican en el semanario Granada
Costa, de Granada (España), y colabora, así mismo, con páginas
web como la de
Alfonso Lavquén (Chile).
abernardez(at)auna.com
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Aquella otra mujer
- ILUSTRACIÓN RELATO:
Fotografía por
Pedro M. Martínez Corada ©
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