Viajes
y recuerdos desde
la eternidad muy cercana
Fernán Torres León
No está
claro el nombre de aquel barco genovés. Tal vez La Sera. Hermoso.
Muy parecido al que pintó Gerolamo del Pachia para representar una
escena de Ariadna y Teseo que se exhibe ahora en Siena. Tenía tres
velas grandes, dos atadas al mástil en forma de cruz, y una adelante
que surgía de la diosa que lo cobijaba. Zarpamos desde el Arsenal
en donde cargamos los bultos de cristal de Venecia que iban para Tana
situada en 47°11’N 29°24’ E del Mar de Azov, mientras Copa a 45°02’
N 37°28’E; Kaffa o Feodosiya, como se llama ahora a este puerto, también
en el Mar Negro, está a 45° 034’ n 35°23’ E y que en los mapas modernos
es el único que existe.
En Kaffa entablé amistad, o simple conocimiento
de alcohol, con el kan Turesik quien me obsequió su bello anillo de
hierro con el símbolo de tres puntos, que entendí como propio porque
estaba también en el puño de la espada, para llamar de alguna manera
la hoja gruesa y pesada que se bamboleaba en su cintura. La entrega
estuvo acompañada de esa sonrisa que ocultaban sus bigotes enormes,
pero que después encontré parecida a la de aquel hombre que me detuvo
en Hamburgo, hace dos años, a la salida del Kunsthalle, colocándome
su mano gruesa y peluda en el pecho mientras preguntaba: «¿Y el anillo?»
Como demoré, sorprendido, la respuesta, saltó a la calle y desapareció
Este presente lo usé mucho tiempo hasta pagar con él mi pasaje que
desde Famagusta, en Chipre, me regresó a Bari. Cuando visité nuevamente
esta ciudad para tomar el barco para Patras, y desde allí el tren
a Atenas, encontré el puerto muy cambiado, por supuesto.
Desde Bari reanudé el viaje hasta Mesina; pasé
a Salerno, y me detuve en Génova algún tiempo. Sentado en el muelle,
bajo el sol de otoño, oí hablar a un hombre que pregonaba viajes insólitos
que llamaron intensamente mi atención. Todos los contertulios escuchaban
algún rato, pero se levantaban luego con el escepticismo o el miedo
en medio de los ojos. Pero yo seguía ahí sentado, incansable, subyugado
por su prosa. Aquél era tan joven como de 20 años pero ya tenía la
mirada triste y se expresaba en italiano corriente, aunque también
usaba otros idiomas con marineros extraños que fondeaban en Génova.
Y tenía siempre en sus manos un libro grande y pesado, impreso en
Maguncia en 1448. Recordé más tarde, con nostalgia, el tamaño y peso
del volumen que cargaba el navegante cuando compré el primer libro
de bolsillo creado en 1509 por Aldus Manutius (o Aldo Manuzio según
otra escritura), y que causó furor entre estudiantes y filósofos porque
se trataba, precisamente, de los Adagia, una de las obras más
bellas de Erasmo. En algunas ciudades (como en Venecia después de
1547) era peligroso andar con ciertos libros, discutirlos en público,
o incluso tenerlos escondidos, porque la mano del Santo Oficio era
larga, penetrante y recia. Sin embargo, las imprentas proliferaban
por toda Europa. Se crearon con fuerte concentración en los Países
Bajos (desde 1470), en Italia (desde 1465), en Alemania (desde 1448),
y en Francia (desde 1470). En España (1475), en Portugal (1489), en
Inglaterra (1478); y en Constantinopla (1488) también se desarrolló
bien esta industria, pero tardó en otros sitios, como Dublín (1551),
Varsovia (1578), Belgrado (1552). ¡Bueno! Esta es una erudición extraída
de la conferencia que dicté en París en 1711 ante un grupo de amigos
italianos que preparaban exámenes para tomar la profesión de impresores,
y que fue bien aplaudida. (¡Qué modesto!).
Adquirí los Adagia en febrero o marzo
de 1508, cuando visité el taller de Manutios en Venecia. Doce o catorce
personas trabajaban allí. Y en medio del ruido vi al hombre que probablemente
corregía pruebas. Me acerqué y fui sorprendido al reconocer a Erasmo
quien, recordando mejor que yo otros encuentros anteriores, me saludó
muy cortésmente a pesar de sus ocupaciones absorbentes. Las pruebas
realmente las corregía otro empleado porque Erasmo terminaba, de memoria,
el libro. Me dijo que vivía en casa de Andrea Asolani y compartía
cuarto y cama con Jerónimo Aleandro, uno de los amigos varios que
le llevaban libros de autores clásicos para estudio y publicación.
Me mostró un original antiguo de Platón, el libro de Pausarías
(con el cual, en la mano, mucho más tarde, en 1982, recorrí casi toda
la Grecia a pie), las Vidas Paralelas, de Plutarco y otros
más. Mezcló en la conversación algunas quejas sobre la comida en casa
de Asolani, a la cual atribuyó los cálculos del riñón que padecía
y que le causaban molestias dolorosas. Pero el núcleo de la disertación
fue el tema de su próximo libro. Me agarró por el brazo y me llevó
hasta un rincón lleno de papeles arrugados que amenazaban con mancharme
las sandalias. Una vez allí me preguntó, seriamente, si yo estaba
loco. No dije nada, pero mi sorpresa, no muy bien fingida, le animó
a informarme que todo progreso social procede, sin duda alguna, de
la locura humana. Sin ella el mundo no puede vivir un solo instante.
Toma la forma de orgullo, vanidad, deseo de gloria, y produce todo
cuanto es hermoso, grande, elevado, maravilloso en la sociedad porque
la vitalidad y el deseo de vivir provienen, por supuesto, de la locura.
Esta es alegría, espontaneidad, ligereza de ánimo e indispensable
para ser feliz. El hombre cuerdo que evalúa los males de la vida,
debe suicidarse pronto, porque, dicho con sus propias palabras a mi
oído, «es una estatua de piedra». Agregó que existen pruebas y que
en sus viajes las recogió con cuidado. Ese cuerdo es estúpido, insensible
a toda emoción, indiferente a la clemencia o al amor. No lo dijo así,
pero yo saqué en conclusión, dicho otra vez, que el cuerdo no es más
que una bestia salvaje que conviene exterminar de inmediato. Convine
con él que todo era un programa político, un excelente programa político,
claro está. Mientras tanto, sus manos se movían de arriba abajo como
manejando una cuchilla. Tomé nota sobre este tema para estudiarlo
mejor en reuniones con don Nicolás Maquiavelo, como aquéllas que se
realizaron más tarde, aunque en ese momento olvidé por completo ideas
tan hermosas porque me dediqué a referirme únicamente a fragmentos
de El Príncipe.
Le pregunté a Erasmo cuándo estaría listo el
texto para su publicación, y contestó con gesto vago. Pero después
durante años llevé siempre en el bolsillo y, a veces usé como almohada,
L’eloge de la Folie, impreso en Amsterdam por François L’Honoré
en 1728. Esta edición, traducida por Gueudeville, tenía notas de Gerard
Listre «et les belles figures de Holbein».
En cierta conversación con Erasmo le expliqué
que yo podía describir a los seres humanos principalmente porque era
uno de ellos. Desafortunadamente, por supuesto. Le toqué fuertemente
el brazo para añadir que éramos de una especie de seres ‘duros’, hechos
de huesos, y que a nuestro alrededor casi todas las cosas son también
duras. La madera, la piedra, los metales, máquinas como las prensas
que se usaban en la imprenta, carros que transportan cosas y personas,
casas y edificaciones, estatuas y monumentos. Probablemente nada de
eso existiría si hubiésemos sido hechos con materias blandas, líquidas
o gelatinosas que se usaban entonces. Tal vez, añadí suspirando, si
fuésemos gaseosos, ¿qué pasaría? Erasmo me miraba entre extrañado
y complacido. Quizás algunas de mis ideas pasaron alguna vez por su
cabeza, pero tomando en cuenta su carácter de filósofo y maestro de
las generaciones que pasaban atentas por su lado, no se atrevió nunca
a exponerlas por temor a que algunos lo tildaran de loco…, aunque
digamos que tal cosa no la habría rechazado de plano sin una extensa
alocución como la contenida en L’eloge de la folie, citado
antes.
Cualquier persona más cuerda que nosotros, es
decir que Erasmo y yo, habría rechazado la sugerencia sobre algunas
posibilidades de la especie humana de ser diferentes de cómo Dios
la creó. Todos sabemos bien que fuimos hechos ‘a imagen y semejanza
de Dios’, es decir fabricados de la mejor de las maneras posibles.
Pero, ¿recuerda usted maestro que el primer acto histórico como seres
duros fueron precisamente el que realizó Caín cuando mató a Abel con
un hueso muy sólido? Erasmo no contestó nada pero se rascó vigorosamente
la cabeza. Esta pequeña conversación podría abundar, siglos más tarde,
en ejemplos tomados del desarrollo de la civilización que nos transporta
por tierra, mar y aire en embarcaciones pesadísimas de hierro y de
acero; que desarrolla cada vez con mayor entusiasmo inmensas fábricas
de armas terribles que liquidan nuestra humanidad; que trabaja sobre
metales nuevos y aleaciones maravillosas, y que llegan a veces a infiltrar
algunos de esos elementos en nuestros órganos para restaurarlos o
darles mayor resistencia...
Saldremos de esta digresión para regresar ahora
al tema central y decir que no volví a ver al Almirante hasta que
topé con él en Lisboa en 1477, y asistí a su matrimonio con doña Felipa
Muñiz en el monasterio de Todos los Santos, al cual también yo concurría
para acompañar a la señora que pagaba mi ayuda. Semanas más tarde
me mostró los papeles que encontraron a su suegro, ya finado, don
Pedro Muñiz Perestrelo, partícipe en el descubrimiento de Madera y
Puerto Santo, en donde gobernó hasta su muerte. No supe nada —sobre
aquellas aventuras no me habló jamás—, de la compañía que tuvo con
«Colombo el Mozo, corsario famoso» según escribió su hijo menor, don
Hernando Colón Ni sobre cómo huyó en la batalla con «una nave gruesa
veneciana» y nadando cuatro millas llegó hasta Lisboa para salvar
la vida.
Pero llegamos hasta 1492 que fue un año terrible
para mí, lleno de tremendas y vibrantes emociones, acontecimientos
bellísimos algunos y otros tristes. El 2 de enero se rindió Granada
y el 6 entraron en ella, con mi compañía y con gran pompa, Fernando
de Aragón e Isabel de Castilla, reyes católicos. El 31 de marzo los
mismos reyes expidieron el decreto por el cual concedían a los judíos
un plazo de cuatro meses para convertirse al catolicismo o para salir
de España. El 8 de abril en Florencia, de mal de estómago o quizás
envenenado como algunos dijeron en voz baja, se extinguió Lorenzo
el Magnífico. El 25 de julio murió Inocencio VIII y Rodrigo de Borja,
elegido Papa el 11 de agosto, tomó el nombre de Alejandro VI. Tenía
61 años y era un hombre grande y de poderosas manos que cuando las
ponía sobre mi cabeza, para bendecirme, yo presentía, asustado, que
sería aplastado por su enorme peso. Su tío, Calixto III, guerrero
que gobernó tres años a la Iglesia Católica, dio el capelo a Rodrigo
el 18 de septiembre de 1456, mientras ya en los altares brillaba otro
pariente, San Francisco de Borja. Los hijos del Papa: Juan, Duque
de Gandia; Jofre quien, por su matrimonio con la hija del Rey Alfonso
II de Nápoles, fue convertido en príncipe de Esquilache; César, primero
cardenal y Arzobispo de Valencia, luego Duque de Romagna y Duque de
Valentinois, y Lucrecia..., se lanzaron a la conquista de Italia.
Y el 12 de octubre pisé yo, por primera vez, la tierra americana.
¿Qué más?
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RELATO:
CristobalColon-edit2, Columbus/Cristobal Colon, pictue
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