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Aquello que el azar
nos entrega

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Antonio J. Rodríguez


Aquella dependienta del pelo a lo Cleopatra me despachó unas zapatillas temporada primavera/verano. La miré, me miró, nos miramos. Le invité a tomar helado y una copa de chocolate a un restorán de lo más extrañísimo; un café subterráneo, angosto, con tres mesas y ninguna butaca ante la barra. A través del ojo de buey nos aproximábamos a la realidad de la calle; los pies de los viandantes cruzándose, fundiéndose unos con otros. Encima de nuestras cabezas una hiedra atravesaba el techo y un ventilador hacía hélices con el humo azul de los cigarros. «Antes esto era un parking», dije. «¿Ves esta farola? Es lo único que queda del aparcamiento. Curioso, ¿no?, que un parking tenga una farola anclada a su pavimento en sustitución de una columna. Adoraba aparcar aquí, ¿sabes? Era de lo más fotográfico, ¡de lo más hermoso!, que dos objetos tan dispares casaran tan bien». Después hubo un silencio, justo antes de que me plantara un beso en la mejilla. Me preguntó qué era de mi vida y le dije que la de un pirata, que es la vida mejor, que, bueno, no, era una broma; una broma que, por cierto, le hizo gracia. Le dije que toda mi vida había sido nómada, y se asustó, claro. «Pero no temas», añadí agarrando su brazo antes de que se marchara corriendo, dejándome la cuenta a mí, huyendo de otro amor insostenible. «Aquello que el azar nos entrega y amamos», debí decir, «que nuestra voluntad lo proteja. Sólo así tendremos decisión sobre nuestras vidas. Ya está bien de patear el mundo azarosamente», concluí. Sin disimular la extrañeza que le produjeron mis palabras, apartó una hoja de parra que había caído sobre su pelo y se lanzó a buscarme las cosquillas: «Imagínate que me llaman en próximas fechas para vender armas nucleares en Oriente Próximo, ¿tú qué harías?» «¿Al margen del genocidio?», pregunté, enfriando la temperatura de la conversación. «Mm, está bien. Te lo pondré más fácil», dijo, «Imagínate que me llaman de la compañía de teatro para girar por Europa. ¿Me esperarías?» «En ese caso», dije sacándome el contrato y el bolígrafo del cartapacio, «debes firmar esta cláusula por la cual cedes el devenir de tu existencia a tu voluntad. Tengo varias copias de este modelo, así que, si lo deseas, yo te firmo la correspondiente». «¿Quieres que lo discutamos con otro batido de chocolate?», propuso. Y, tirándome de la corbata, me plantó otro beso; en los morros.




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ANTONIO JOSÉ RODRÍGUEZ. Autor español (1987). Estudiante de periodismo en la Universidad Complutense de Madrid (UCM). Habitualmente ha colaborado con una publicación periódica de la UCM, así como con su radio y, de manera eventual, en revistas electrónicas. Ha sido galardonado en diversos premios de escritura creativa.
Administra el blog: http://ibrahim-berlin.blogspot.com


ILUSTRACIÓN RELATO:
Nocturno, fotografía por Pedro M. Martínez ©