Fugaz
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Eduardo Ferro
El viejo velero navegaba
a favor del viento dando mullidos cabezazos. Abría, a retazos, dos
surcos de estela blanca con el filo de la proa.
Arriba, en un cielo negro
limpio de nubes, el faro de la luna llena nos iluminaba; dejando atrás,
sobre estribor, la flotante sombra triangular de la arboladura.
Yo estaba tendido sobre
las redes del bauprés mirando la popa; el agua me salpicaba con su
espuma al compás de la marcha, y el mástil, a vela desplegada, resplandecía
con su blancura en lo alto. Las argollas metálicas tintineaban con
reflejos brillantes de plata.
Embriagado por la belleza,
el coro rítmico de viento y vela me sumió en un pesado sopor, hasta
que olvidé mi vida.
Oí una larga carcajada
que llegaba en constante diapasón envolviendo la noche. Y como en
la caída anunciada de una montaña rusa, me dejé llevar por esa voz
del viento que —aliento del firmamento— palpitaba adelante, lejana.
Precipitado por un vértigo
sutil, me sentí libre.
Disuelto en las negras
ondas del mar, mi cuerpo se convirtió en espuma; de golpe fui claro
de luna, barco y alto cielo tenuemente estrellado.
Permanecí, olvidando
el pasado, en la paz y unidad de una salvaje alegría; percibí algo,
fuera del ser, más grande que mi propia vida.
Luego, con una lentitud
de siglos, llegó el amanecer rojizo sobre el horizonte, pintando en
las nubes un sueño de formas vagas, y debajo el mar chispeante, uniéndose
casi a escondidas, entre jirones de niebla, los azules amantes de
agua y cielo, en un apretado abrazo, despertando juntos.
Entonces, el fin de la
búsqueda, la paz, el último puerto, la alegría de estar más allá de
los lastimeros, codiciosos temores de los hombres.
Me convertí en sol, en
verde alga pasajera balanceándose sobre la marejada, y como el velo
de las cosas —cuando parece descorrerlo una mano invisible— ¡vi otra
vez por un momento, vislumbré algo así como un antiguo secreto!...
¡Fugazmente!...
Después, no sé cómo,
una mano dejó caer el velo y quedé otra vez solo, perdido en la niebla,
avanzando sin saber el rumbo ni el por qué.
Sentí que —por mucho
que anduviese— siempre estaría uncido a un único centro, rodeado de
niebla húmeda, intangible, sin forma. Destino desconocido del viajero.
Y a medida que el sol
subía, descubrí ser hombre por error, forastero sin hogar.
Miré con otros ojos a
mi alrededor, dándome cuenta que pude ser gaviota o pez; nube, estrella,
o un sonámbulo en el despertar de una larga pesadilla.
Quise hablar, pero mi
elocuencia fue un tartamudeo casi sordo.
Apresado a la vida, me
di cuenta que estaba —ya con el sol bien en lo alto— un poco enamorado
de la muerte.
Y al declinar el día,
cuando las sombras nacían en oriente, la velera nave se hundía —solitaria—
en el silencio profundo de la noche.
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edu.cuentero(at)hotmail.com
ILUSTRACIÓN RELATO:
Luna azul 2012, By Matias Coronado (Own work) [CC-BY-SA-3.0
(http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0)], via Wikimedia Commons.
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