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Introspección
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Ariadna Puig

Escribo estas líneas desde la más profunda soledad, un aislamiento auto impuesto, cumpliendo la última voluntad de mi miserable vida.

Era una típica mañana de invierno. Hacía ya tres semanas que la niebla mostraba las caras más espectrales de la ciudad donde moraba, llevando una existencia tranquila y monótona. Los efectos del clima empezaban a notarse. Los transeúntes levitaban por las calles, con rostro triste y pesados ademanes, sin tocarse, sin dirigirse la mirada, ensimismados. Deambular por la ciudad era como explorar el mundo de los recién muertos, donde las almas aún no han asimilado su traspaso.

En este tétrico marco me había citado con mi único amigo. Llevaba algún tiempo sin verlo, pues se dedicaba en cuerpo y alma a una investigación que ahora me iba a explicar. Se trataba de una civilización perdida, que había habitado Islandia cuando no era más que una ingente montaña de brasas. Apenas quedaban rastros de aquellos pobladores, muchos historiadores pensaban que los pocos vestigios que han llegado hasta nuestros días son burdas falsificaciones, los comparan con otros mitos y leyendas muy arraigados en la tierra del hielo, como los elfos.

Entre aquellos presuntos objetos fraudulentos, mi amigo creía haber descubierto un documento que podría cambiar el curso de la evolución de nuestra civilización.

Desconozco el sistema utilizado para descifrar aquella maraña de símbolos de otra era, pero afirmaba que aquellos gráficos revelaban un rito para conocer la auténtica naturaleza del alma de cualquier persona.

Esta extraña ceremonia servia a los primeros islandeses para deshacerse de todo hombre o mujer que tuviera tendencia a cometer actos que pusieran en peligro la armonía y el futuro de la comunidad. Lo practicaba el jefe del clan a todo individuo al llegar a edad adulta, basándose en ese viaje a lo más profundo del alma para designar al su sucesor en aquella privilegiada posición.

Me pidió entonces que le ayudara a intentar un viaje como los que hacia aquel pueblo. No esperó mi respuesta, sólo añadió un lugar y una hora de encuentro si me decidía a cooperar.

Todo el día medité mi decisión. No estaba seguro de querer conocer mi auténtica naturaleza, pues deduje que sería yo el investigado, pues él era quien conocía el método y, por lo que yo sabía, no podía auto explorarse, si no, no me hubiera requerido.

Resolví acudir a la cita. Era imposible que aquella historia fuera cierta, aunque debo reconocer que la curiosidad tuvo mucho peso en mi decisión.

Cinco minutos antes de lo acordado, golpeé la puerta carcomida por los años. El aprendiz de brujo me recibió con cara impasible, como si hubiera dado por hecho mi presencia en aquella ancestral ceremonia. Con un suave gesto me invitó a tomar asiento en una de las dos sillas dispuestas en el centro de la habitación.

Explicó clara y extensamente el proceso y objetivo del experimento. Sabría detalles de mi personalidad que probablemente nunca podría desentrañar. Todo lo bueno, lo malvado y lo intrascendente que albergaba, mi predisposición al amor y al instinto asesino. Aquellos primeros islandeses afirmaban que si se vive lo suficiente, no hay detalle descubierto en aquel análisis que no se manifestara al menos una vez en la vida, con lo que podían prever cualquier reacción antes de que sucediera. Concluyó asegurando que no revelaría, ni a mí ni a nadie, nada de lo que viera o aconteciera aquella noche.

Sobre un taburete que tenía a su lado, había un cuchillo, un vaso con un brebaje de color inclasificable y tres amuletos unidos por una cuerda de cabellos humanos. Rodeó su cuello con el primitivo rosario, sujetó mi mano con firmeza y agarró el cuchillo, hizo un corte en diagonal a lo largo de la palma de mi mano, mezclo el flujo vital que emanaba de la herida con el extraño brebaje, bebió un trago y trazó un ocho en el suelo, derramando el líquido que quedaba y dejando cada silla dentro de uno de los círculos del número.

Tomó asiento y llegó el silencio. Un gutural aullido del brujo quebró la quietud que reinaba en la sala. Una cascada de fonemas ininteligibles, más antiguos que cualquier tipo de vida conocido, brotaron a una velocidad inusitada, de una voz que en nada se asemejaba a la del ser que me había abierto la puerta de su morada.

De repente calló. Abrió los ojos lentamente. Sus cuencas expulsaban un haz de luz de una intensidad y colorido semejantes a la aurora boreal. Los movimientos de las manos eran armoniosos, su respiración parecía venir de las entrañas de la tierra.

No podría asegurar el tiempo que estuvo el hechicero en aquel extraño trance. Estaba tan asombrado y horrorizado que perdí por completo la noción del tiempo, la realidad y la cordura.

Al fin regresó a la dimensión de los vivos con el rostro más desencajado y aterrorizado que se pueda ver en un ser vivo sin romper todos lo huesos de su cara. Parecía haber visto el Apocalipsis del universo entero. En un rápido movimiento cogió el cuchillo del taburete y lo hundió en mi estómago mientras me miraba fijamente a los ojos, luego se lanzó por la ventana.

Desde aquella noche vivo recluido en mi refugio sin tener contacto con ningún individuo de mi especie. El terror de lo descubierto llevó a mi amigo a intentar asesinarme, como hubiera hecho uno de aquellos ancestrales isleños, y a suicidarse. No puedo imaginar lo terrible que debo ser en realidad. Sólo espero que nadie descubra el secreto que descifró mi amigo ni intente descender al inmundo abismo del alma humana.



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ariadnapuigml[at]yahoo.es

ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por Pedro M. Martínez ©