La
liberación
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Silvina Faure
Su vida conyugal había
transcurrido pacíficamente. Era una buena relación, consolidada a
lo largo de toda una vida.
Tantos años juntos desdibujaban
los recuerdos de romances pasados, los cuales se le antojaban extraños,
ajenos. Y es que no recordaba haber estado realmente con nadie antes
que con él; era como si él hubiese estado siempre allí.
Desconocía el sabor de
la incertidumbre, el desengaño, la desilusión, y todas esas pequeñas
catástrofes que caracterizan a las pasiones adolescentes.
El prematuro casamiento,
luego de un largo noviazgo, no hizo más que estrechar ese lazo indestructible
que los unía íntimamente.
Enseguida vinieron los
hijos, a los que criaron amorosamente, disfrutando al máximo cada
etapa.
Ella conocía sus prolongados
silencios y su aire taciturno, que contrastaban con su tendencia a
la charlatanería y la extroversión. Sabía cuando su mirada perdida
denotaba cansancio y cuando ocultaba alguna preocupación. Era capaz
de leerlo en cada gesto y no existía rincón de su alma que no hubiese
penetrado. También aceptaba las diferencias en los gustos e intereses
de ambos, ya no constituían un problema.
Por su parte, él era
tolerante con su mal humor matinal, su impulsividad y su falta de
organización.
Se respetaban mutuamente.
Familiares y amigos admiraban la solidez de la pareja; juntos sortearon
momentos difíciles y siempre salieron airosos, fortalecidos en el
compromiso mutuo.
Por eso el golpe fue
tan duro.
La enfermedad fue larga.
Larga y cruel. Día tras día, ella vio como su marido se marchitaba.
Él luchó con todas sus fuerzas pero, eventualmente, éstas lo abandonaron.
Estaba perdiendo la batalla.
Hacia el final, fue necesario
internarlo. Durante su prolongada agonía, ella no se movió ni un solo
día de su lado, a pesar de la preocupación de los hijos, que temían
por su salud. Se acostumbró a dormir sentada, en los escasos momentos
en los que la morfina hacía efecto y él lograba descansar.
Finalmente llegó el momento
inevitable. Fatal pero esperado. El momento de la liberación. Ella
lo presintió y le tomó ambas manos entre las suyas. Entre quejidos
y con la respiración entrecortada él la miró profundamente a los ojos
y dijo tan sólo:
—Celia…
Dejó de quejarse y de
retorcerse. Su mirada —ahora fija, vidriosa— parecía haber recobrado
la paz hacía tiempo perdida. Sus manos ya no estaban crispadas y una
sonrisa se insinuaba en la mueca de sus labios pálidos.
Ella apoyó la cabeza
en su pecho y quiso gritar, pero un nudo en la garganta se lo impidió.
Una angustia inexplicable le oprimió el pecho y se sintió morir por
dentro.
Se llamaba Rosa.
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silvinafaure(at)yahoo.es
ILUSTRACIÓN RELATO:
Fotografía por
Pedro M. Martínez ©
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