Nube blanca en cielo azul
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Juan Eladio
Hernández
Era una mañana de verano
en las llanuras castellanas. Una leve sombra marrón paseaba por colinas
y ríos, trepaba a los árboles y cubría el maíz. En el cielo la pequeña
nube blanca peleaba con el azul celeste que invadía todo el territorio.
La
nube no tenía muchos días, pero ya se había cansado del azul del cielo
y el amarillo de la tierra seca. En su larga migración había visto
personas hablando, lobos en manada, patos volando en formación, árboles
agrupados en bosques, todo un sinfín de seres que no se sentían tan
solos como ella.
La
nube estaba sola. Volaba sola. Observaba la belleza del mundo, pero
no tenía a nadie con quien comentar aquella maravilla.
Una
noche, mientras miraba las estrellas, algo se cruzó entre ellas. La
alegría invadió a la nube al saber que otra de su especie atravesaba
su mismo cielo. La conversación fue breve pero intensa. Hablaron de
sus viajes. El viejo nubarrón describió el mar, las olas, las playas.
La pequeña nubecita le pidió que la llevara al mar. El nubarrón no
aceptó volver al mar. Prefería morir en la soledad del interior de
Castilla. En el mar había demasiada compañía. Ya le había llegado
su hora y sólo la belleza de las tierras castellanas sería capaz de
emocionarle lo suficiente como para morir. Y así fue. Un viento del
norte raptó al viejo nubarrón gris y desapareció en la noche con el
mismo sigilo con el que había venido.
La
nube se había vuelto a quedar sola. Mirando a las estrellas decidió
su sino. El mar estaba lleno de nubes. Allí iría en busca de nuevos
amigos. Recogió algo de fuelle y se acopló a los vientos del oeste.
Noches
y días cruzó los cielos. Unos días más rápido, otros más lentos. Algunos
días estuvo estática al no existir una sola corriente de aire que
la moviese. Unos días era muy gorda y grande, otros estaba más delgada.
En
su camino inventó un juego. Con la fuerza del aire se disfrazaba simulando
ser un conejo, una casa, una manada de lobos o un bosque.
Pero
estaba muy triste y gris. Llevaba muchos días de viaje y no llegaba
a su destino. Estaba muy sola y aburrida.
El
sol doraba la espalda de la nube aquel mediodía. La playa estaba al
frente y la felicidad de un viaje terminado parecía sobrecoger a la
nube que se acercaba lenta y alegre.
El
viento del sur corría rápido y cogió a la nube en el camino. La nube
no podía creerse lo que ocurría. Cuando ya había llegado, después
de tantos suplicios, el viento la arrancaba de los brazos del mar.
Dos
días fue arrastrada sin rumbo, hasta que por fin paró. Si quería volver
a la playa que había visto con tanto cariño tendría que volar durante
semanas. Su vida se venía abajo.
Comenzó
a volar, pero cuando miró hacia atrás vio otra playa.
Sus
vapores se llenaron de lágrimas. Corriendo se acercó a un montón de
nubes que cantaban con alegría. Se unió a los coros y a las lágrimas.
Lloraron juntas sobre el mar y desaparecieron como desaparece el agua
de un vaso al calor del fuego o como se derrite el duro hielo en verano.
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ILUSTRACIÓN RELATO:
Fotografía por
Pedro M. Martínez Corada ©
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