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La pluma dorada
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Thiara Montesinos

Los dedos de Felipe jugaban nerviosos con las páginas de una revistilla publicitaria en la antesala del consultorio del doctor Román en espera de ser atendido por éste. Extrajo del interior de su saco un cigarrillo y lo sostuvo con los dientes, mientras su mano hurgaba en el bolsillo del pantalón. Había olvidado los cerillos, qué calamidad. Con un mohín de disgusto, metió el cigarro en la cajetilla y prosiguió hojeando la revista.

Aún no estaba muy convencido de confiarle su intimidad a un extraño, pero ya estaba allí, por consejo de un buen amigo, y no iba a marcharse precisamente cuando el último paciente de ese medio día estaba despidiéndose. Con una sonrisa amable, el médico lo invitó a pasar señalándole el diván.

—Adelante. Haga el favor de recostarse.

Felipe se tendió en el diván y el médico se acomodó en su sillón ejecutivo cerca del paciente.

—Vamos a ver, ¿qué es lo que le sucede?

—Algo terrible, doctor —dijo él, y sus manos comenzaron a temblar—. Desde hace algunos años sufro de constantes pesadillas. Apenas pongo la cabeza sobre la almohada y cierro los ojos, caigo en un sueño profundo que me conduce a donde ellos me esperan para llevarme a esos sitios de insospechado terror.

—¿A qué se dedica usted, Felipe?

—Soy corrector de estilo y trabajo para una editorial.

—¿Es casado, soltero…? —interrumpió.

Soltero —se asintió a sí mismo.

—Bien. ¿Quiere hablarme de esas pesadillas?

Tras una larga pausa se decidió a hablar y conforme le relataba sus increíbles sucesos, el temblor de sus manos se confundía con los enérgicos golpes de su corazón.

—Tranquilícese. Respire profundo, muy profundo, y mantenga las manos quietas. Ahora hábleme de su niñez, de su adolescencia, de sus padres. De todo. Cualquier detalle, por insignificante que parezca, podría alivianar su problema, aunque el propósito es resolverlo, desde luego.

Felipe se preguntaba qué rayos podía importarle su vida al terapeuta si, en su opinión, no había en ella absolutamente nada que tuviese relación con sus pesadillas; no obstante, le contó entre pausas lo que pudo armar en semejante estado de nerviosismo. Por su parte, el doctor se reclinó en el respaldo del sillón y apoyó los brazos en las coderas sin dejar de observarle, reflexionando en lo que iba a decirle.

—Veamos. Por lo pronto, escribirá usted todo lo que consiga recordar, sea o no agradable y sin importar la hora. Para tal efecto, pondrá encima del buró de su cama o bajo la almohada, si es preciso, un bloc de notas y un bolígrafo para que en el momento justo anote lo que sea necesario. Ni siquiera abra los ojos. En cuanto su conciencia emerja a la realidad, busque la libreta y escriba todo lo que pueda sin pérdida de tiempo, ya que los fragmentos del sueño a menudo terminan por esconderse en el subconsciente. ¿Me explico?

—No estoy muy seguro. ¿Qué sentido tiene anotar lo que me produce tanto horror?

—Todo tiene sentido, Felipe. Los sueños como el suyo suelen tener mucha fuerza; por ello es conveniente encontrar lo que esas pesadillas quieren revelar para estar en posibilidad de hacerles frente. Por ese motivo le he pedido que lo escriba. Además, debería citarlo por lo menos dos veces por semana pero esto requiere de tiempo. Venga a verme dentro de 15 días y haga en ese lapso las anotaciones que le sea posible.

—Así lo haré —se levantó del diván y le ofreció su mano.

—Trate de relajarse y no pensar en lo que le sucede —recomendó, estrechándole la mano.

—Gracias, doctor. Hasta entonces.

Abandonó el consultorio pasadas las 12. Había tanto tráfico a esa hora del día que le era insufrible volver a la oficina, por lo que decidió tomarse la tarde libre después de una noche de vigilia huyendo de sus espantosas vivencias. Cuando llegó a su apartamento arrojó sobre el sofá la pequeña maleta que contenía documentos personales y algunos libros y fue a la cocina a prepararse algo ligero para dedicarse después a hacer correcciones a uno de los textos que había llevado consigo.

Antes de ir a la cama, se metió a la regadera. El chorro del agua resbalando por su cuerpo le produjo una agradable sensación que lo llevó a pensar en su reciente entrevista con el doctor Román. Dudaba de los beneficios que el simple hecho de escribir sus experiencias oníricas pudiese aportarle; sin embargo, nada perdía con intentarlo aunque eso significara revivir sus miedos cada vez que leyera lo escrito, si es que se atrevía a hacerlo.

El momento había llegado. Ya en la cama, se cercioró de que la libretita y el bolígrafo estuviesen visibles para transcribir lo que ocurriera en esa ocasión. Apagó la luz de la lámpara y cerró los ojos resignado a que los entes de las tinieblas acudieran a su encuentro y se le fueran encima con todo su peso, oprimiéndole el corazón y los pulmones.

Extrañamente, desde esa ocasión los espectros se mantuvieron alejados de sus sueños por espacio de una semana, de tal modo que llegó a pensar en la maravillosa probabilidad de que hubiesen huido para siempre, hasta que una noche, creyéndose liberado al fin, un sudor frío lo sacudió de pies a cabeza al presentir de nuevo la pesadez en su pecho. Acto seguido, su conciencia fue alejándose lentamente de la realidad para confundirse en una niebla espesa y húmeda dentro de ese plano incomprensible donde su alma sería arrastrada al oscuro y complejo mundo inferior. La presión se hacía cada vez más y más aguda, y a pesar de la impotencia para conducirse dentro de su remolino de pavor, sabía que de un momento a otro finalizaría el tormento; sólo tenía que desearlo ardientemente hasta conseguir despertarse antes de que el corazón se le detuviera. Cerca de la madrugada, trémulo y sudoroso abrió los ojos, y como un autómata, encendió la lámpara y comenzó a garabatear sin descanso, como si una fuerza sobrenatural lo empujara a deslizar sus dedos sobre el papel al punto de sentir dolor en sus articulaciones. Después volvió a quedar profundamente dormido.

Cuando los primeros rayos solares traspasaron las blancas cortinas, pudo darse cuenta de que no había escrito nada en realidad, que lo plasmado en el papel era tan sólo una serie de líneas que denotaban la convulsión de sus manos. Ante ese hecho, decidió no indagar para no agregarse un motivo más de desasosiego, simplemente se dedicó a repetir la operación durante las noches siguientes, pero el resultado fue el mismo. Sospechando que tal vez no estaba haciendo lo correcto y que la clave podía estar precisamente en las indicaciones del terapeuta, le llamó para comentarle sobre los extraños signos, y éste, sin dejarle entrever su preocupación, se limitó a recordarle la forma en que debía hacer sus anotaciones, subrayando que debía transcribir sin abrir los ojos.

Por la mañana se levantó con el propósito de ahuyentar sus temores y permitirse el beneficio de confiar un poco en los consejos del doctor Román, tratando de concentrarse en sus tareas sin pensar en nada que tuviese relación con su problema durante las horas que permaneciera en la editorial. Por cierto, estaba muy retrasado en la corrección de sus textos, precisamente la de ese libro que debía haber entregado para su edición desde la semana anterior.

—Siempre es lo mismo pero narrado de distinta manera —murmuró desdeñoso—. Ya no hay imaginación. Lo increíble es que los premian, ¿pero qué hay detrás de cada premio? Bueno, qué se le va a hacer.

Debido a que el día estaba yéndose, concluyó que podía continuar en casa donde seguramente volvería a afrontar la fría soledad de su habitación. Intuía además que al mirar la libreta sobre el buró, no podría evitar que la angustia invadiera su ser a pesar de su propósito inicial. Temía encontrarse con los mismos trazos epilépticos carentes de letras danzando en el cuaderno, pero se llevó una gran sorpresa pues lo ocurrido a través de las tres últimas noches estaba ahí como una copia fiel de sus vivencias, y algo más curioso aún: había advertido, luego de leer con detenimiento desde el principio, que esos relatos estaban perfectamente estructurados no obstante haberlos realizado en momentos en los que su mente se hallaba totalmente influenciada por el miedo. Todos los hilos estaban cuidadosamente atados sin faltarles ni sobrarles elementos. Después de todo, ese detalle no le era tan ajeno dada su condición de corrector de estilo.

Surgió entonces la idea. ¿Por qué no? —se cuestionó maliciosamente, apartando el bloc para ir a la cocina—. Si durante tantos años le habían atormentado robándole la cordura y el placer de disfrutar de una sola noche de tranquilidad, debía desafiarlos y sacar provecho de esas fantasmales experiencias. Por otra parte, siempre había pensado que su vida necesitaba un cambio drástico y ahora se le ofrecía la oportunidad no sólo de cambiar, sino también de soñar como nunca se lo había permitido a sí mismo.

—Si a otros los premian por menos, ¿por qué este pobre sujeto perdido en el anonimato no habría de aspirar a las alturas? Pues bien, esta noche seré yo quien vaya a su encuentro y aguardaré su llegada. Iré hasta donde quieran llevarme sin oponer resistencia. No tendré miedo. ¡No, señor! —aseguró, entreteniéndose en untar mantequilla a un par de rebanadas de pan que previamente había metido al tostador—. Despertaré cuando me lo proponga y reproduciré fielmente cada pasaje, cada escena, cada alarido que escape de mi garganta.

Con ese pensamiento, terminó de cenar y continuó sus correcciones sin percibir el paso de las horas. El reloj de pared marcaba ya las 2 de la mañana y los ruidos nocturnos habían disminuido. Finalmente fue a meterse bajo las sábanas, colocó las manos sobre el pecho entrelazando los dedos y se volvió por último a mirar la libreta.

Conocía perfectamente lo que vendría cuando las tinieblas de la noche envolvieran su conciencia: primero caería en un pesado letargo y después sentiría la opresión en el pecho amenazando con asfixiarlo.

Enseguida, unos seres grotescamente encorvados fueron a su encuentro extendiendo las manos, mientras que a sus espaldas y a sus costados surgían otros grupos cercándolo, acorralándolo, dispuestos a arrebatarle el último aliento. De pronto, desde lo más recóndito de su conciencia surgió una voz alertadora instándolo a regresar, pero uno de ellos había penetrado ya en su cuerpo obligándolo a mantener brazos y piernas inertes. Con el semblante desencajado, intentó evadirse pero todo esfuerzo resultó inútil pues se hallaba completamente rígido. Quiso gritar y su garganta no emitió sonido alguno; un nuevo intento y otro más hasta que mediante un esfuerzo supremo logró echar de su cuerpo al maléfico ser que, estallando en una escandalosa carcajada, se alejó inmediatamente seguido de los demás para desaparecer por una hendidura en el tiempo.

A pesar de su ansiedad, se mantuvo firme en su decisión, así que, armándose de valor y una vez que reprodujo lo escrito en breves episodios, se lo presentó a Pablo, el jefe de edición, quien, tras haberlo leído en su totalidad, al cabo de dos días lo llamó a su oficina. Estando de pie y conteniendo la respiración, aguardó inquieto el veredicto pero la franca sonrisa del editor le indicó que no se había equivocado al poner en marcha su plan. Bien valían la pena las incontables noches de sacrificio a cambio de la posibilidad de saborear la fama.

—Me dejas perplejo —le comentó al fin—; son geniales estos relatos. Pero, hombre, no te pedí ver al psiquiatra para que te hicieras escritor sino para que recibieras ayuda profesional, querido amigo.

—Ya lo sé. Pero nada pierdo con probar suerte en la literatura. Lo peor que podría suceder es que terminara loco, si no es que ya lo estoy.

Pablo sonrió divertido, le miró unos instantes y volvió a centrar su atención en la lectura del último relato.

Debo confesarte que hubo un momento en que se me puso la piel de gallina. De verdad que me has sorprendido, Felipe. Ya lo he comentado con nuestro director y estoy en espera de su respuesta que, de ser positiva, haríamos una primera edición de tres mil ejemplares, y, de acuerdo al comportamiento del público lector, estaríamos pensando en una segunda edición de mayor volumen. Como puedes ver, lo he planeado de antemano y casi puedo jurar que será un éxito rotundo.

—Lo será cuando vivan mis historias y penetre en cada una de sus células el terror del protagonista —afirmó, introduciendo su mano en la bolsa interior del saco en busca de la cajetilla de cigarros.

—Bueno, pues veamos qué decide el director. Entre tanto, sigue escribiendo pero sin descuidar tus sesiones psiquiátricas, ¿eh?

—De acuerdo, visitaré al doctor en la primera oportunidad —encendió un cigarro y se levantó de su asiento con la intención de marcharse.

—Eso espero.

Pablo tampoco se había equivocado en sus apreciaciones, ya que el director, confiando en su vasta experiencia, aprobó la edición, en el transcurso de la cual, Felipe se había dedicado a incitar sus pesadillas olvidándose de las recomendaciones de Pablo y hasta las del propio médico; inclusive, de acudir nuevamente a su consultorio al cumplirse los 15 días después de la primera entrevista. Ahora se hallaba exaltado al vislumbrar los primeros fulgores de la fama.

La originalidad de sus relatos tuvo sus frutos en cuanto los ejemplares fueron publicados, primero en la ciudad y posteriormente en el interior del país. Por esas fechas, casualmente llegó a manos del doctor Román uno de los textos, en cuya contraportada aparecía el rostro de Felipe. Un extraño malestar lo invadió al leer por segunda ocasión el nombre del autor y mirar de nuevo su cara. El no olvidaba jamás a sus pacientes aunque éstos buscaran su ayuda una sola vez y luego no volviese a verlos más. Era en realidad un libro pequeño, ya que constaba de diez cuartillas que podían leerse de un tirón, y esa tarde se dio a la tarea de leerlo con detenimiento pensando en llamar más tarde a su singular paciente.

—Eso podría dañarlo seriamente provocándole un desajuste emocional peligroso —le dijo en tono grave—. Tenga cuidado con lo que hace, Felipe.

—No hay de qué preocuparse, ya se lo dije. He aprendido a vivir con mis pesadillas, son parte de mí, ¿comprende? —encendió un cigarro y aspiró distraídamente el hilillo del humo.

—Ese es el inconveniente, que crea que son parte suya y que puede dominarlas.

—Le repito, doctor, que no hay nada que temer. Me siento mejor que nunca. Se lo aseguro.

—¿Mejor? —movió negativamente la cabeza, sujetando nervioso el auricular—. ¿Pero es que no se ha mirado al espejo, hombre? Estoy observando ahora mismo su fotografía; tiene usted hundidos los ojos tras de esas profundas ojeras que se extienden hacia los pómulos. Luce usted muy flaco. Y qué decir de su extremada palidez… En fin, si no hay forma de convencerlo, sólo me queda reiterarle que estaré a sus órdenes. No dude en llamarme si me necesita.

—Gracias por su preocupación. Lo tomaré en cuenta.

Para Felipe, aquella edición significaba escalar el primer peldaño y aunque estaba consciente de que ascender a los siguientes implicaba un enorme desgaste físico y mental, como le advirtiera el médico, nada iba a detenerlo. Así, impregnado del engañoso placer de verse asediado por la prensa y sus lectores, continuó sus recorridos nocturnos en pos de nuevos sucesos para nutrir sus relatos, aunque para conseguirlo tuviera que cruzar, cada noche, el puente hacia lo desconocido.

Muy pronto sus textos eran leídos en todo el país y algunos otros de habla hispana, y, tiempo más tarde, traducidos a varios idiomas y llevados a la pantalla grande. Sin duda, pisaba ya las puertas de la fama; un salto más y alcanzaría la cumbre.

El triunfo definitivo y tan largamente esperado estaba por llegar. Pablo le había confesado que se estaba preparando un magnífico evento para fechas próximas, y que se rumoraba entre el medio literario, incluso el mismo director de la editorial lo había insinuado, que probablemente se le nominara para La pluma dorada, la mayor presea otorgada al libro de mayor venta en el año. Y un jueves por la mañana se lo confirmó. La feliz noticia fue para Felipe como un merecido pago a sus sufrimientos, con lo cual se vio comprometido a ir más allá de lo permitido en sus pesadillas, desafiando al subconsciente.

Tu presentación será mañana viernes a las 8 de la mañana, por favor, sé puntual, ya que asistirá lo más selecto del mundo literario. Por lo tanto, es importante que prepares algo especial —le aconsejó Pablo—, algo impactante relacionado con tu oscura fuente de inspiración. Ya es hora de que tu público sepa de dónde provienen tus increíbles relatos y lo que has pasado para llegar a la cima.

Pero Felipe se sentía incapaz de escribir nada que no hubiese surgido de sus nocturnales viajes; por lo que, buscando una vez más el estímulo para su imaginación, esa noche antes de acostarse estuvo fumando un cigarrillo tras otro y bebiendo ron hasta la última gota que quedaba en la botella. En tales condiciones, la espera fue cuestión de unos cuantos minutos porque enseguida la luz de su conciencia fue extinguiéndose lentamente mientras su cuerpo se adentraba en un universo lúgubre, reducido a un espacio perimetral de escasos centímetros cuadrados en el que, de un momento a otro, se consumiría el oxígeno.

—¿Qué está pasando? No entiendo —murmuró sacudido por el pánico—. Esto no me había ocurrido antes… Me falta el aire, siento que voy a asfixiarme. ¡Cuánta oscuridad! Tengo el extraño presentimiento de que algo cruel caerá sobre mí. Debo despertar y olvidarme para siempre de este estúpido juego.

Dicho lo anterior, inesperadamente el breve espacio se abrió hacia sus cuatro puntos, dejándose escuchar un murmullo incomprensible que gradualmente fue acrecentándose. Ahí estaban de nuevo y tal parecía que se hubiesen multiplicado; eran demasiados y Felipe lo había advertido en virtud de los años en que a fuerza de verles se había familiarizado con aquellos que invariablemente le salían al paso en cuanto ingresaba en sus dominios.

—Insensato —gruñó uno de ellos, el que parecía ser el líder—, ¿qué te hace pensar que estás dormido? Mira a tu alrededor.

—¡No puede ser, estoy en mi habitación! Quiere decir que estoy despierto. Sí, eso es. ¡Fuera de aquí, malditos! —les gritó sin darse cuenta de que sólo había emitido un débil gemido que no trascendió más allá de sus propias pulsaciones, en tanto que el infernal espectro estallaba en una carcajada que, unida al estridente ruido de las demás voces, penetró en sus oídos lacerándole los tímpanos.

—Pronto te convencerás de que ya no perteneces a este plano terrenal. Pagarás caro tu osadía vagando indefinidamente en una abismal negrura sin fin.

Cuando el reloj marcaba las 8:30 de la mañana, la puerta de la alcoba se abrió lentamente para dar paso a Pablo que, preocupado por su tardanza, había ido a buscarle.

—¿Felipe? ¿Dónde rayos te has metido?

—¡Aquí estoy! ¿No me ves?

—Sólo espero que no hayas tenido un accidente —giró sobre sus talones y salió de la habitación apresuradamente.

—¡Espera, Pablo, no te vayas! ¡No me dejes aquí, por Dios!


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THIARA MONTESINOS es una autora mexicana
thiara85(at)yahoo.com

* ILUSTRACIÓN RELATO:
Fotografía por Pedro M. Martínez ©)