Sirenita

Pídele al mar una historia

Presentación

Proponemos a nuestros lectores/colaboradores una nueva experiencia creativa.

Imagina que estás frente al mar. El mar es como tú quieras, en calma o violentamente encrespado, azul o verde al medio día, plateado al amanecer, violeta al poniente, o misteriosamente cárdeno, con la luna rielando desde lo alto, en la noche.

Puede hacer sol o estar encapotado o con densas nubes de tormenta, puede rugir o susurrar en tus oídos. Es tu mar y tu entorno.

Cuando lo hayas visualizado, imagina que ese mar deja a tus pies algo, cualquier cosa, un objeto, un resto, un ser animado o inanimado, real o fantástico. Es la ofrenda que te hace el mar para que nos cuentes una historia sobre aquello que ha sacado a la superficie para que lo dotes de vida propia.



Nota:
Aunque fundamentalmente esperamos colaboraciones en forma de relatos breves,
como es habitual en esta sección, también los podéis acompañar, si os animáis a ello,
de una imagen o dibujo propio sobre el mar que hayáis visualizado.


AUTORES PUBLICADOS

Carmen López León l M.ª del Carmen Guzmán l Gerardo Hernández l Mary Carmen l Mónica M. Volpini Camerlinckx l Marsares l Pedro Pleite l Vicente Vásquez -Chente- l Mario Santiago l Silvio H. Coppola l Virginia Bintz l José Romero P.Seguín l Sofía Campo Diví l Aster Navas l Susana Ruvalcaba l María A. Moreno Mulas l Ángeles Charlyne l María l Issa Martínez l Pilar Galindo Salmerón l Janine Puig Poisson l Omar Rojas l Rosa l Pilar Moreno Wallace l Laura H. Soler l Laura Galindo Martín



Alquimia

Durante toda la noche se escuchó al mar desafiando bravamente al acantilado. En la batalla, acometía una y otra vez contra las rocas y se estrellaba en sus cortantes aristas dejándolas más desgarradas si cabe, retirándose tras cada embate con regueros verdes coronados de espuma.

Al amanecer había comprendido que, de nuevo, había perdido el combate y se mostraba calmo, agotado y sereno, como una lámina de plata rindiéndose ante la brava muralla del tómbolo que comunica el pueblo con el castillo fortaleza de un viejo y loco Papa medieval.

Los primeros rayos del sol que asomaba en el horizonte iluminaron un objeto depositado sobre una pequeña plataforma rocosa. D. Luís Arnau, el viejo farmacéutico, lo vio brillar desde la ventana de la rebotica, como haciéndole un guiño cómplice.

—Anda, Micalet, ¿que no ves aquello que reluce?, bájate enseguida y me lo traes, ya estás corriendo. Y el mancebo salió a escape.

Cuando lo tuvo entre las manos, D. Luís apreció que el pomo azul estaba tallado de una pieza y que contenía alguna sustancia al parecer oleosa bajo su cierre lacrado que había evitado la entrada de agua.

Le dio vueltas y más vueltas sin atreverse a abrirlo y sin poder tampoco depositarlo sobre el banco del laboratorio, desprendía una curiosa energía que se trasmitía a su manos y desde ellas ascendía hacia los centros vitales, el corazón parecía bombear más aprisa, el cerebro se activaba sugiriendo imágenes brillantes y hasta las cansadas piernas del anciano recuperaban agilidad y abandonaban la rigidez artrósica de los años.

***********

—Arnau, el Santo Padre espera.

—Ya sé, Monseñor pero ha hecho falta aguardar siete lunas a que acabara la decantación de la piedra y siete lunas más para disolver los simples, y la conjunción de Marte con Saturno para enfriar el compuesto.

—Vamos, Arnau, el Santo Padre sabe de tus tratos con el Maligno y más te vale que unas gotas de eso que guarda tu redoma de lapislázuli renueve sus energías o purgarás tu excomunión en el castillo hasta que vayas a reunirte con tu señor en los infiernos.

—Mi único señor es el Rey de Aragón, Jaume II —responde altivo Arnau.

Las escaleras de piedra iluminadas por las antorchas terminan en un angosto pasadizo, por encima de ellas el mar resuena con eco fantasmal. Allá en el castillo hay una sala con tapices en púrpura y las armas papales destacan en azur. El Papa Pedro de Luna, autoproclamado Benedicto XIII, agotado en su inútil batalla contra los del Concilio de Pisa, descansa en un sitial.

Unas gotas bastan en la copa de vino del Papa y la lucidez de su mente y la energía de sus miembros le hacen retomar sus escritos, reclamar a gritos a sus soldados y colmar de bendiciones a su médico personal.

Arnau de Vilanova, el alquimista sonríe indiferente a los halagos, él conoce que el fin del mundo está próximo según sus cálculos.

********


D. Luis Arnau ha descifrado el contenido del frasco, es fácil determinar una sencilla composición de mercuriales y aromáticas de la sierra del Maestrat.

Los turistas se agolpan en la botica donde Micalet no da abasto para despachar el «Elixir del Papa Luna según la antiquísima fórmula magistral de Arnau de Vilanova el insigne médico valenciano.» Se presenta en frasquitos de vidrio azul de caprichosas formas. Se administra en gotas.

D. Luis sonríe complacido y agradece el golpe de fortuna que el mar le ha ofrecido en nombre de su antepasado más ilustre.

Carmen López


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Naufragio

La ola dejó a nuestros pies una botella, el único resto del naufragio. Desde la playa contemplamos impotentes el hundimiento del barco, un espectáculo digno de una película de acción. No hubo desgracias personales porque el salvamento se realizó con eficiencia, y además, el mar, aquella mañana de verano, estaba en calma. Vimos helicópteros y lanchas de salvamento acercarse al barco mientras los marineros bajaban por las maromas o subían por los arneses colgantes de las máquinas voladoras.

Cuando la última barca atracó en la arena, todos, niños y mayores prorrumpimos en un aplauso unánime. La Guardia Civil, las autoridades, todo el mundo abrazaba a los náufragos que tiritaban de frío a pesar del calor.

Un marinero de aspecto robusto, descalzo y semidesnudo, se agachó sobre la arena como si quisiera rezar al estilo islámico, pero sorpresivamente recogió la botella, le quitó el tapón, se la llevó a la nariz, y poniéndola ante el Sol para verla al trasluz, exclamó con alegría:

«!Gracias, Dios mío, por haber salvado mi botella de ron!».


M.ª del Carmen Guzmán · estaguas [at] hotmail.com

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La caracola

Caminando un día por una playa virgen encontré una hermosa caracola. Era verano y el mar, tranquilo y cálido, rozaba con su labio de agua la nacarada caracola depositada a la orilla de la arena por la naturaleza. Mojada de mar, el sol la hacía brillar como una aparición, como una mensajera de sugerencias que obligaba a centrar en ella la mirada al paisaje marino, componiendo una escena de evocación y misterio.

Tuve el impulso de recogerla, de quitársela a la playa, pero por un momento imaginé la soledad de la arena y el agua, y me contuve. Era como robarle a la naturaleza aquella escena, aquella historia que parecía querer contarse desde el hueco de la caracola. La tomé entre mis manos y la llevé al oído. Una voz de mar profundo me susurró su leyenda: había vivido en la oscuridad de una cueva submarina y apenas entreveía la claridad del sol al mediodía. Una vez pasó por allí un cangrejo ermitaño, de esos que caminan esgrimiendo una gran pinza, y se introdujo en ella apropiándosela como refugio. Entonces, arrastrándose, arrastrándola, emprendió el camino hacia la orilla. La luz creciente la fascinaba, llenando su concha de bellas irisaciones que nunca había contemplado en la penumbra de su retiro en la cueva. Una vez en la arena, fuera del agua, el cangrejo la abandonó y se alejó arrastrándose por la orilla... No le volvió a ver... quizás volvió al mar... quizás se apropió de otra caracola. Ella se quedó allí, extasiada de la belleza de la luz, de la blancura de la arena, del azul del mar que por primera vez veía desde afuera. Y se alegró de que el cangrejo se hubiera ido; no le gustaba su caparazón áspero y opaco, su pinza amenazante, su posesión ciega, sus ojos pequeños, su cobardía. Todo esto me dijo susurrando la caracola.

La dejé otra vez sobre la arena mientras experimentaba una sensación de inquietud y tristeza por su destino. Era intensamente hermosa y fascinante, pero su sitio estaba allí, en la playa; no debía llevármela; aunque quizás fuera de nuevo apropiada por otro cangrejo que la arrastraría otra vez al fondo del mar, que la abandonaría otra vez en la tenue soledad. O quizás, permaneciendo sola en la playa, el mar de invierno con sus olas violentas acabara rompiéndola en mil pedazos contra las rocas del fondo; o tal vez, otro caminante como yo decidiera robarla sin escrúpulos para su exclusivo deleite, y al final terminara olvidada en alguna vitrina de una casa cualquiera.

La caracola estaba condenada antes o después, lo sabía, y nunca volvería a brillar de aquella mágica manera, en aquella escena de playa, mar azul y verano. Pero no sería yo el que la arrebatara ahora de aquella plenitud. Allí la dejé, después de admirarla largo rato. Y cuando me fui, sabía que iba a perdurar en mi interior durante mucho tiempo, a salvo de las manos del azar y de los mares de invierno, mientras siguiera viva esa otra caracola mía de la evocación, con su voz de luz y sueños, con su fantasía de playas vírgenes e historias imposibles.


Gerardo Hernández · gerar191 [at] hotmail.com

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Sueño de mar

Cerca de la madrugada, caminaba sin prisas, escuchando el susurro imposible de pequeñas olas que la llamaban como meciendo su sueño.

Los pies descalzos sobre la arena, las manos tibias en los bolsillos, el pelo al viento, como siempre, y la mente, alejada del cuerpo, volando en otro cielo.

Era un buen momento para deshacerse del pasado, de un equipaje cargado de recuerdos que no parecían ser suyos, y era, sin duda, el mejor momento para no pensar en el futuro… para recoger el sueño que le regalaba el mar.

Sólo es hoy, hoy y nada más, aunque su sueño jamás se realice… Cerca del mar, decir su nombre al compás de la espuma, le permitía anclarse al presente, a la mirada, al gesto, a la palabra, al beso, a la caricia… No hay nada más, pero es mucho… Le cuenta su secreto al mar, su cuento de hadas, su imposible. Y esta playa de medianoche, esta luna de abril, le devuelven la sonrisa inmaculada de la infancia.

—¿Sabes que el mar es maravilloso? —de repente, él me regala su voz, una vez más, y me instala en medio de ese otro cielo que es tu cielo y, mientras miro la luna que tú miras, me convierto en otra que quiero ser y no soy… Como el mar, que quiere ser playa y quiere ser canción y quiere ser madre y quiere ser amante y te regala este susurro suave que se atreve a hacer posible un sueño y te deja seguir acariciando su orilla con los pies desnudos… Tal vez un mensaje en una botella te traiga las letras de su nombre o el aroma de sus manos… ¡Quién sabe...! El mar ya sabe tu secreto, lo acuna y lo recrea y te acerca más al sueño, lo hace claro como la espuma, lo hace real sin serlo mientras, cerca de la madrugada, una mujer sin pasado, camina por la playa desierta y no quiere despertar.


Mary Carmen · ruizdobado [at] wanadoo.es

Flecha hacia arriba


MAR ROJO

Para qué pedirle al mar una historia más, si mi alma está repleta de ellas.

Lo miro y me da escalofríos.

Trato de amarlo pero se lo ve tan rebelde y tan lleno de vida que debo mirar hacia otro lado.

Todos me tratan de loca.

Dicen que es una palangana llena de sangre.

Es porque ellos no saben mirar en la profundidad del agua.

Como si nadie les hubiese dicho nunca que existe un mar rojo, como éste.

Está decidido: para ellos serán los restos de un hijo que no pudo venir, por más que fue deseado con locura. Y le pondrán nombres tontos, como placenta previa, o no sé qué.

Yo lo sigo mirando y para mí es un mar. Todo rojo y girando en círculos concéntricos que atrapan poco a poco mi cordura... ja, ja, ja... hasta que de esos círculos algo se desprende y cae a mis pies. Es el regalo que ese mar me hace por unos instantes... tiene que ver con la alegría de mi juventud. Lo veo un segundo, y después desaparece nuevamente, arrastrado por esa corriente de agua, endiabladamente roja.


Mónica M. Volpini Camerlinckx · leonyyo [at] hotmail.com

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Y llegó la ola a la orilla de la playa para depositar la gaviota que había osado penetrar en el reino del mar.

Marsares · marsares2002 [at] yahoo.com

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LA PLAYA DE OCC

—¿Sigues ahí? Estás trabajando, supongo. No quiero entretenerte.

—No, no. Ya terminamos por hoy. Estoy en el hotel, pero no puedo hablar ahora. No estoy sola. Ya te llamaré cuando pueda quedar.

Fue un instante, suficiente para notar que algo se le rompía entre las manos. No había previsto esta situación. Cortó la comunicación y su mente empezó a funcionar. Era suficiente saberse excluido de su presencia como para proseguir una conversación con respuestas evasivas o engañosas. Se cerró en su burbuja de autocompasión al igual que la carta de Laura lo fue en una botella olvidada en la playa esa misma mañana. Lo lamentó. Habría sido maravilloso que alguien no sólo leyera su contenido, sino que además ese alguien tuviera la fuerza de decir las palabras ya mojadas y posiblemente desdibujadas. Cerraría los ojos y quedaría inmóvil a su lado, sólo siendo la mínima parte de sus deseos, sólo con eso se conformaba. Notaba que ya empezaba a necesitarla, a quererla. Su proximidad sería un sueño, posiblemente un retazo de azul en el mar de la melancolía. Y en ese sueño estuvo esa mañana, caminando sobre la playa de Occ, donde el aire no era lo suficientemente frío para calmar su estado febril. Se sentía como las gaviotas que intentaban avanzar y el fuerte viento se lo impedía. Al igual que ellas gritaban en su intento, Raúl, callado y luchando contra ese mismo aire, se adentraba aun más en la playa gris, acabando por descubrir un destello de luz, producto del fuego que unos excursionistas habían dejado encendido. Llevaba en su mano, aferrada a su tristeza, la carta de Laura. Notó el calor del fuego creado en medio de la arena, al refugio de unas rocas cubiertas de un verde húmedo. No tenía interés en quedarse para consumirse en esa ni en ninguna otra hoguera. Un impulso le hace recoger una botella que han dejado abandonada. Está vacía en medio de los restos de la fiesta interrumpida. Introduce el papel causante de sus desatinos y como en un esfuerzo por alejar todo lo que siente en su interior, la lanza a una sima de espumas y algas, para que se pierda y la encuentre quien pueda vivir sin memoria ni recuerdos. Fue algo inevitable. El mar intentaba devolverla, como negando aceptar tal presente, hasta acabar rota por el infortunio, reafirmando que sólo existía un único propietario de esas palabras encerradas; aquel que mentalmente las iba repitiendo en un canto silencioso y desesperado…

Pedro Pleite · elemarpe [at] hotmail.com

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LA BOTELLA

Ayer, poco después de rayar el alba, caminaba por las negras arenas de la solitaria playa. El frío del amanecer invitaba a los bañistas a calentar sus lechos por unas horas más. Caminaba despacio, recibiendo el agua fría en mis pies descalzos y observando la belleza del paisaje circundante. Mi atención fue atraída por una botella que rodaba sobre la arena en un suave vaivén producido por las olas que, antes poderosas, llegaban a morir con pasmosa suavidad. Pensé: Una más de las tantas botellas que dejan los visitantes irresponsables que no tienen conciencia ecológica; luego sonreí y me dije, a lo mejor es una de esas míticas botellas que contienen un mensaje de auxilio o, mejor aún, una botella con el plano de un tesoro.

La curiosidad me llevó a detener su incesante movimiento, la tomé entre mis manos y la examiné. Era una botella de color plateado que no permitía ver su interior. Le quité el tapón y con asombro vi brotar una perezosa nube blanca y detrás de ella un hombrecillo que se materializó frente a mí. ¡El genio de la botella!, exclamé emocionado y por mi mente se precipitaron mil deseos que desde luego incluían poder y riquezas.

El tal genio resultó ser un tembloroso anciano de generosa barba blanca y con más arrugas que el testículo de un recién nacido. A pesar de su ancianidad, me dije, sigue siendo un genio y con más experiencia por sus largos años de vida. De inmediato lo saludé y ni lerdo ni perezoso le pedí un deseo. Me vio con tristeza y me dijo:

—«Mi eventual amo, todo se acaba en esta vida, la juventud, el poder y hasta la magia. Soy o era un genio, pero ahora soy un ente retirado; la magia que poseía ya desapareció.

Como en nuestro gremio no existe la jubilación ni un asilo para los genios retirados, después de servir por años a mi anterior amo, le solicité que por caridad me ordenara entrar en la botella y me lanzara a lo más profundo del mar y así dentro de ese refugio ocultar mi decadencia ante los ojos de los mortales. No hay nada más vergonzoso que un genio sin poderes.

Lamento haber llegado tarde a tu presencia y que tus ilusiones hayan sido vanas. No te puedo servir, pero a cambio de todos los deseos que concedí a través de los siglos, aunque tú no hayas sido uno de los beneficiarios, te pido por misericordia que me concedas un deseo».

—¿Y cuál es ese deseo? —inquirí.

—«Ordéname que de nuevo entre a la botella, tápala y luego arrójala al mar».

Por un momento me sentí poderoso. Yo, un simple mortal, concediéndole un deseo a un genio. Lo complací. Desde entonces evado cualquier botella que encuentro fuera de los bares.


Vicente Vásquez -Chente- · chentevasquez [at] hotmail.com

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Mario Santiago · tiagomarsal [at] yahoo.com

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LA LUZ DEL MAR

Cayó a mis pies la centolla. Había quedado atrapada en la red, que pusiera horizontalmente cuando bajó la marea por primera vez. Esta era la segunda. En el suelo la empujé y se movió. Derrapó enseguida hacia un pozo con agua verdosa, se zambulló y quedó quieta, confundida con el color amarronado del fondo. De ahí no iba a poder salir, pues era un hueco angosto de no más de cincuenta centímetros de largo, por otro tanto de fondo. Me acerqué entonces para tomarla y llevarla enseguida a la pequeña caldera con agua hirviendo que tenía en la playa, para echarla dentro y que se cociese enseguida, así al otro día podía venderla sin que se hubiese descompuesto.

La tomé con cuidado del espinado lomo, cuando un rayo refulgente del sol del atardecer patagónico, iluminó el mar, que de pronto tomó un color azul intenso, iridiscente, con destellos de amarillo y de dorado. La centolla también se mimetizó y había cambiado su color. La miré y vi que era hermosa. Y pequeña. No valía la pena llevarla y acabar con ese milagro. Y entonces la eché al mar.


Silvio H. Coppola · silviocoppola [at] hotmail.com

Up



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Los pies descalzos, enterrándose poquito a poco un poco más, en la arena dorada a medida que las olas llegan, acariciando con fuerza los tobillos.

El viento de primavera en mi cara, el cabello despeinado, libre, esa sensación de libertad, de plenitud, que sólo siento frente al mar...

Me cuesta creer que estas mismas olas, bellas, suaves, de espuma blanca, pueden traer a mis pies sudamericanos las mismas gotas que segaron más de ciento cincuenta mil vidas en un sólo momento, el pasado año en Sumatra con el Nsunami o Tsunami, aún no sé bien cómo se escribe. Solo sé que la naturaleza está enojada y que nos ha demostrado más de una vez que si no la respetamos, ella, tarde o temprano cobra su precio.

Mis pies están en la Pacha Mama americana, sobre el Río de la Plata, Río grande como mar, donde las antiguas tribus de este continente creían que nacía el sol.

Hoy llegan a mis pies las verdes aguas del Océano Atlántico y sus lejanas gotas que ahora son mías y de las toninas, delfines marrones de estas costas. Ayer fauces feroces devoradoras de vidas...

Pies míos, llevadme a casa con este gusto a sal en la boca, con arena entre los dedos, con un poco de viento en el alma y con el firme propósito de cuidar a mi medida de la naturaleza.


Virginia Bintz · vbintz [at] hotmail.com

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TIZNADO DE RUIDO

Salí del antro de moda atosigado por las luces y los acordes de un sonido que a esas alturas se me antojaba apocalíptico, y como tal, insoportable.

Crucé la zona asfaltada y me interné en la playa.

Una sorda sensación de hartazgo y asco me llevó a desnudarme, primero los zapatos, luego una a una las demás prendas. Lo grotesco de su rastro ladrando a mis espaldas me animaba a seguir, a no mirar atrás.

Recuerdo, con placer indescriptible, el sonido de los pasos por el suave roce de la arena bajo mis pies desnudos. Pasos que me alejaban del ruido que asolaba el corazón de la isla, e incendiaba mis sentidos hasta la locura de anestesiarlos en el sofoco de su omnipresente ceniza, convirtiéndome en un ser inasequible a cualquier atisbo de razón que no fuese su razón.

No estaba loco, ni siquiera enloquecido, sólo aturdido, pero en un grado inimaginable. Tanto que aquel caminar errabundo, con la sola intención de alejarme de un ruido que estaba en mi cabeza, era la única constante orientada que soportaba mi entendimiento.

Recuerdo que, cuando se acalló el suave ruido de la arena, sentí el penetrante y salobre tacto del agua marina, y en esa sensación el sonido de su frescura.

Supe por esas amables sensaciones que ahora el órgano vital del oído residía en todos y cada uno de los poros de mi piel. Me alegré por ello. La cordura es siempre un acontecimiento feliz en el imaginario de nuestro impreciso ánimo.

Había nacido al ruido años atrás, él fue mi alegre cordura durante todo ese tiempo, pero un día dejó de serlo, quizá sólo porque comenzó a sonar roto, y no pude proveerlo ya del ritmo necesario para hacerlo soportable.

No bien sentí el firme cobijo del agua, me dejé caer de bruces, y en la caída oí con toda claridad la caricia de su transparencia. Me dejé ir sin ruido en el leve vaivén de su ronroneo. La cabeza hundida, sólo emergía para ejecutar el vital acto de respirar.

Pensando que estaba curado, y por aquello de la certeza, tenté al oído, maldita incertidumbre que nos aboca a tan intolerables temores, y oí lo que no quería, el terrible ruido de todos los días, pero ahora sin precisión rítmica, ni orientación acústica alguna, era como si proviniese de todas las cosas y desde todos los rumbos de la isla.

En la desesperación del abatimiento mis manos arañaron la encallecida madera de una vieja barca que flotaba a la deriva, como lo hace el bondadoso náufrago que busca náufragos con los que compartir soledades. No lo pensé, no podía, mi cabeza era de la misma materia que la de la barca, me encaramé instintivamente a ella, reptando con la suave tenacidad, en la cadencia de una culebra que huye. Quien un instante antes me hubiese visto flotando sumido en el indolente abandono que adorna sólo a los ahogados, no daría crédito, pero así era, porque así lo había dispuesto mi voluntad.

Derribado luego sobre la humilde proa comencé a manotear a modo de remos, buscando internarme en aquel mar silenciado de tan reconfortables ruidos.

Cuando me extravié de las luces de la bahía me entregué a las de aquel cielo, que incendiado de luna, se perdía en el horizonte. No sé cuánto tiempo estuve a salvo. Sé, porque así lo recuerdo, que hubo un momento en el que llegué a recobrar el oído, que fui por tanto capaz de oír, y en esa sana capacidad me sentí por primera vez en tantos años, vacío de ruidos.

Tuve de nuevo esperanza, tanta que creía que me podía poner a salvo del civilizado griterío con el que unos y otros nos saludábamos en los avatares de la existencia.

Lloré feliz y oí mi llanto como la más hermosa promesa de cordura. Tanto que llegué a imaginar que la libertad era posible, que estaba en mis manos tocarla. Y lo hice, hasta que en una tregua, sentí, sobre uno de aquellos dos improvisados remos que eran mis manos, concretamente el derecho, el rudo roce de algo insólitamente redondo y áspero. Quise ignorarlo, pero su insistencia y mi curiosidad me llevaron a tocarlo, supe de ese modo que era, además, blando. Pensé en una especie de alga, en un animal marino, en el ojo extraviado de un suicida. Imaginé luego, por aquello de no inquietarme, que era el silencio de un nuevo sonido, y en ese reconocimiento quise dejarlo ir, pero su voluntad parecía ser otra, la de atarse a mis dedos, la de negarse a seguir su curso. Aquella insistencia me irritó tanto que, cerré con fuerza la mano, elevé el puño e hice el ademán de lanzarlo lejos, pero ahora aquello ya no era una bola sino una especie de lengua callosa y reblandecida que se pegaba con descaro a mi mano.

Algo, que aún hoy no sé explicar, me llevó a girar sobre mí, y acto seguido aplastar aquella presencia sobre la pálida piel de mi antebrazo izquierdo. En ese momento, testigo de ello fue la sobrecogida mirada de la luna, oí en la sombra de aquel tiznajo, su brutal alarido: largo, negro y profundo como lo penetrante de su olor. Recordé entonces el asfalto, y comprendí que definitivamente también a él lo había alcanzado la maldición del ruido.


José Romero P.Seguín · japseguin [at] hotmail.com

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Cuando desperté aquella mañana en la orilla del mar descubrí unas huellas que parecían caminar hacia las olas. La noche había sido silenciosa y si hubiera habido gente allí, me habría dado cuenta. Me pregunté de qué se trataba y no encontré respuesta. Por un instante, el que duró aquel escalofrío, creí recordar algo que había soñado hacía escasos momentos. En mi sueño creí que me había convertido en sirena, que una noche mágica de agosto se me concedía el deseo de visitar la playa. En aquella playa había encontrado una mujer que caminaba en dirección al agua, sin duda que planeaba acabar con su vida. Pero la arrastré junto a la orilla y la hice mirar al mar: «Mira que bello».

Luego desperté de mi sueño y no supe el final.

Al ver aquellas huellas no entendía nada pero al fin comprendí que durante aquella hermosa noche en que visité la playa se me concedió, en mis sueños, convertirme en una sirena que me hizo recordar que vivir es bello.


Sofía Campo Diví · scampodivi [at] hotmail.com

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NÁUFRAGOS

Para octubre, cariño, la arena había ganado metros al asfalto, había reconquistado las terrazas de las cafeterías, reclamaba los balcones de los hoteles y avanzaba ya impunemente por las aceras, jaleada por el viento y la niebla.

Cierto es que de vez en cuando el invierno inminente concedía una tregua y un inesperado viento sur traía de nuevo cielos rasos y una luz olvidada.

Aprovechaba entonces para dar largos paseos por la playa. Recorría la orilla imprecada por las gaviotas, que hasta hacía unos meses habían disputado aquel universo cambiante a una turbamulta de ridículos turistas a los que ya no recordaban. Aún no me había arrepentido. A fin de cuentas si necesitaba cualquier cosa podía siempre acercarme al centro del pueblo, una plaza portalada vigilada por el ayuntamiento: allí continuaban abiertos un par de bares, un discreto supermercado, la farmacia y el centro de salud.

Había sido un acierto —me sentía radiante, amor— alquilar aquel apartamento, refugiarme allí, romper definitivamente con Germán aquella relación patológica y tomarme unos meses para organizar la vida como si fuera una estantería, necesitada de orden y concierto.

Sí. Al principio, tesoro, agradecí mucho de aquella vida de estilita, pero poco a poco, saberme sola en aquella urbanización desolada —como si sus inquilinos hubieran huido de una epidemia incontrolable— terminó por inquietarme. Los ruidos domésticos —descorchar una botella, el goteo obsesivo de un grifo del baño, el sordo roce de la hoja del periódico entre los dedos— lejos de atenuar tanto silencio parecían agudizarlo. Por las noches, ya en la cama, el más leve rumor me hacía clavar la vista en el techo de escayola, aguzar el oído tratando de descubrir el origen de aquel imperceptible traqueteo, de ese tintineo metálico ya casi inaudible.

Fue, además, una temporada de mareas vivas y el arenal desaparecía para transformarse en un espejo. Tras la bajamar, infinidad de algas se apropiaban de la costa. Me angustiaba, su aspecto verduzco y orgánico, una suerte de vómito que convertía la playa en un lugar impracticable y cuyo hedor —créeme, vida mía— resultaba insoportable.

La naturaleza, en definitiva, me hacía sentirse como una intrusa, una forastera a la que tarde o temprano acabaría expulsando de su reino de salitre. Asediada, cercada, vigilada, hubiera jurado que bastaba asomarme a la terraza para que el fragor del oleaje se volviera, cachito, atronador y amenazante.

Cada día —al principio de una forma inconsciente, luego más deliberada— me demoraba más en el pueblo. Recorría parsimoniosamente los cuatro pasillos del supermercado o me detenía en los escasos escaparates de la zona porticada. Temerosa de iniciar el regreso, pedía otro cortado, encendía un último cigarrillo —el quinto, el último— que prolongara, cariño, al menos unos minutos la charla con el camarero, que me permitiera seguir allí, aferrada a ese paraíso bullicioso y humano que tanto echaba de menos, la inesperada música de la máquina tragaperras, los monosílabos de una partida de mus.

Tomaba después resignada el coche y me acercaba lenta y atónita hasta la casa.

La tormenta —tú tampoco podrás olvidarla— de aquella tarde me hizo por fin decidirme. Mientras la galerna peleaba por llevarse el tejado y arrancar las persianas, comprendí que había perdido la batalla. Me sorprendí llorando, gimoteando —cosita— como una niña perdida en la playa, presa del pánico entre el gentío de un parque de atracciones.

El estrépito del agua me impidió oír tus primeros timbrazos. Abrí la puerta, sintiéndome más socorrida que salvadora.

Apenas habías articulado un par de palabras en una lengua ininteligible, pero tu voz me sonó grave y modulada, reconfortante y tranquilizadora en medio de esa noche de perros. Te intuí desde la cocina, mientras te preparaba un café caliente —sin la camisa y con el pelo alborotado por la toalla, respirando todavía agitadamente- y me sentí a cubierto. Me asusté segundos después —el pantalón húmedo ciñéndote la cintura, esculpiéndote minuciosamente los glúteos— de desearte. Creí no ser la mujer que te besaba ahora apasionadamente en el espejo.

Te parecías mucho —también tenías una aparatosa cicatriz en el cuello— al individuo que ahora describían por la radio, un preso muy peligroso fugado esa misma mañana del cercano penal de El Dueso.

Tonterías, pensé, moviendo disimuladamente el dial mientras te dejaba conquistar mi ombligo. Sólo te dejé marchar cuando llegó la primavera.


Inesperadamente.


Aster Navas · aster [at] mail.elcorreodigital.com

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OLAS Y ESPUMA

La gitana me había pronosticado un viaje al mar; dijo que el mar me traería algo. Entonces le pagué el billete que le había prometido por sus servicios y olvidé el asunto por un tiempo hasta que Ernesto llegó esa tarde, diciéndome que pasaríamos el fin de semana en la playa. Como la mujer condescendiente que he sido, acepté a pesar del poco entusiasmo que la noticia me provocaba, tal vez, a excepción de la curiosidad generada por el pronóstico de la gitana, no tenía ninguna razón que sirviera de motivo.

Llegamos el viernes a medio día a aquella playa turística; nos registramos en el mejor hotel de la zona —Ernesto jamás escatimaba cuando se trataba de su comodidad— y en cuanto deshicimos las maletas me puse el diminutamente incómodo traje de baño que él había comprado para mí.

Salimos a caminar a la playa y nos quedamos sentados; yo con la vista fija al mar, recordando la predicción de la gitana —que en principio creí tan absurda—; él se quedó bebiendo hasta que, como de costumbre, se le pasaron las copas. Poco me importó la manera en que miraba a las chicas caminando por la playa o el coqueteo desinhibido que le dedicó a la mujer que coincidió con él en la barra y que amablemente le dio el número de su habitación.

—Siempre me han dado miedo las olas —le dije.

—Será porque no sabes nadar —respondió.

—Sé nadar… pero las olas me dan miedo —repuse, pero él ya no estaba escuchando.

—Va a empezar a oscurecer —me dijo—, por qué no vas a la habitación y descansas un poco antes de ir a cenar.

—Quiero quedarme aquí —confesé, hipnotizada por el ir y venir de las olas, que habían arreciado su ritmo.

—Ve y espérame allá, no tardo en subir —insistió y obedecí.

Iba a tomar el ascensor cuando caí en la cuenta de que había olvidado preguntarle a Ernesto a qué hora debía de estar lista y regresé, entonces lo vi con la chica de la barra. No hizo falta que viera el resto, ni siquiera que lo imaginara. Lo único que hice fue volver frente a la playa y sentarme allí. Hundí la vista en el mar; sentí cómo el agua salpicaba mi rostro; escuché el paso de su música sutil; olí su sal; saboreé su fuerza.

La luz se agotó, la marea subía y de vez en cuando la espuma acariciaba mis pies desnudos sobre la arena. Miré con detalle, detenidamente, a lo largo de la playa esperando encontrar algo; algo que fuera mío; que fuera para mí. Pero el mar no me traía nada más que espuma.

Fue después del amanecer, no estoy segura de la hora, que Ernesto me encontró ahí sentada. Gritó algunos insultos, manoteó al viento y no lo vi de frente sino hasta que su mano fue a parar violentamente en mi rostro. Lo vi por un instante, me puse de pie, y mientras me sacudía con fuerza saqué de mi dedo anular el solitario de oro blanco y lo arrojé al mar. Él volvió a abofetearme, ahora con más fuerza y yo respondí con un gesto similar al que aderecé escupiendo su cara y me perdí, por unas fracciones de segundo, contemplando la saliva que resbalaba por su mejilla; saliva similar a la espuma acariciando la arena mojada. Esa fue la primera vez que sonreí sin que Ernesto me lo mandara. Inevitablemente, le di la razón a la gitana.


Susana Ruvalcaba · sulipan [at] hotmail.com

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Alquilé una casa verde enamorada de una buganvilla rosa, con balcones blancos izados sobre el mar y la montaña; velas de velero en regata. Para el mes de julio. Para María y para mí. Los planes eran perfectos: aguas color azul pavo y esmeralda. La ría. Subir y bajar. Bicicletas. Los pinos verdes, las gaviotas planeando como aviones de guerra antigua, la bruma deslizándose por los toboganes de las montañas. El desayuno completo: café y batido de fresa, escribir y leer, probarnos ropa muertas de risa. Se desbarataron. María prefirió irse a Murcia con su padre y su nueva novia. Eligió los helados y el mar cálido a las aguas multicolores y frías del Norte. No se lo reproché. Últimamente, no le reprochaba nada.

Así que allí estaba yo. En la casa verde. Con los blancos balcones izados sobre la ría. Con mi taza de café caliente, apoyada en la baranda, imaginándome muy lejos, con María. Mi joven María. Mi niña esbelta que huele a malva.

Una mañana salí a caminar por la playa y allí, semienterrado en la arena blanca, encontré un pañuelo rojo como una herida del mar. El pañuelo era pequeño, como los que se ponía María en el pelo cuando recogía su melena morena en una coleta. Lo desenterré y me lo llevé a la nariz. Aspiré el olor a sal y a mundos que quedan lejos. A amor robado y a amor prestado. A la ternura que se colaba tras una rendija de mi corazón. A reproches nunca dichos que habitaban mi alma. ¿A quién pertenecería el pañuelo rojo? Podría ser bandera de un castillo de arena. O bandera corsaria. O pañoleta de bruja. O pulsera en la muñeca de una chica joven, tan joven como mi hija.

Sólo habían pasado tres días. Y la echaba de menos dolorosamente. El teléfono reposaba en la mesita del salón. ¿María? Tienes que venir. He encontrado un pañuelo. Rojo. Parece una herida. Del mar o de una sirena. Y te echo de menos. Mucho. Con desespero. Ven.

La voz de mi hija se me antojó susurro de ola: Sí, mamá.


María Antonia Moreno Mulas · amormul35 [at]hotmail.com

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QUIEBRE

Cuando no me encuentro... trato de buscarme en otras orillas…

Se volteó como la noche, sobre la arena aún tibia, hundió los dedos penetrándola. Pensativa y distante, huyó del paisaje amarillo, para encontrase con la espuma pálida de las aguas, que merodeaban la orilla, yendo y viniendo silenciosas, provocando las formas, ensayando el adiestrado movimiento de la traición. Segura de sí se miró al espejo vidrioso. Como a una cosa rota, trató de corregir el daño, simulando pinceladas reparadoras. Las aguas del mar, retornaron revueltas. El cristal húmedo y sucio devolvió quiebres. Un rostro partido como una pieza de puzzle se le presentó... buscando la otra mitad...


Ángeles Charlyne · angelescharlyne [at] hotmail.com

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El mar me trajo una persona. La mejor persona del mundo. La creó en su interior para mí. Me la dio tal y como yo la quería. La deseaba. El mar me guiñó un ojo en forma de gigantesca ola mientras susurraba: «Impaciente». Yo sonreí y le di las gracias. El mar me había traído un amigo. El mejor amigo del mundo. El de los buenos y malos momentos. Con el que siempre puedes contar. El que nunca se olvidará de llamarte. El que no hará planes sin ti. El primero que te felicitará el día de tu cumpleaños.

Eso me trajo el mar: un amigo. De los mejores. De los de toda la vida. De los que llegan para quedarse. De los de verdad.

Me pregunté por qué en lugar de un amigo no me mandó al amor de mi vida. Me respondí que... porque quizá... era el mismo.


María · chicamist [at] yahoo.es

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Acantilados

NI HUELLA ALGUNA…

La arrojó el útero marino como si la despreciara. Ahí quedó a mis pies. La tomé de uno de sus delicados brazos y la regresé de nuevo al mar. Noté como flotaba sobre las olas y regresaba nuevamente a la playa. Volví a tomarla y arrojarla, esta vez con más fuerza para que el oleaje no la envolviera. El resultado fue el mismo y la pequeña estrella de mar volvió a encallar sobre la arena.

Me pregunté, entonces, si acaso estaba enferma. Pensé que tal vez la sabiduría de la naturaleza estaba haciendo uso de su grandeza. Me encontraba indeciso entre repetir la tarea o dejarle sobre la superficie arenosa que tal vez se convertiría en su tumba.

Decidí hacer un último esfuerzo y, esta vez, acompañé mi acción con un grito: ¡anda, tonta, vuelve al mar!

Fue inútil, la estrella volvió a quedar estancada en la arena que, debido a la caída de la tarde, se matizaba de ámbares cálidos.

Entonces la vi parada al filo del acantilado. La brisa hacia flotar sus cabellos largos y oscuros. Su mirada que intuí llena de dolor, se perdía en el horizonte. Supe lo que iba a hacer y sólo atiné a alzar mis brazos y agitarlos para llamar su atención, justo cuando saltó al mar.

Sin pensarlo corrí los pocos pasos que me separaban del océano y me clavé por debajo de una ola: nadé con todas mis fuerzas para tratar de llegar hasta ella. La distancia no era demasiada, pero la desesperación de saber que, si no se ahogaba antes, sería estrellada contra las rocas, hacía que el trecho recorrido me pareciera enorme.


Llegué agotado, casi sin aliento. Temía que si me acercaba demasiado, las olas me estrellarían a mí también contra las rocas. Entonces la vi flotando… Sin piedad, las olas la arrojaban hacia todos lados; pude ver una herida sobre su frente que las olas enjugaban constantemente. Como pude llegué hasta ella y, haciendo tremendo esfuerzo, logré regresar con ella hasta la playa.

De nada sirvió, estaba muerta: a su lado se encontraba la estrella de mar y, toda mi impotencia masculina manifiesta con las lágrimas que, desde mi rostro, escurrían hasta la humedad de la arena, sin dejar huella alguna…

Issa Martínez Ll. · ceramica65 [at] yahoo.es

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MENSAJE EN UNA BOTELLA

Me gusta mucho el mar. No, rectifico, necesito el mar. Pero no los puertos; esos lugares donde se hace prisioneros a los barcos, sujetándolos con nudos y sogas, para que no huyan. No, eso es un torpe remedo de la mar. Yo necesito ver las olas arrastrarse hasta la arena en los días de calma, o romper estrepitosamente contra las rocas cuando el viento las irrita. Yo puedo dejar morir el tiempo mirando cómo las ondas se persiguen incansables, cómo abandonan en la orilla trofeos que el mar robó, guardó en su vientre inabarcable y luego, cansado de ese peso inútil, los llevó hasta la orilla; unas veces destrozados y sucios, otras incólumes, como si los hubieran restaurado para devolverlos a la tierra.

Un atardecer de verano, sentada en la arena, miraba cómo el horizonte se incendiaba, y cómo el mar copiaba sus colores, desdibujados y cambiantes, cuando vi cabalgar sobre la espuma retazos azules y amarillos que, empujados por el levante, se acercaban a la orilla. Restos de una colchoneta —pensé— o de una balsita infantil. Después de cambiar varias veces de ola, como si tomara adrede el camino más corto, el trofeo del mar llegó a mis pies. Un trozo de plástico, de azules degradados y amarillos hirientes, un ala completa de águila caudal. ¡Pero si es la cometa del pintor!

Fede, el pintor, ocupó el pasado septiembre la casa de la torreta, vecina a la mía. El resto del verano estaba alquilada. Es una construcción antigua y señorial, rematada por un ático redondo, acristalado. Cuando llegó a la playa, Fede tenía un color blanquecino, macerado en interiores; pero pasada una semana se le veía moreno y con aires de oriundo del lugar. Quizás siempre fue así y le bastó con que el sol le quitase la careta de ciudad. Además de pintar islas, barcos, soles y niños construyendo ciudadelas de arena, al atardecer armaba su cometa, un águila con las alas extendidas, y la hacía volar más y más alta, como si pretendiera alcanzarle un lugar en el cielo. Un día, la rapaz se atascó entre las ramas de un ficus inmenso que hay en mi terraza. Fede se presentó en casa y me comunicó su apuro. Con una escalera y una escoba liberamos al ave y, de paso, charlamos un rato. Había heredado la casa de su abuela. Demasiado costosa su conservación para un sueldo de profesor, la alquilaba dos meses para, en septiembre, poder disfrutarla. Había pasado allí los veranos de su niñez y sentía cariño por la playita. Otro día, de furiosa tramontana, la cometa quedó prendida en las púas de una palmera demasiado alta. Saqué de nuevo la escalera y la escoba pero sólo conseguimos con nuestros tirones, romper el hilo que la sujetaba. El águila de plástico ascendió rápida y, empujada por una fuerza que creía propia, sobrevoló el mar y la perdimos de vista. Esa noche lloramos a la rapaz huida cenando en mi terraza. Alumbrados con dos cabos de vela nos acabamos una botella de Ribeiro y unas almejas a la marinera que son mí especialidad. También hablamos de cosas comunes y un tanto íntimas, como pasa cuando se bebe un poquito de más. Otros días paseamos, otros, fuimos de compras para sustituir la cometa perdida, y volvimos a cenar y hasta tomamos champán… Al terminar el verano no me atreví a darle mí teléfono… por sí no pensaba usarlo. Tampoco él me lo pidió…

Ahora no puedo desairar al mar que se ha tomado el trabajo de rebuscar en su interior, poner a caballo sobre las olas el trozo de cometa y hacerlo llegar hasta mis píes. Es un mensaje que no puedo ignorar. Cuando se abran las ventanas redondas de la torreta del pintor, iré hasta allí con los restos del águila caudal. Celebraremos la fidelidad del ave, la elegancia de las olas que la han traído de vuelta, nuestro propio reencuentro… Un sentimiento nacido alrededor de mares y cometas que quieren alcanzar el cielo, tiene que volar alto.

Este septiembre, obligada como estoy al mar, quizás me atreva a pedirle su teléfono al pintor, o a darle el mío. O tal vez sea él quien lo pida… Tal vez…


Pilar Galindo Salmerón · pigasa41 [at] yahoo.es

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Pídele al mar una historia, es una sección ideada y coordinada por Carmen López León (http://mural.uv.es/carlole/)

· Imagen de portada: Pedro M. Martínez © 2006. (Los derechos de las imágenes que acompañan a los textos son propiedad de sus autores).


ESTA SECCIÓN ESTUVO ABIERTA HASTA EL DÍA 26.08.2006


ANTERIORES SECCIONES PUBLICADAS DE ESCRITURA COLECTIVA:

PERSONAJES SECUNDARIOS / PINTURA VIVA / PON COLOR A LAS PALABRAS / CRUZA ESTA PUERTA Y ESCRIBE / CUÉNTANOS UN VIAJE EN... / PÓQUER LITERARIO PÍDELE AL MAR UNA HISTORIA / LA TIENDA DE ANTIGÜEDADES / ESPERANDO EN... / PRETÉRITO FUTURO: TIEMPO PARA ESCRIBIR



• Revista Almiar (2004) · Reedición de artículo: abril y octubre de 2018.


Sugerencias

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  • Créditos

    Revista Almiar (2001-2018)
    ISSN 1696-4807
    Miembro fundador de A.R.D.E.
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