relato por
Juan A. Herdi

 

A

l Niche le dolió sobremanera la muerte de Javi. Parecía haber encanecido muchísimo más. Tocaba la guitarra como los ángeles, recordó y nos volvió a repetir que había realizado con él sus mejores tonadas, tanto en la taberna de Marce como en la kera de la Dolores, donde se reunían los aficionados de verdad, los que sabían saborear un buen cante mejor que un buen vino. La vida es injusta, susurró más para sí que para nosotros, que nos habíamos reunido en casa de Javi para acompañar a los suyos.

Salvo el propio Niche, sosteníamos todos, o queríamos más bien creerlo así, que sólo Javi era responsable de su coqueteo con las drogas. Lo cierto es que, menos él, mantuvimos todos un silencio cómplice, en unos tiempos en que se impuso que todos fueran a la suya. Todos excepto el Niche. Yo se lo advertí muchas veces, me refirió mientras nos aireábamos en la calle, pero no me hizo caso, añadió con rabia contenida y más que evidente frustración. En absoluto estuvo de acuerdo conmigo cuando repetí, para paliar la culpabilidad colectiva, la mía en especial, aquello de que él solo se había metido en eso del jaco. No es el único, advirtió él, seco, irritado, la mitad de los muchachos andan enganchados, añadió. Claro que Javi no era como los demás. Tú tampoco lo eres, me dijo severo, con tono de advertencia. Él tenía la guitarra y se había empezado a ganar la vida con ella, a diferencia de los otros chavales que estábamos a verlas venir, sin nada que dilucidara nuestras perspectivas, casi todos sin trabajo, donde apenas unos pocos estudiábamos, aunque con la certeza de que nuestro futuro no iba a ser mucho mejor.

Javi era amigo mío. Y juntos habíamos empezado a revolotear por las calles de Bilbao. Recorríamos tabernas, tugurios y fondas inmundas, pero sobre todo charlábamos largo y tendido. Yo supe de sus primeros devaneos con las drogas. A mí me daban miedo, pero no le dije nada cuando comenzó a tomarlas de forma evidente. No pude menos que sentirme identificado con el Niche. Malos tiempos, susurró a mi lado, cabizbajo, desolado, herido en lo más profundo de sí. Le conocía lo bastante como para saber que de verdad lo estaba pasando mal, tanto o más que sus propios padres que se mantenían inexpresivos en la sala, con la mirada vacía, tal vez resignada.

Nos quedamos callados, mirando la oscura calle apenas iluminada por cuatro farolas medio oxidadas. Vimos entonces a las dos figuras que se acercaban. Son txukelas, dijo a nuestra espalda el Barbas, que en ese momento salía de la casa para fumarse un pito y escapar a su vez de la atmósfera sombría de dentro. Distinguí al inspector Murgaín, tan flaco y desgarbado, con esa cara triste, como de circunstancias, que siempre le acompañaba. Aunque policía, ese hombre me había comenzado a caer bien, no era como los demás, trataba a todos con cierto respeto y no a patadas. Al Niche le había ido a escuchar varias veces, yo mismo lo había visto entre las mesas, con un vaso de vino y la atención fija en el maestro, y no parecía en absoluto un txukela, nadie a su alrededor lo hubiese ni imaginado. Dicen que estaba teniendo problemas por no ir de duro, en un momento, decían, en el que todo cambiaba.

Se paró ante nosotros y mantuvo un breve silencio, como si no supiera qué decir. Su compañero, además, no parecía en absoluto cómodo y si estaba allí, sin duda era porque así se lo había mandado su jefe.

—Mateo —susurró Murgaín y entonces se abrazó con el Niche.

No era el momento, pero sin duda parecía cosa de chiste que un merchero y un policía se abrazaran como viejos amigos, como parientes incluso, y habría quien dijera que lo de la democracia iba en serio y que las cosas estaban cambiando. Pero eso de la democracia no eran cosas de las que nosotros, por lo general, hablásemos, que era cosa de los payos, decíamos, y su ley no nos incluía.

—La familia fatal, imagino —preguntó Murgaín.

—Hecha polvo.

Miró hacia mí y me saludó con un gesto de cabeza.

—Claro —exclamó—, tú lo conocías.

—Lo conocí, sí.

Murgaín se dio la vuelta y le dijo a su compañero que se quedara allí. Entró en la casa y le acompañó el Niche, mientras el otro policía parecía tenso, incómodo ante nosotros, que tampoco sabíamos cómo actuar. Qué pena, nos dijo, más por nervios y por decir algo, para que no le escociera el silencio, que por sentimiento. El Barbas se apoyó en un coche y miró al cielo, como si buscara allá arriba una explicación.

Murgaín no tardó en salir y se detuvo frente a mí.

—Cómo te van los estudios —me preguntó de pronto, como si me conociera a fondo y se preocupara por mí, con la naturalidad de quien siempre había mostrado interés por alguno de nosotros. Nos habíamos conocido en medio de nuestros devaneos callejeros, a salto de mata con la policía y más de una vez me había pillado por banda cuando me habían llevado a comisaría y me soltaba sin cargos después de una regañina.

—Bien —le dije.

—No debe de haber muchos mercheros en tu clase —comentó sin atisbo de ironía, aunque sin duda la había en sus palabras, bromeaba medio en serio de mi condición estudiantil.

—Qué va, sólo yo, también un par de gitanas.

—Eso está bien. Que estudies, digo. Ojalá más lo hicieran.

El Niche salió en ese momento. Los ojos los tenía iluminados, como si hubiera llorado o estuviese a punto de llorar. No era muy emotivo, salvo cuando cantaba, pero a todas luces la muerte de Javi le superaba. Se dirigió entonces al inspector.

—Murgaín —dijo—, debemos acabar con el jaco.

Oímos detrás de nosotros el brusco siseo del Barbas, a todas luces molesto, como si le fastidiara la petición del Niche al inspector Murgaín. Supe no obstante por dónde iban los tiros, lo que el Barbas se reprimió a decir porque no era el momento o no quisiera jaleos. Los dos policías, en todo caso, no se dieron por enterados o fingieron que no presentían lo que indicaba su chifla nada sutil, bien clara, y sin duda su visaje, ellos lo tenían delante y debieron de observar su rostro. Pero no quisieron polémicas que empañaran el luto. No eran pocos los que decían que el jaco lo distribuían los txukelas, entre los nuestros se decía que era la forma de acabar con los mercheros y con los gitanos, con los pobres en general, y se miraba hacia otra parte mientras lo vendían por la plaza Franklin o en la calle de las Cortes, pero también había escuchado en el instituto a compañeros que militaban en grupos radicales y que aseguraban que la distribución del jaco respondía a un objetivo político, arrasar con las protestas políticas de los payos, desactivar los núcleos juveniles que llevaban tiempo radicalizados y que ponían en peligro la estabilidad del país y los nuevos tiempos que, dicen, llegaban sin remedio. Pero eran cosas de las que yo, entonces, no tenía ni idea. Ni me interesaban lo más mínimo en ese momento.

—Cuidaos —dijo Murgaín.

Le dio un nuevo abrazo al Niche y me palmeó la espalda. Lo vimos alejarse por la calle y desaparecer en la noche. Gran tipo, murmuró el cantaor. Esta vez el Barbas no dijo nada, se mantuvo en silencio, apartado. Qué pena todo, pensé. Pero me mantuve callado, desolado, deseando que aquella no estuviera ocurriendo en realidad.

De aquella noche me acordé toda la vida. Pasaron años desde entonces, pero fue como un punto de inflexión, el momento en que de golpe, sin darme cuenta, me di de bruces con la vida.

 


 

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Revista Almiar (Margen Cero™) – n.º 101 – noviembre-diciembre de 2018

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