(reseña de la novela de Manuel Vilas)
por Ricardo Rodríguez Boceta

 

Ordesa es sinónimo de verdad.

Abundan, últimamente, narradores que escriben en primera persona. Ciertamente, es un acto de valentía componer una novela con la materia de la propia vida. Los caracteres de los personajes, surgidos de un mismo progenitor, suelen estar concebidos a imagen y semejanza de su creador, o ser lo opuesto, o guardar cierto parecido, o ningún parecido en absoluto. Pero cuando el protagonista es el propio autor, sin licencias literarias, sin trampantojos, la recepción del texto adquiere una fuerza inconmensurable. La ficción, entonces, es de verdad.

Más que una novela al uso parece el cuaderno de bitácora del escritor Manuel Vilas, que recoge, en un piso de la calle Ranillas, las imágenes, los hechos, los pensamientos, los recuerdos que se evocaron solos mientras la obra tomaba forma. El soplo de inspiración es tanto que la concatenación de palabras, las líneas, los párrafos y los capítulos que la conforman adquieren una belleza tal que sabe a prosa poética. De hecho, en el final, el lector encontrará varios poemas que unificarán ambos géneros, de forma explícita, en una sola composición.

Y a pesar de todo el alarde y el donaire literario, utiliza una escritura sencilla. Humilde y poderosa como las Hojas de hierba de Whitman porque Vilas, también, nos habla del hombre y lo hace en nombre del padre, del hijo y del espíritu histórico que los aúna. Algunos lectores ya habrán leído La muerte del padre de K. L. Knausgard e, ineludiblemente, pensarán en aquella cuando lean Ordesa. Se abre ante la literatura universal un nuevo y antiguo camino que han comenzado a recorrer ciertos narradores. La vasta historia de las letras ha creado personajes, modelos, tipos y máscaras; ahora los escritores valientes escriben sobre sí mismos, buscan su verdad propia e intransferible, como el pozo que busca el agua, y encuentran el fondo del lector. Patetismo, identificación, autorreferencia; lo prohibido por lo canónicamente literario, disfrazado a veces —y solamente— de poesía, se ha rasgado como un tejido incapaz de contener un cuerpo, un alma, un lenguaje demasiado grande. Es arriesgado escribir así, es sacrificar la propia carne en el asador del mundo para tocar la cota más alta, y más profunda, del ser humano. Necesaria es la maestría para sobrevivir en el intento. Por suerte para Manuel Vilas, las musas, los dioses, las neuronas, lo han acompañado.

El repentino e inesperado éxito de la novela no extraña a quien la lee. Otros grandes autores, como Cortázar en su Rayuela, aludían a una dimensión paralela de la cual provenían las ideas; reconociéndose incapaces de saber por dónde y por qué decidía el arte encaminar su propia realización. El artista resultará un transmisor, un receptor privilegiado del genio que se transmuta en una obra concreta. Y eso, cuando sucede en Ordesa, el lector lo siente como una electricidad embriagadora que lo recorre. Es entonces cuando la estética consigue dolerle y que, paradójicamente, ese padecimiento lo cure, lo reconcilie y lo guíe en el andar solitario entre la gente. Ese impulso es tan antiguo como la especie y, al parecer de Vilas, proviene de las raíces más hundidas de la humanidad, de la noche estrellada de los tiempos. Pero, por otra parte, además de emocionar, el libro consigue arrancarnos alguna risa espontánea e inteligente, como era una tónica constante en el mismísimo Cervantes, al que parafrasea en alguna ocasión.

Bécquer decía que podrá no haber poetas, pero siempre habrá poesía. Sin embargo, mientras haya escritores como Manuel Vilas, mientras se escriban libros como Ordesa, la poesía, la novela, la literatura y el arte seguirán siendo actuales.

La novela —o nivola, o novula— trata, entre muchos temas, la crítica a España. También el sentido que encontró el Barroco para explicar la épica de la muerte en cualquier vida. La familia es el único asidero, aunque ya no estuviera con nosotros, aunque yaciera bajo tierra, en una pared o en una urna de cenizas que hace tiempo esparcimos al viento; a pesar de que nunca dijimos te quiero a quienes más amábamos, que entenderemos con su ausencia lo mucho que significaron para nosotros. Los antecesores de la clase media-baja, devorados por el tiempo, y los objetos que poseemos determinan más nuestra naturaleza que las corrientes artísticas, filosóficas, religiosas o políticas. La verdad es individual y por eso las voces anónimas de todos los fantasmas que ya fueron son eternas, si empezaron no acabaron nunca y sobreviven a través y a pesar de la Historia. La vida se agarra a las personas rabiosamente y de igual modo las abandona, las iguala y las convierte en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada.

Ordesa, la niebla sobre las cumbres, provincia de Huesca: un padre ha pinchado la rueda de un Seat a finales de los sesenta y un niño observa un hotel en lontananza. El adulto quiere reservar una habitación allí al cabo de cuatro décadas, viaja con sus propios hijos, y no queda ninguna.

Cualquier lugar es el lugar de la literatura.

Ordesa es de verdad.

 

Manuel VilasManuel Vilas, OrdesaAlfaguara, 2018, 387 págs.

 


 

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ricardorodriguezboceta [at] gmail [dot] com

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 Ilustraciones artículo: (Inicio) fotografía por prettysleepy (Pixabay, CCO) · (En el texto) Manuel Vilas, By José M. Ciordia (Own work) [CC BY-SA 3.0 (https://creativecommons.org/ licenses/ by-sa/3.0)], via Wikimedia Commons.

 

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