relato por
Juan A. Gallardo Ramos

 

A Domingo López, que dibujó,
cuando se la conté, esta historia

 

E

l pobre, como la mujer del César con la honradez, tiene además que parecerlo. Ahora lo explico:

Yo sólo pensaba en tocar la guitarra y en escribir poesías, pero alrededor de estas nobles vocaciones con las que uno enfrentaba la adolescencia estaba el mundo, el mundo de los pobres para más inri, que es un mundo en el que tocar la guitarra y escribir poesías puede ser una extravagancia más o menos soportable, jamás un oficio. Nunca algo de lo que los progenitores pobres pudieran presumir:

—¿Y tu chaval, qué, a qué se dedica? Porque el mío es ya soldador profesional, o mecánico de motos.

O acaso;

—Como no valía para estudiar lo he mandado al invernadero, es muy torpe pero muy noble. El tuyo qué, dime…

Y en esas convenciones del mercado municipal donde la madre escrutaba el precio de las ciruelas o de la taberna, donde bebía el padre el vino triste de los otoños, cómo podían nuestros progenitores pobres o nuestros pobres progenitores (al gusto) contarles:

—Pues, el mayor mío se dedica a tocar la guitarra y a escribir poesías y el mellizo va por el mismo camino. El chico anda amagando arpegios en un órgano.

No se podía, ahora lo entiendo.

Contar eso a vecinos y parientes era como decirles que estaban montando, con su descendencia, un circo en el cuarto sin ascensor del barrio más tirado y más drogado de la ciudad.

Preferían la prosa:

—Ahí andan, los dos mayores parados. Y el chico veremos a ver…

A los naturales pudores de nuestros mayores, se añadía la maledicencia perversa de las tías, las besuconas tías, las cardadas tías, las tías cacatúas con sus bolsos y sus vestidos estampados, cuyos hijos eran siempre la hostia. El futuro hizo estragos, por cierto, con muchos de esos hijos y las pobres tías vivieron unas vidas de enorme tristeza. De terribles derrotas, pero esa será otra historia. En aquel momento iban ganando (0-1).

—Mi Manolito, se ha comprado un Vespino con lo que gana trabajando de pinche en un hotel durante el verano. Ahí va él, con su novia formal y todo ya.

—Pues mi Sonia, hija es que me han dicho los maestros que vale para estudiar y que hagamos lo posible porque termine una carrera. Nosotros lo vamos a intentar, porque en clase de pobres, tan mal no nos va. (Les faltaba añadir: tan mal como a ti).

¿Qué les iba a contar mi madre?

¿Qué el mayor había escrito un poema que había descubierto ella entre el desmán de papeles de su habitación y que comenzaba diciendo?:

«Mientras a lo lejos/ oculta sus ojillos colorados el topo del Oeste/ aspiro profundamente/ ¿Qué he ganado por renegar del aire?/ continúo vivo, mirad, late mi corazón/ con más fuerza si cabe/ que cuando añoraba el eco/ fraudulenta compañía que me otorgó sosiego».

No, prefería guardar silencio porque sabía que si eso se lo enseñaba a alguien, el papelito con el poema, lo primero que le iban a decir es que si el niño se drogaba.

Otra de las villanías preferidas de parientes y conocidos era indicar lugares donde se colocaban los parias.

—¡Hija pues ahora hay mucho trabajo cogiendo peras! , pero claro si en lo único que piensan esos muchachos es en guitarras…

Y allá que iba el muchacho, apremiado por las indicaciones, al campo a pedirle faena a los dueños de los árboles frutales. Había tan poca fe, tan poco convencimiento en nuestra demanda, que los capataces nos miraban con infinito desprecio, como diciendo: ¿Y este, canijo, larguirucho y lacio con ese foulard en el cuello, qué coño hará merodeando por aquí?

En otra ocasión, esta vez un tío mío, indicó a mi madre una obra, una urbanización que se empezaba a construir y en la que él sabía de buena tinta —siempre sabían las cosas— harían falta peones de albañilería. Según ellos siempre había puestos libres, pero siempre se equivocaban y siempre era mentira, era como si disfrutasen viéndonos ir y volver a aquellas falsas ofertas de empleo con los hombros caídos y las manos metidas en los bolsillos.

Y allá que iba el muchacho, otra vez sin esperanza, a la obra.

—Ve arregladito —me dijo la vieja—. Y sin foulard.

Cuando llegué a la obra llevaba una carpeta azul de cartón, dentro fotocopias del carné de identidad y del carné de paro. Me dirigí a un señor que andaba por allí y lo saludé:

—Hola, buenos días, vengo por lo de la urbanización nueva que se está construyendo, puede usted atenderme.

—Claro que sí ,me contestó aquel hombre. Y empezó a contarme las maravillas y las prestaciones modernísimas que tendría la urbanización una vez estuviese construida.

Yo atendía a todas sus explicaciones con un interés tremendo. Lo interrogaba para caerle bien. Si va a ser uno de mis jefes o superiores, me decía a mí mismo, lo mejor es que me haga coleguita suyo, así comprenderá mi torpeza con las manos y mis ensoñaciones poéticas cuando esté sonando la hormigonera y no me mandará de vuelta al paro obrero.

—¿Y tendrá entonces zonas verdes también? —y vaya si al señor le agradaban mis preguntas.

—¡Zonas verdes, dice!  Joven, este va a ser uno de los sitios más bonitos para vivir en el pueblo.

—Qué maravilla, la verdad es que tiene muy buena pinta todo.

El hombre sacó de su chaqueta un paquete de cigarrillos Malboro y me ofreció uno.

—Pues si quieres, podemos pasar a ver el piso piloto.

Y allí estuvimos haciendo la tertulia ese señor y yo durante un buen rato que duró hasta que se dispuso a enseñarme unos planos con el resto de viviendas, los pareados, los áticos…

Entonces le comenté, por fin, el motivo de mi visita.

—Bueno, estoy impresionado por todo esto, pero yo venía por si cree usted que habrá pronto trabajo aquí, de peón de albañilería, querido amigo.

El señor estaba, en ese momento, ofreciéndome otro cigarrillo Malboro y cuando me escuchó decir eso del curro y de peón de albañil, encima,  su mano actúo sobre el paquete de tabaco como un mecanismo retráctil introduciendo de nuevo el cigarro en su cajetilla.

Masculló algo como me cago en la puta, y llevo una hora contigo.

Y luego: manda cojones, trabajo de peón y viene vestido como un pimpollo, me cago en dios.

Negó tres veces, como Pedro, que hubiese siquiera esperanza de trabajo para mí en aquella obra de los cojones. (Sí, es cierto, han pasado treinta años y todavía me enfado un poco al recordarlo).

Me marché, en la primera papelera que encontré tiré todos los folletos que el encargado, comercial o lo que fuese aquel tipo me había ido regalando durante mi efímera visita.

Espachurraba los folletos y los tiraba Alguno salió volando porque hacía un viento del demonio y encima yo sin foulard.  ¡Viva usted en la zona más privilegiada de la ciudad! ¡Críe a sus niños en un ambiente excelente! ¡Urbanización privada con vigilancia las 24 horas del día, próxima construcción, un paraíso a su alcance!

Cuando subía las escaleras de la casa de mi madre, ya iba pensando en decirle que seguramente me iban a llamar. Muy pronto. Que había ido la cosa estupendamente.

Había aprendido aquel día y para siempre que en la selva del mundo laboral y como dije al principio, el pobre como la mujer del César con la decencia, tiene además que parecerlo.

 


 

Juan Antonio Gallardo Ramos«Gallardoski», nace en Huelva en 1968, aunque desde casi siempre reside en Sanlúcar de Barrameda. Escribe poemas, canciones, artículos y relatos. Ha publicado varios libros de poesía, una colección de sus artículos publicados en la prensa andaluza, unos diarios, una colección de relatos y cuatro discos. De él, de su escritura, han dicho:

· Las pequeñas historias que nos cuenta Gallardoski están llenas de amor por la vida y de amor por los demás. Su mirada se torna implacable frente a la injusticia, pero su mayor valor es la generosidad y —por qué no decirlo— la piedad (Félix Grande).

· En Gallardoski lo habitual, la rutina impertinente del día a día en un pueblo del sur, se convierte en el camino hacia la introspección, hacia la rabia, hacia la ternura, hacia la emoción, hacia la bonhomía, su principal rasgo humano y literario. Página tras página va el autor enlazando escenas mínimas que sabe convertir en universales y escenas locales que pierden las fronteras. Su pequeño teatro del mundo (Jota Siroco).

· Aquí hay un escritor que tiene mucho que decir y que sabe cómo decirlo. Lo cual ya es más que suficiente (José Manuel Caballero Bonald).

· La poesía, entre tantas alternativas, también puede ser tierra de labor. Porque, en mi opinión, ese es el arquetipo en la poesía y en la prosa de Gallardo. Si, después de conocerlas, sacan la conclusión de que se inclina más bien hacia la selva de la vida, ya no tan virgen, también estarán en lo cierto (Joaquín Márquez).

· Un estremecedor relato de la crisis escrito desde las trincheras, entre la desolación y el amor. Los cuadernos de Juan Antonio Gallardo aportan un testimonio vivo, y a la vez mortal, del largo invierno que condenó a tantos españoles a la intemperie más cruel. Un manual de supervivencia y un canto al poder curativo de la literatura, el milagro cotidiano que nos salva y nos sostiene en los peores momentos (Almudena Grandes. En Para Después del invierno; ED. EN HUIDA 2018).

ALGUNAS DE SUS OBRAS PUBLICADAS:

POESÍA

· Patrimonio, Libros del Malandar, Diputación de Cádiz (Sevilla, 2004).
· La tristeza de los días laborables, Ed. En Huida (Sevilla, 2016).
· Correspondencias, Ed. Alhulia (2018).

PROSA

· Rara avis (relatos), Ed. Atlantis (2017).
· Después del invierno, Ed. En Huida (2018).

ANTOLOGÍAS

· Poetas del extremo. Fundación Juan Ramón Jiménez. Moguer, Huelva.
· Fiesta Ultra. Ateneo de Sevilla.
· Rincón poético. Ateneo de Sanlúcar de Barrameda.

Ha colaborado en multitud de revistas, periódicos y blogs de Internet como columnista. En publicaciones del sur mantuvo una columna semanal durante una década, con distintos nombres: Mis zozobras completas, Planeta Eskoria y Confabulario.

🔗 Web: https://gallardoski.wordpress.com/

🖼 Ilustración relato: Fotografía por darkmoon1968 / Pixabay [dominio público]

 

biblioteca relato Juan Antonio Gallardo Ramos

Relatos en Margen Cero

Revista Almiar (Margen Cero™) · n.º 99 · julio-agosto de 2018

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