Crónica de un desaparecido

por Víctor Montoya

Isaac Camacho era mestizo de buen parecer; tenía estatura regular, fisonomía delgada, cabellera tendida hacia atrás, bigotes finos, ojos pardos y mirada escudriñadora. Si observamos esta fotografía, tomada en un estudio para un documento de identidad, lo primero que resalta es el brillo de sus ojos, como si quisiera comunicar algo a través de la cámara fotográfica; viste una camisa abotonada hasta el último ojal y un saco de bayeta de tierra que, en su época, era una suerte de uniforme gris que identificaba a los militantes poristas en el distrito minero de Siglo XX.

Nació en la población de Llallagua y estudió en el Instituto Americano de la ciudad de La Paz, donde se dedicó a la bohemia descuidando sus estudios, mientras su madre, por entonces la chichera más próspera del pueblo, invertía sus ganancias en el futuro de su hijo, enviándole una encomienda semanal para que viviera sin perder el orgullo ni el respeto entre quienes lo conocían. Mas él, junto a otros estudiantes frustrados, deambulaba por las cantinas periféricas de la ciudad, derrochando el dinero que recibía para el pago de las pensiones y los gastos del Instituto. Algunos dicen que se asomó a los submundos de la capital, hasta que un día, por esas extrañas casualidades del destino, se le atravesó en su vida la magnetizante personalidad de César Lora, quien lo arrancó de las garras del alcohol y lo devolvió a las minas de Siglo XX, donde fue contratado para trabajar en la mortífera sección Block-caving, negándose a sacar ventajas de su bagaje cultural.

Con el paso del tiempo, estimulado por las lecturas de los clásicos del marxismo y la férrea disciplina partidaria, se trocó en luchador indomable, en ejemplar militante revolucionario y en legítimo portavoz de los sin voz. Demostró gran capacidad en la tarea de aglutinar simpatizantes y acabó siendo uno de los cuadros visibles del movimiento sindical minero. Sin lugar a dudas, Isaac Camacho correspondía a esa categoría de hombres de espíritu rebelde, capaz de batirse palabra a palabra y mano a mano con los adversarios de las ideas revolucionarias, que él las consideraba suyas por estar entroncadas en la realidad de sus compañeros de clase, de esos mineros que arrojaban sus pulmones, trocito a trozo, en los tenebrosos socavones, de donde extraían las riquezas de la Pachamama, con la esperanza de forjar una nación más digna que la propuesta por los enemigos de la libertad y la justicia.

A mediados de 1965, desencadenada la represión por el régimen de René Barrientos Ortuño, y tras el retiro masivo de los sindicalistas de la Corporación Minera de Bolivia (COMIBOL), tanto Isaac Camacho como César Lora, en su intento de burlar la persecución y buscar un refugio seguro, abandonaron Siglo XX rumbo a la ciudad de Sucre, donde vivieron ocultos por un tiempo, hasta que el 26 de julio, al constatar que los agentes del Departamento de Investigación Criminal (D.I.C.) seguían sus huellas, decidieron retornar a Siglo XX, con el propósito de organizar los sindicatos clandestinos en el interior de la mina.

Al pasar por el valle de Huañuma, en dirección a un caserío del norte de Potosí, fueron detectados por el agente Enrique Mareño, quien, tras alquilarles una mula para cargar sus pertenencias, se encargó de delatarlos ante los organismos de represión. De ahí que el 29 de julio, en las proximidades de Sacana, a tres leguas de San Pedro de Buena Vista, sus captores, vestidos de civiles y al mando de Próspero Rojas, los aguardaban en la confluencia de los ríos Toracarí y Ventilla, para ejecutar los planes del Ministerio del Interior que, por órdenes expresas de la CIA, decidió la eliminación física del dirigente minero César Lora.

Isaac Camacho, refiriéndose a las circunstancias del crimen, relató que primero hubo un roce de palabras y después un forcejeo que culminó con el disparo de un revólver. Acto seguido, se liberó de los brazos de sus captores, buscó a su camarada en derredor y, asaltado por el pánico y la confusión, lo encontró tumbado en el suelo, la cara ensangrentada y la frente perforada por el tiro.

Por un instante, los agentes callaron y se miraron entre sí. Miraron el revólver y miraron a la víctima, entretanto Isaac Camacho, conmovido por el disparo zumbándole todavía en los oídos, se postró de rodillas junto al cuerpo que yacía sin un hálito de vida. Gimió y besó la mejilla de su inseparable compañero, a quien consideraba un caudillo con talento natural, no sólo por su extraordinaria capacidad de convocatoria, sino también por sus luminosas ideas que, convertidas en palabras certeras y acciones revolucionarias, provocaron su temprana muerte.

Cuando los agentes del gobierno se dispusieron a retirarse, Isaac Camacho se cargó de coraje y reaccionó como sacudido por una corriente eléctrica. Se puso de pie y, dirigiéndose a los asesinos, les pidió en voz alta:

—¡Mátenme a mí también, carajos!

—No tenemos órdenes —contestaron al unísono y se alejaron del lugar.

Entonces, entre el llanto brotándole del alma y el viento soplándole en la cara, quedó a solas con el cadáver, sin saber a quién pedir auxilio en un terreno desolado y baldío. Le lavó la herida en el río y lo cargó hasta San Pedro de Buena Vista, donde acudió a los campesinos para darle transitoria sepultura, apenas envuelto con frazadas y aguayos.

El pintor Miguel Alandia Pantoja, conocedor de los hechos, no dudó en tomar la paleta, el caballete y los pinceles, para plasmar su inquietante idea sobre el lienzo, a modo de perpetuar la memoria de dos luchadores mineros que, fieles a sus ideales y su condición de clase, estaban dispuestos a ofrendar sus vidas en aras de la liberación nacional y la revolución socialista. El artista, que hacía suyas las epopeyas del movimiento obrero boliviano, nos permite apreciar a través de su pintura el dramatismo y el escenario donde se perpetró el delito, pues desde un fondo telúrico, compuesto por cerros y quebradas, emerge la imagen huidiza de Isaac Camacho, quien, ataviado con poncho y guardatojo, carga en sus brazos el cadáver de César Lora, cuyo rostro cubierto revela que el disparo fue en la cabeza y cuyos pies descalzos hacen suponer que el asesinato fue perpetrado a orillas de un río.

Isaac Camacho, a poco de enterrar el cadáver, y sin otro pensamiento que denunciar la política criminal del gobierno, se encaminó a principios de agosto de 1965 con destino a La Paz, donde llegó exhausto después de haber asistido a reuniones clandestinas en Potosí, Siglo XX y Oruro. Los mineros, al recibir la noticia del luctuoso asesinato consumado por la bota militar, no sólo lloraron por la muerte del caudillo que entregó su vida y su nombre a la causa de los oprimidos, sino también arengaron a los cuatro vientos para glorificar su imagen en la memoria colectiva, conscientes de que este tipo de hombres, cuyos ideales de justicia son banderas de libertad, no mueren por mucho que sus enemigos se esfuercen en soterrarlos en el polvo del olvido.

Isaac Camacho, un mes después de denunciar a los culpables de la muerte de César Lora, fue apresado, conducido al campo de concentración de Alto Madidi y finalmente encerrado en el Panóptico Nacional, de donde fue liberado por una fuerte presión popular. A su retorno a Siglo XX, prosiguió su lucha contra la dictadura a través de los sindicatos clandestinos. Así se mantuvo hasta la noche del 23 de junio de 1967, en que se dio inicio a la tradicional fogata de San Juan, encendiendo leña y trastos viejos en las calles, mientras alrededor del crepitante fuego se reunían las familias mineras, haciendo tronar juegos artificiales y brindando en la noche más frígida del año.

Sin embargo, lo que muchos desconocían era que para horas más tarde estaba prevista la inauguración del Ampliado Minero, para cuya ocasión, y tomando las precauciones debidas, llegaron un día antes varias delegaciones de trabajadores del interior del país. El propósito era acordar acciones concretas: exigir al gobierno el respeto al fuero sindical, el aumento salarial, la reincorporación al trabajo de los mineros despedidos y la declaración de amnistía para los dirigentes exiliados, perseguidos y encarcelados. Asimismo, tenían pensado aprobar un apoyo moral y material a favor de la guerrilla comandada por el Che Guevara en las montañas de Ñancahuazú.

El presidente René Barrientos Ortuño y las Fuerzas Armadas, al informarse de los preparativos y las intenciones del Ampliado Minero, movilizaron a las tropas del ejército para ocupar los distritos de Catavi, Llallagua y Siglo XX, intentando evitar el brote de un nuevo foco guerrillero en apoyo al Che. De modo que el 24 de junio, los soldados, secundados por los agentes del D.I.C., abrieron fuego al despuntar el alba. Los ocupantes dispararon a mansalva contra quienes se encontraban todavía atizando en las calles, en tanto la artillería pesada, apostada en las faldas de los cerros, disparó morteros y bazucas contra las viviendas de los campamentos, especialmente a la altura de La Salvadora y el Río Seco. Los pobladores, sacudidos por el estampido de las granadas y el tableteo de las ametralladoras, pensaron que se trataba de dinamitazos y juegos artificiales propios de la festividad; mas luego se dieron cuenta de que se desató una verdadera masacre, dejando un reguero de muertos y heridos.

36 años después de la Masacre de San Juan, y a poco de encontrar la pintura de Miguel Alandia Pantoja impresa entre las páginas de un viejo folleto, no pude resistir la tentación de escribir esta crónica, a partir de los recuerdos que guardé por mucho tiempo en el pozo de la memoria.

La imagen más nítida que conservó de Isaac Camacho es la del 24 de junio de 1967, cuando él, en su condición de vecino nuestro y en su afán de evadir la persecución, saltó por el muro del patio que daba a nuestra casa, donde fue recibido por los gruñidos del perro. La mañana estaba fría y no hacía mucho que había cesado la masacre.

Yo permanecía acostado en la cama, temblando de miedo como un cachorro mojado, hasta que Isaac Camacho abrió la puerta y dejó penetrar el soplo helado del viento; vestía un abrigo negro y un gorro hasta las cejas, tenía el cigarrillo humeándole en la boca, una mano en el bolsillo y los ojos cansados por la vigilia. Lo miré como a un hombre que inspiraba seguridad y optimismo, ese optimismo que irradian los seres de buena fe. Apoyó su hombro contra el marco de la puerta y allí permaneció callado, seguramente porque en ese instante atravesaba por su mente la idea de huir de sus captores, rompiendo el cerco de hierro que el ejército tendió alrededor de la población minera. Después habló con voz queda, casi suave, como si intentara esconder un secreto, mientras el humo del cigarrillo, formando espirales en el aire frío, se disipaba entre sus bigotes como un velo de gasa.

—Estos carajos han matado a hombres, mujeres y niños —dijo, refiriéndose a los soldados.

Mi padre se incorporó en la cama, apoyó la nuca en la pared y preguntó:

—¿Y la Radio? ¿Qué pasó con Radio la Voz del Minero?

—La Radio fue intervenida militarmente —contestó.

En efecto, cuando mi padre movió el dial en procura de captar Radio la Voz del Minero, no se oía más que una música marcial, como una forma de manifestar la hostilidad del gobierno contra los trabajadores.

—Hay que cuidarse —dijo—. Luego añadió: —Hoy mismo convocaremos a una asamblea en el interior de la mina.

Cerró la puerta y desapareció.

Dos días más tarde se supo que en una asamblea realizada en el nivel 411 del interior de la mina, considerado uno de los refugios más seguros para los dirigentes acosados por los esbirros de la dictadura militar, fue elegido miembro de la Federación Sindical de Trabajadores Mineros de Bolivia (FSTMB), ocasión en la cual se ratificaron las demandas aprobadas en la reunión efectuada, el mismo día de la masacre, en Radio Pío XII: retiro de las tropas de las minas, devolución de la sede sindical y de Radio la Voz del Minero, respeto al fuero sindical, libertad para los dirigentes detenidos y confinados, indemnización a las viudas de los asesinados y exigencia para que no sean desalojadas del campamento, reposición de los salarios a los niveles de mayo del 65 y, como si fuese poco, se fijó también una cuota quincenal de diez pesos por obrero, para gastos del sindicato y para adquirir armas.

Desde ese día, 27 de junio, no volví a saber nada más de él ni volví a escuchar su nombre, sino hasta que un mes y una semana más tarde, exactamente el 30 de julio de 1967, mi padre, apenas terminé de tomar el desayuno, me alcanzó una frazada dándome instrucciones precisas:

—Llévale esta frazada a Isaac, que está viviendo cerca de la Plaza Nueva, en la casa de los Paredes, y no digas nada a nadie...

En ese instante, con la intuición propia de un niño, me di cuenta de que Isaac estaba oculto. Gané la calle, donde el viento soplaba con furia, y me encaminé hacia la casa de los Paredes. Toqué la puerta, la mirada alerta y llevando la frazada como una pelota entre los brazos. Al poco rato se abrió la puerta y, bajo la pálida luz del sol, salió a mi encuentro una mujer que, secándose las lágrimas y maldiciendo a gritos, dijo: «¡Esos desgraciados lo han apresado! ¡Correydile a tu papá que unos policías enmascarados se lo llevaron anoche en un jeep!...».

Me quedé estupefacto, sin saber qué decir ni qué hacer. La dueña de casa, cuya expresión de sus ojos jamás olvidaré, se cubrió con su mantilla y trancó la puerta antes de que me retirara, la respiración ahogada en el pecho y la mirada perdida en la nada.

A partir de esa mañana, nunca más se volvió a saber de Isaac Camacho, salvo por los testimonios de algunos ex prisioneros que especulaban haberlo visto encadenado en la cárcel de Purapura, pintando una ventana en la pared de la celda para dejar entrar la luz del día. Otros decían que lo vieron en Chonchocoro, el más famoso campo de concentración del país, donde los mercenarios del gobierno, que aprendieron a torturar en gatos y perros, acabaron con su vida. Sin embargo, lo más probable es que lo tuvieron preso en las celdas del Ministerio del Interior, donde, por órdenes de la CIA y del entonces ministro Antonio Arguedas, lo torturaron hasta matarlo, para después fondearlo en el lago Titicaca desde lo alto de un helicóptero, el cuerpo ensangrentado y los pies embalsamados en un bloque de cemento.

Cuando los mineros y su esposa reclamaron por su ausencia, el Ministro del Interior dijo que el 9 de agosto fue embarcado rumbo a Argentina. Nada más falso. Se removió cielo y tierra, y no se lo volvió a encontrar ni vivo ni muerto. Desapareció para siempre. ¿Qué han hecho con sus restos? Es la interrogante que perdura en la mente de quienes lo consideraban uno de los líderes más descollantes del movimiento obrero boliviano.

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🖼 Ilustración remitida por el autor

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▫ Artículo publicado en Revista Almiar (2003). Reeditado por PmmC en septiembre de 2019.

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    Revista Almiar (2003-2019)
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