Obsesión por el
volumen
por Víctor Montoya
Una
de las cosas que me sigue llamando la atención es el volumen de los cuerpos,
esa suerte de gordura que habita en el subconsciente colectivo, y que los
pintores nos ayudan a visualizar a través de sus obras de arte. Así el pintor
colombiano Fernando Botero, que luce una barbita mefistofélica y un rostro
que parece arrancado de uno de sus cuadros, me reafirmó la obsesión por el
volumen, puesto que sus creaciones, llenas de sensualidad y tridimensionalidad,
constituyen un arte empeñado en distorsionar las formas de la figura humana,
como quien sigue una vieja tradición de pintores que se inspiraron en la abundancia
y la redondez.
Ahí tenemos, por ejemplo, los
cuadros de Giotto, Miguel Angel, Renoir y de los pintores del realismo barroco.
Es cuestión de observar los cuadros de Rubens para constatar que, durante
el siglo XVI, la belleza de una mujer estaba en la armonía de sus volúmenes
y en la blancura de su piel, casi tan fina como la porcelana china. Las figuras
de Rubens responden al gusto estético de una época, en la que la gordura representaba
el bienestar social y la alegoría al pecado carnal.
En
ese contexto, los personajes de Fernando Botero, que son verdaderos monumentos
a la desmesura y la belleza, me devolvieron a mi obsesión por el volumen,
sobre todo, cuando vi sus esculturas expuestas en los Campos Elíseos de París,
en esa avenida que se extiende desde la plaza de la Concordia, en cuyo centro
se erige un obelisco rosa en honor a un dios egipcio, hasta el majestuoso
Arco del Triunfo. Las 31 esculturas de Botero se alzaban sobre sus pedestales
como una sinfonía de hierro y de volúmenes, y, por supuesto, con una energía
capaz de reafirmar ese viejo ideal de que la belleza también está en lo feo,
en lo obeso y, por qué no decirlo, en esas criaturas humanas que rompen con
los cánones estrictos de la perfección corporal.
Asimismo,
al mirar las figuras de Botero, recuerdo la anécdota que alguna vez me refirió
un poeta amigo, quien se sintió atraído desde siempre por las abultadas posaderas
de una hembra; más concretamente, desde cuando salió de compras con una tía
solterona que, sin necesidad de menear la plenitud de sus caderas, provocaba
un aluvión de piropos por donde iba. Según me confesó, los hombres que la
veían cruzan por las calles, con un donaire hecho a la medida de su belleza,
le dedicaban versos de amor o la desvestían con la mirada, hasta cuando ella
desaparecía detrás de la esquina, conservando el mismo orgullo y la misma
dignidad que aprendió desde la cuna. De modo que mi amigo, consciente de que
los volúmenes protuberantes de una mujer pueden causar estragos en el tráfico
o traumas insuperables, no ha dejado de sentirse seducido por quienes exhiben
los mismos atributos que su tía solterona.
No
es casual que Vargas Llosa, en su fantástico relato erótico, Candaules,
rey de Lidia, haga hincapié en las partes redondas de Lucrecia, esposa
de Candaules, quien no estaba orgulloso de su reino, ni de sus hazañas en
los campos de batalla, sino del voluminoso trasero que la Providencia concedió
a su esposa; ese hechicero lugar donde la espalda pierde su casto nombre,
y que él no llamaba posterior, ni culo, ni nalgas, ni posaderas, sino, simple
y llanamente, ¡grupa!, pues cada vez que ella se agachaba para besar la alfombra
o se despojaba de sus ropas, él tenía ante sus ojos un paraíso carnal, y cada
vez que la poseía tenía la sensación de estar sobre una yegua, cuya abundancia
era capaz de despertar las fantasías más desaforadas de los súbditos, quienes
no cesaban de envidiar al rey por tener ese mundo trasero en sus manos.
Por lo que a mí respecta, atento lector, la obsesión por el volumen me atrapó cuando vivía en un centro minero del altiplano boliviano, donde los hombres tenían preferencia por las mujeres que ostentaban con orgullo los excesos de su cuerpo, convencidos de que la abundancia de las partes posteriores compensaba los defectos de la cara. Por eso mismo, sin la intención de agredir a las flacas ni generalizar el gusto estético por lo gordo, debo reconocer que sigo aferrado a la idea de que no hay nada mejor que una mujer que nos despierta el apetito a la carne (con el perdón de los vegetarianos) y nos enseña que los humanos, reproducidos en el mundo por creación divina o por evolución, somos algo más que un armazón de huesos; más todavía, no pienso renunciar a mi obsesión por el volumen, así la sociedad actual continúe postulando los cánones estéticos definidos por la delgadez, según los cuales el nuevo ideal de la belleza femenina está relacionada con las muchachas anoréxicas, las maniquíes construidas con fibras de vidrio o con las sex-symbol de caderas rectas, pechos de silicona y nalgas planas como las paletas de Botero.
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· Ilustración:
Venus, By Kamilokardona
(Own work) [CC BY-SA 3.
(http://creativecommons.org/ licenses/by-sa/3.0)], via Wikimedia Commons.
▫ Artículo publicado en Revista Almiar (2001). Reeditado por PmmC en septiembre de 2019.