Fotografía: Pedro M. Martínez


El amor en los tiempos del fútbol
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CRISTIAN ALCARAZ HERNÁNDEZ


Cuando Clara Torres Casas entró en el patio del colegio Verge de Montserrat de Barcelona, por primera vez, con sus tetas más desarrolladas que las de sus amigas apretadas contra una camiseta roja que sólo a ratos tapaba su ombligo, Ibán supo que su hora había llegado: Dentro de menos de dos horas tiene su primera cita con ella. En parte se sintió liberado, cuando ayer por la noche le llamó David y le explicó que, definitivamente hoy, debía encontrarse con Clara, a las siete y media en el piso de arriba del Pan's & Company de la plaza. Antes de que vuelva a casa a cenar con sus padres, Clara Torres Casas será su novia, su primera novia.

Por lo que sabe Ibán ella es una chica con experiencia, porque ya ha estado antes con otro chico, un inglés rubio un año mayor que ella que no hablaba castellano y al que conoció en el camping donde veraneaba con sus padres. Pero a decir verdad, más que la experiencia que da haber tenido una relación con otra persona, lo que a Ibán le ronda la cabeza desde que ayer a le llamó David para darle la fecha y la hora definitivas de la cita, es el record del antiguo carrilero de su propio equipo de fútbol, quien lleva ya un mes y veintiún días junto a su primera y única novia. Un mes y veintiún días es más de media evaluación.


Frente al espejo del cuarto de baño, mientras decide si se pone o no la colonia que su amigo Sergio Cáceres Rubio le ha dejado por ser su primera cita —coge el frasco de colonia de encima de la pica del lavabo, echa un poco en su mano y la huele, la deja otra vez— Ibán vuelve a acordarse de su primer encuentro con Clara Torres Casas, en la tarde del viernes pasado.

Él sostenía la pelota de reglamento de Julián Balbuena por detrás de su cabeza para darle potencia a un saque de banda, y le hacía señales a Andrés para que se desmarcara hacia el interior del defensa que lo cubría por detrás, cuando un grito de Victoria, la actual novia de Andrés, le hizo perder la concentración. El grito era para Clara Torres, amiga del alma de Victoria, que venía por primera vez a ver uno de los partidos de fútbol de los chicos. Cuando Ibán se giró, suponiendo no ir a ver más que a una nueva chica —y por tanto una nueva posibilidad de chillido en mitad de un fuera de banda— Clara Torres Casas estaba a menos de dos metros de él. Se miraron, con la pelota aún por detrás de la cabeza de Ibán, y el mundo se detuvo para siempre en el corazón de Clara Torres Casas. Ibán, entendiendo la derrota, cerró los ojos y respiró sonoramente.


Esa misma noche, después de lavarse los dientes y ponerse el pijama, llegó la confirmación a sus temores mediante una llamada de Andrés, co-capitán de su equipo de fútbol:

—A Clara le has gustado mucho, —le dijo— creo que volverá a venir al cole algún día de la semana que viene. Ibán, como había visto hacer a tantos otros compañeros en circunstancias parecidas, dijo algo subido de tono acerca de su propio atractivo, e hizo un breve listado de las cosas que le haría a la chica, a la que por supuesto no se refirió como «chica», una vez hubiera conseguido ponerse físicamente encima de ella. Se fue directamente a dormir después de colgar el teléfono.

De entre los partidos que su equipo iba a jugar a lo largo de la semana, lo más lógico era no tener que ver a Clara Torres Casas hasta el de ayer, jueves. Según se había fijado Ibán, muchas de las chicas que venían al patio para ver a algún chico en concreto, solían distanciar en una o dos jornadas de liga escolar sus visitas, para resultar así más interesantes o no parecer excesivamente enamoradas ante sus futuros novios. Así que, cuando ese mismo lunes miró en dirección a la banda y comprobó que Clara Torres Casas era una de las chicas que se amontonaban en los límites del terreno de juego, Ibán falló su primer penalti en el año que llevaban de liga. Apuntaba a la escuadra, como hacía Zidane, pero por poco rompe la ventana del laboratorio de química del segundo piso. Trató de centrarse en construir lo mejor posible el juego ofensivo de su equipo hasta el final del partido, más por distraerse que por convicción, pero jugó tenso una vez más, haciendo solo pases cortos y evitando subir a rematar en los contraataques. Evitando también mirar cómo Clara se cogía de las manos de sus amigas en la banda, cómo se llevaba cuatro dedos a la boca y cerraba los ojos cada vez que Ibán era derribado por un rival. Con el partido terminado, Guille, David y otros amigos de Ibán al corriente de la situación, se acercaron a darle un par de abrazos y comentar con él «lo buena que estaba la pieza que había pillado». Felicitar al escogido era la costumbre desde que las chicas empezaron a venir al patio del Verge de Montserrat de la mano de Andrés, pero Guille y David no exageraban esta vez: Clara era una chica preciosa, con unas tetas grandes como unas vacaciones de verano, una pieza irrechazable.


Ayer por la noche, una nueva llamada le puso punto final a la situación. Esta vez era Carlos, para contarle que Clara le había dicho a su novia, Claudia, que le dijera a Carlos que le dijera a Ibán que Ibán le gustaba mucho y que era muy difícil aguantar los días y las noches sin él. Ibán dijo algo subido de tono acerca de su propio atractivo y repitió el listado sin olvidar una coma. Acordaron que la cita sería hoy, una semana después de su primer encuentro, a las siete y media en el piso de arriba del Pan's & Company de la plaza. Y antes de llegar a casa, Clara Torres Casas sería su novia.


Ibán, después de afeitar su bigotillo, mirándose aún en el espejo del cuarto de baño, se abrocha el último botón de la camisa —blanca hasta lo impecable, con refuerzos discretos en los hombros— que le ha dejado David por ser su primera cita. Para Ibán, problemas de rodilla aparte, David había sido el mejor portero de la liga de fútbol del colegio Verge de Montserrat. Pero, desde hace algunas semanas, no puede pensar en él sin acordarse del hilito de baba que le cayó al guardameta escuchando las palabras de su amigo Andrés en El Café del Centro. Acababan de iniciar el octavo curso e Ibán y sus amigos no habían oido hablar todavía de una chica llamada Clara Torres Casas, y a decir verdad, de casi ninguna otra. Andrés llevaba varios días insinuando entre clases, con cierta chulería, que tenía «una cosa que explicar», algo que al parecer le había ocurrido durante sus vacaciones de verano, pero no le dijo a nadie qué era hasta la primera reunión de los sábados en El Café del Centro. Esperó entonces a que sus compañeros hubieran pedido los cafés y las coca-colas, a que estuvieran sentados alrededor de su mesa de siempre, y pidió un momento de silencio.

—Me he ligado a una pava —dijo, sin apenas introducción. Guille y Carlos, los únicos que no prestaban atención, dejaron de hablar entre sí y se giraron hacia Andrés para asegurarse de que habían oído lo que les había parecido oír. Vaya si lo oyeron. La chica se llamaba Laura, y la había conocido en la playa de Castelldefels donde había ido a pasar las vacaciones. Andrés les dijo que no sólo la había besado si no que le había metido la lengua hasta el estómago, y le había tocado una teta con la mano izquierda. Sacando un Malboro del bolsillo del pantalón sin necesidad de sacar el paquete, añadió:

—Por dentro del sujetador.

A Ibán le habría costado varios días cerrar la boca de sus compañeros de equipo, que miraban a Andrés como si estuviera levitando por encima de sus cabezas. Andrés no era el único que se había acercado por primera vez a una chica en verano, pero sí el único que había tocado una teta. ¡Una teta!, repetía Carlos con la mirada perdida. ¡Y por dentro del sujetador! Andrés, ni corto ni perezoso, remató la faena:

—Si queréis, podría llamar a Laura un día de estos, y decirle que se pasara a verme. Aunque, claro, también podría decirle que se trajera a algunas amigas —se echó hacia atrás en el asiento, a buen seguro satisfecho, y por primera vez desde que le conocía, Ibán le vio encenderse un cigarrillo.


Guille, con ambas manos haciendo fuerza sobre su silla como si estuviera a punto de despegar, le dijo a Andrés que le dijera a las chicas que vinieran a verlos jugar algún partido de liga, y como a todos les pareció una idea genial, Andrés aceptó, sin variar un centímetro su posición sobre el respaldo. Ibán, un poco asustado ante tanta unanimidad, asintió a coro con los demás e insistió como el resto en que Andrés diera una fecha concreta para la llegada de las chicas. No le insinuó al tonto de Guille nada sobre sus escasas posibilidades en la liga de de fútbol de octavo curso.

De camino a casa, Ibán no pudo quitarse de la cabeza el hilillo de baba que, juraría, se había deslizado por la barbilla de David mientras llovían las preguntas sobre las tetas de Laura —¿A qué saben sus tetas?, ¿Cómo eran de grandes?, ¿De qué color eran?—. No recordaba haberlo visto tan excitado, ni a él ni a ninguno de sus amigos, desde que iniciaron la liga de fútbol el año pasado. Tuvo un mal presentimiento. La experiencia de Ibán con las mujeres hasta entonces, se basaba en las extrañas sonrisas que la hija de la vecina del segundo segunda le dirigía al coincidir con él en la escalera, cada vez más y más raras desde que había empezado a pintarse los labios. Ibán procuraba contestar a las sonrisas con la buena educación de siempre, sin detenerse, pero la vecinita era a veces tan persistente, que una vez en que la luz de la escalera se apagó al cruzarse ambos, llegó a temer que le atacara.

Ya en casa, repasando las clasificaciones fotocopiadas de la liga de fútbol, se sintió un poco más tranquilo: ¿Qué interés podían tener las amigas de Andrés en venir a ver los partidos? ¿Desde cuándo les gustaba el fútbol a las mujeres? Supuso que pronto se irían, que no aguantarían más allá de la curiosidad inicial y que las cosas no se alejarían mucho de su cauce natural. No podía estar más equivocado.


A los pocos días, Sergio Cáceres ya no quiso ser más Hristo Stoichkov, que era quien siempre se había pedido ser a la hora de jugar a fútbol; Carlos se había hartado de ser Roberto Carlos y no hubo manera de que David respondiera al nombre de Gianluiggi Buffon. Ya nadie quería que le llamaran durante los partidos de una forma que no fuera por su propio nombre, porque lo contrario era de críos. Ibán, de nuevo acorralado por la unanimidad, renunció públicamente a ser Zinedine Zidane, pero lo siguió siendo en silencio, porque consideró que a él nadie tenía porqué decirle quién podía y quién no podía ser dentro del terreno de juego. Afortunadamente para él, ser Zidane por dentro resultó más fácil de lo que podía pensar. Zidane es un señor dentro del campo, un tipo noble y sencillo, que nunca arma broncas ni destaca por nada que no sea su calidad. Para acabar de hacerlo creíble, se le ocurrió que podía empezar a sacar algunos fueras de banda, porque Zinedine, todos lo sabían, no lo había hecho en toda su carrera deportiva. No encontró mucha resistencia, dado que Carlos, habiendo renunciado a ser Roberto Carlos, se negó a sacar un sólo fuera de banda más.

Lo que ahora se llevaba eran las tetas, así que pronto hubo tetas para todos. Gracias a la llamada de Andrés, Laura y sus amigas vinieron a ver un partido, y al contrario de lo que Ibán había pensado, la experiencia pareció gustarles. Se quedaron pegadas a la banda, aplaudiéndolo todo y corearon estribillos inventados con los apellidos de los chicos. No sólo volvieron, sino que se convirtieron en su público habitual, ganando en número y ruido a los pocos padres que aún se acercaban a verles, y los partidos empezaron a cambiar. Sergio, el delantero centro del equipo de Ibán, jugó con la colonia de su padre esparcida por el cuerpo durante varios partidos, provocando estragos entre las chicas y otro tipo de estragos entre las defensas rivales; el extremo derecha del equipo de Guille decidió usar unos pantalones tan cortos y ajustados que parecía un nadador, sólo porque corriendo por su banda durante un partido, le había parecido oírle decir a una chica que tenía las piernas bonitas.


Pero como la mayoría de las chicas no conocían a los chicos tuvo que ser Laura, la compañera de entonces de Andrés, quien hiciera las funciones de portavoz de sus amigas. Ella le decía a Andrés que a su amiga Silvia Parra le gustaba Otto Casero y que Susana Borredá estaba coladita por los huesos de Jaime Gálvez, y en cuestión de días se pactaban las citas, casi siempre en el piso de arriba del Pan's & Company de la plaza. Uno de los primeros afortunados fue Julián Balbuena, quien apenas iniciada la liga ya tenía novia y a día de hoy, un mes y tres semanas después, sigue queriéndola tanto como el primer día.

David explicaba, puesto en pie para representarlo en mitad del Café Del Centro, lo que le pensaba hacerle a las tetas de Susana Borredá en cuanto las tuviese entre las manos y lo insoportables que resultaban los días y sobretodo las noches, sin estrujar y requeteestrujar aquellas tetas, mientras los más afortunados se apremiaban a contar, con mayor o menor fantasía, las experiencias que ya estaban teniendo. Nunca antes se vieron tantos movimientos pélvicos lanzados al aire en un mismo bar, y muchos adquirieron la costumbre de reclinarse en sus asientos y echar hacia arriba el humo de sus cigarrillos al escuchar a sus compañeros. Ibán procuró no ser el último en empezar a fumar y comprar chicles de menta, ni en meter la ropa en la lavadora sin que pasara antes por las manos de su madre, para ocultar así las primeras manchas de cerveza. Empezó también a pensar que si nadie lo remediaba acabaría por tener novia en cuanto alguna de las amigas de Laura se fijara en él. Hasta el momento, en el mes escaso de curso superado, no había sido así. Quizá por lo discreto y sencillo que más allá de su calidad futbolística resultaba el juego de Zidane, ninguna de las chicas se había interesado oficialmente por Ibán, si bien las críticas generales no eran malas. Para alivio suyo, no se trataba ni mucho menos de un hecho alislado: bastantes de los cuarenta y seis jugadores de la liga se mantenían aún sin novia, puesto que, pasadas las dos semanas iniciales en las que muchas de las chicas gritaron y corearon cuantos nombres se les ocurrieron, se había acabado estableciendo entre ellas una clara jerarquía de preferencias, hasta el punto en que los nombres coreados quedaron reducidos a un círculo vicioso de favoritos y candidatos. El círculo no era en realidad tan pequeño, mucho menos irrompible, pero en su existencia se basaban las esperanzas de Ibán. Quizá se podía llegar así a viejo, se decía. Con calidad y discreción.


Pero pronto las chicas acumuladas en la banda fueron tantas, que cualquiera habría jurado que el Verge de Montserrat era un colegio mixto. Chillaban los nombres de sus favoritos, silbaban como cafeteras antiguas y se llamaban a gritos entre ellas para salir por turnos a la calle a fumar. Hacían ruido y resultaba imposible no ceder ante su presencia. Ser Zidane por dentro se volvió insoportable para Ibán y jugar a fútbol difícil y confuso. ¿Lo hacía alguno más de entre sus amigos o era él el único que seguía siendo Zidane? Andrés, David, Carlos, Sergio y algunos otros, estaba claro que no. Pero, ¿de verdad no había nadie? ¿Ni uno solo? Pensó en preguntárselo a Marcos Villanueva, de quien tenía sospechas fundadas desde el mismo día en que todos renunciaron a ser llamados de alguna manera que no fuera por su propio nombre durante los partidos, pero no se atrevió, asustado por la posibilidad de equivocarse, de que fueran sólo imaginaciones suyas, y el convencimiento de que habrían sospechado de él por preguntar. Existía de hecho un precedente terrible: Guille acusó al extremo izquierda de su propio equipo, delante de todos, de seguir dejándose caer sin que nadie le hiciera falta, como hacía siempre Luis Figo. Nunca se pudieron demostrar los cargos contra él, pero eso no libró al extremo izquierda de que hasta su hermano gemelo le hiciera el vacío durante una semana y media, así que Ibán acabó por no preguntárselo a nadie. Se conformó con sentirse Zidane algunas veces, al recibir un balón en el centro del campo y correr hacia el área contraria, aunque antes de rematar o de dar el último pase ya hubiera perdido la sensación. Y como al contrario de lo que él había creído la liga no sólo no desapareció de inmediato, si no que se revalorizó, habiéndose convertido en la más clara posibilidad de los chicos del Verge de Montserrat para ligar, la tortura de Ibán no se detuvo. Siguió combinando discreción y vergüenza, calidad y soledad, hasta que el viernes pasado, Clara Torres Casas llegó al patio del colegio.


Ibán sale del cuarto de baño y, pensando en otra cosa, se dirige al comedor a pedir permiso a su padre para poder salir. Sabe que se lo concederá. No es precisamente un hombre complaciente, pero Ibán ha sacado siempre buenas notas y es un chico extremadamente educado, no suele haber razones para el castigo. Además, a Ibán su padre le parece un poquito más accesible desde que a principios del curso pasado le dejó participar en la liga de fútbol del Verge de La Merce. No le resultó fácil a Ibán pedirle permiso entonces, pero no podía dejar pasar una oportunidad como aquella. A los de octavo parecía no quedarles muchas ganas de seguir jugando a fútbol, ocupados como estaban en fumar a escondidas en los lavabos del colegio, así que Ibán y sus amigos se habían hecho los amos del patio nada más llegar a séptimo curso. Por antigüedad y rango, les correspondía el uso del patio para jugar a fútbol una vez acabadas las clases de la tarde, como siempre le había correspondido a los mayores. Julían Balbuena trajo un día la pelota de reglamento que su madre —que siempre le compraba lo que él quería— le había regalado a principios de ese curso y empezaron a montar algunos partidos, un tanto improvisados al principio, más y más serios cada día que pasaba. Dejaban las cosas claras antes del inicio de cada partido: Ibán era Zinedine Zidane, y construía y distribuía el juego de ataque de su equipo con elegancia y señorío. Andrés era con toda justicia Alessandro Del Piero, de la misma manera en que Sergio Cáceres se pedía a Hristo Stoichkov; David Giménez era Gianluiggi Buffon, el mejor portero del mundo en los últimos años, Carlos era Roberto Carlos y Guille el auténtico Romario, y así con todo el que jugaba. Ibán no se habría girado si alguien le hubiera llamado Ibán antes de darle un pase, porque nadie llama Ibán a Zinedine Zidane, de la misma manera en que habría sido tonto llamar Andrés a Alessandro Del Piero.


En sus primeras reuniones de los sábados en El Café Del Centro, la cafetería situada frente a la puerta de entrada del cole, entre donnuts, coca-colas y cafés con leche, hablaban de los partidos jugados durante la semana. Poniéndose en pie para explicarse mejor, Guille narraba a voz en grito el regate increíble que le había hecho a David, David le cortaba para recordar la parada que le había hecho a Guille, y todos felicitaban a Andrés por la magnífica chilena que al fin le había salido. En una de aquellas primeras reuniones, llevados por la excitación, los nuevos amos del patio se plantearon la posibilidad de tomarse más en serio sus partidos de después de las clases. ¡Basta de pachangas!, gritó alguien. ¡Montemos una liga!, le contestaron. ¡Una liga enorme de verdad! No hubo nadie a quien no le pareciera una gran idea y la animación fue creciendo de tal manera, que unos pocos días después ya estaban ultimando los preparativos. Con el beneplácito del profesorado, gracias a la iniciativa y la capacidad de organización demostradas —y los valores de disciplina y trabajo en equipo implícitos en algunos deportes— Guille, Andrés, David e Ibán buscaron entre las cuatro clases de séptimo curso a gente dispuesta a formar parte de su gigantesca liga. No quedó nadie en su curso a quien no le preguntaran, insistieran y de ser necesario, amenazaran, con lo que pronto conseguieron formar no dos, ni tres, sinó seis equipos de ocho jugadores cada uno. Distribuyeron por sorteo ante notario en El Café Del Centro a los cuarenta y ocho jugadores, extrayendo papeletas con los nombres de una caja vacía de Frosties de Kellogs y situándolas en seis montoncitos representativos de los seis equipos. Rieron, saltaron, y bendijeron o maldijeron los equipos que les habían tocado, en una tarde de sábado que a todos les pareció muy corta. Los padres más contrarios a que sus hijos pasaran tantas horas fuera de casa, uno de los cuales fue el padre de Ibán, acabaron cediendo en su mayoría ante las virtudes enunciadas por los profesores más entusiastas. Tal fue su éxito, que durante los primeros partidos muchos de los padres, incluso algunos de los que inicialmente se oponían, vinieron a verlos jugar, hasta convertirse a lo más parecido a un público habitual que tuvieron aquel año. Los amos del patio exhibían sin pudor su orgullo en el Café Del Centro: Los partiditos de pachanga de los mayores del año pasado eran cosa de aficionados, comparados con la liga de seis equipos y dos capitanes por equipo que habían puesto en marcha. Una ronda de donnuts para todos corrió a cargo de dichos capitanes.


Ibán ojeaba cada semana las estadísticas que Xavier Pollastre, un amante de los numeritos como no se ha visto otro, había empezado a llevar al Café Del Centro y que para orgullo de Pollastre —cuya mayor aportación al grupo hasta entonces había sido agacharse cómicamente a recoger las gafas cada vez que alguien se las tiraba al suelo de una colleja— pronto se convirtieron en las estadísticas oficiales de la Liga de las Estrellas. No se había olvidado de nada: clasificación por equipos, victorias conseguidas, listado individual de goleadores, faltas recibidas y faltas cometidas, goles encajados, penaltis, asistencias y, un poco a ojo, posesión de balón. Eran tan completas, que se convirtieron en la guía principal de Ibán para preparar los encuentros de la semana. En ellas miraba quienes de los jugadores del próximo rival podían ser más peligrosos, hasta que punto era un equipo ofensivo o cual podía ser la mejor manera de frenarlo y, gracias a ellas, consiguió dejar un poco de lado la tristeza que le había acompañado en los últimos meses, dedicándoles un interés cercano al que le dedicaba a la lectura de los cómics que su tío Juan solía regalarle cuando, tiempo atrás, venía de visita.

Seguramente, parte del mérito del buen inicio de campeonato que hizó su equipo, sin alejarse de los puestos delanteros de la clasificación en una primera mitad de la liga bastante igualada, se debió a esa dedicación estadística de Ibán. Pero hacia mediados de abril, el equipo capitaneado por Guille y por Mario les tomó una cierta ventaja a los demás. En parte fue debido al acierto goleador del propio Guille/Romario —de quien todos menos Ibán decían que era el mejor delantero de la liga— y en parte a los problemas en las rodillas de David/Buffon, portero del equipo co—capitaneado por Andrés/Del Piero y por Ibán/Zidane, al parecer a causa del crecimiento. No fue fácil soportar al pelma de Guille en su papel de máximo goleador de la liga, pregonando a los cuatro vientos su olfato de gol, sus regates de cola de vaca y sus tremendas rebabas de Cristo, a poco que tuviera ocasión.


Quizá por ello, para no tener que aguantarle, Andrés empezó a mostrar interés por las fotocopias de las estadísticas que Pollastre le entregaba semanalmente a Ibán. La época en que la actitud de Guille resultó cercana a lo insultante, coincidió con una racha de derrotas del equipo de Ibán y Andrés que les alejó de los primeros puestos de la clasificación. Conscientes de ser un equipo mucho mejor de lo que esos resultados mostraban, decidieron reunirse en casa de Andrés todas las tardes que les fuera posible. Tenían que encontrar la forma de mejorar el juego de su equipo, que sin duda se había estancado, o morir en el intento. El padre de Ibán le dio permiso para ir a casa de Andrés algunas tardes entre semana, siempre y cuando fuera para estudiar. Después de merendar torradas con nocilla y zumo de naranja, y de haber contestado con las mejillas coloradas y un sí tan breve que casi ni existía a todas las preguntas de la madre de Andrés, Ibán se encerraba en el cuarto con su amigo. Llenaban la habitación de libros de matemáticas, de sociales y de otras asignaturas, por si entraba la mamá de Andrés, y estirados bajo el enorme póster de Alessandro Del Piero que cubría la cabecera de la cama, preparaban la táctica con la que afrontar el siguiente partido. Andrés rascaba con furia su pierna e Ibán no perdía de vista las hojas con los gráficos y los dibujitos, los circulitos y las cruces, mientras surgían una tras otra las dudas: ¿Cuál era la mejor forma de frenar a aquel maldito delantero?, ¿por qué nunca salían bien al contraataque?, ¿dónde había que iniciar la presión al equipo contrario? Estaban enfadados, dolidos, con el orgullo a flor de piel.


—Hay que arriesgar más —solía decir Andrés.

A Ibán le exasperaba que Andrés llegara tantas veces a las mismas conclusiones. Pero una tarde, allá por marzo, viendo que a pesar de sus esfuerzos el equipo no acababa de levantar el vuelo, le contestó:

—Supongo que tienes razón.

Dicho y hecho. Con una valentía que será difícil de olvidar en el Verge de Montserrat, el equipo capitaneado por ambos jugó toda la última evaluación con un arriesgadísimo dos—tres—dos, renunciando a lo que hasta entonces parecía una ley para todos los equipos de la liga: jugar con tres defensas. Hicieron un final de liga increíblemente bueno, pero los partidos perdidos antes de las reuniones con Andrés y los goles encajados en el tiempo que tardó el equipo acostumbrarse a jugar con tres defensas, resultaron ser ventaja suficiente para el equipo de Guille/Romario. El equipo de Ibán/Zidane y Andrés/Del Piero quedó segundos a dos puntos del líder. Andrés, que por mucho que se pavoneara el tonto de Guille era quien más había mejorado como jugador a lo largo del curso, no asistió a la última reunión en El café Del Centro. Se quedó en casa, leyendo revistas porno en su cuarto a escondidas de sus padres, intentando olvidarse del maldito fútbol y no contestó a las llamadas de Ibán ni a las de ningún otro. Se repartieron los pequeños trofeos que algunos de los padres más entusiastas les habían comprado para cuando acabaran la liga durante la charla en El Café Del Centro, e Ibán felicitó, con la caballerosidad de Zidane, a los inmerecidos campeones. Recordó muchas de sus mejores jugadas en voz alta, no por presumir, sino por miedo a que fueran a caer injustamente en olvido y disfrutó de la reunión tanto como el que más, si bien le pareció que la mitad o más de las cosas que contó Guille eran exageradas o no del todo ciertas.

Antes de irse de vacaciones, Ibán pasó una última vez por casa de Andrés. Saludó sin detenerse a la mamá y al papá de su amigo, sentados en el sofá del comedor mirando la tele, y se fue directo a la habitación. El cabreo de Andrés por la derrota final era de los que arrasan ciudades enteras. Ibán, que después de lo divertida que había resultado la entrega de premios había perdido un poco su propia rabia, trató de simular ante su amigo que sus estados de ánimo eran iguales, porque no quería dejarle solo en un momento como aquel. Mintió sobre la entrega de trofeos en el Café Del Centro, golpeó con rabia un tanto fingida la sábana al recordar lo cerca que habían estado de ganar la liga y no se olvidó de mirar a los ojos a Andrés cuando, al darse un último apretón de manos, se prometieron que al año siguiente no fallarían. Fue una despedida digna de dos capitanes.


Al inicio del curso presente, la confianza de Ibán en que la liga de las estrellas de octavo iba a tener un final distinto a la de séptimo era inquebrantable. Había pasado muchas tardes de las vacaciones entrenando en el jardín trasero del caserón que sus abuelos de Bilbao habían alquilado en Munguía, un pueblecito a unos cincuenta kilómetros de su ciudad, al que sus padres y él se fueron a pasar las vacaciones. Era un caserón viejo y de aspecto sucio, con grietas en forma de telarañas y telarañas en todas las grietas, pero a Ibán no le importó, porque resultó perfecto para sus planes. Sus padres solían abandonar Munguía después de comer para irse a Bilbao, a saludar a antiguos amigos y visitar viejos lugares. No parecían sospechar de que Ibán prefiriese tantas veces quedarse en casa con los abuelos, quienes, en realidad, no variaban en mucho la rutina con su presencia: Vigilaban el huerto, discutían entre ellos y se echaban siestas interminables en casi cualquier lugar de la casa en el que no tuvieran que estar de pie. Ibán salía al jardín con la maravillosa pelota de reglamento que su abuela le llevó al caserón y practicaba regates, carreras con y sin balón, y lanzamientos de falta contra la pared del cobertizo de detrás de la casa para mejorar la precisión en el chute. Para alegría de Ibán, lo único bien conservado en aquel caserón era el césped del jardín trasero, de una altura cercana al de los campos de fútbol profesionales, en el que se podía rematar en plancha o hacer casi cualquier tipo de acrobacias sin problemas.


Acabada la tarde, mientras sus abuelos preparaban la cena y sus padres se duchaban, Ibán cogía papel y boli y diseñaba formas de mejorar el juego colectivo de su equipo, sentado frente a la enorme mesa del comedor del caserón.

Tan seguro se sentía Ibán de sus propios avances que, para cuando volvieron a Barcelona este último septiembre, estaba convencido de haber encontrado el sistema defensivo adecuado para frenar a Romario y ardía en deseos de comenzar la liga. No le comentó a nadie su plan de entrenamiento ni sus progresos tácticos, porque quería cogerlos a todos por sorpresa.

Por si fuera poco, las noticias en el cole eran buenas a su regreso de casa de los abuelos: Gianluiggi Buffon había dejado atrás sus problemas de rodilla, que tantos dolores de cabeza habían causado la temporada anterior, y Andrés estaba en una forma física excelente. De hecho, la primera vez que Ibán vio a Andrés en pantalones cortos a principios de este curso, le pareció otro. Mucho más musculado, más atlético, con la mandíbula más recta. Sin duda él también debía haber estado entrenando todo el verano. Consiguió reprimir sus ansias de advertirle a Guille que este año no tenía nada que hacer como delantero y se conformó con la idea de insinuárselo el sábado, en la reunión semanal en el Café del Centro.

Pero durante el primer partido de la temporada, Carlos le hizo un pase al hueco a Andrés que éste convirtió fácilmente en gol y cuando todos se acercaron para abrazarle, Andrés —que llevaba un par de días insinuando que tenía «una cosa que contar»— miró a Carlos y le dijo:

—No vuelvas a llamarme nunca más Del Piero. Eso es de críos. Yo soy Andrés Mortillo.


Ibán respira con dificultad a causa de la colonia y antes de salir de casa en dirección al Pan´s, ordena un poco su habitación. Es la condición que su padre, ignorante del destino de su hijo, le ha puesto para dejarle salir. Lo último que hace antes de irse es guardar las cajas con las estadísticas fotocopiadas —y amarilleadas por el tiempo— junto con las cajas de cómics que le traía su tío Juan en el fondo del ropero de su cuarto. En la portada del cómic que asoma de la segunda de las cajas cuando Ibán cierra el armario, aparece el caballero oscuro, al que tantas veces había derrotado Ibán, sosteniendo una espada luminosa en actitud amenazante. Mientras baja por las escaleras, dado que aún no tiene la edad legal para ir sólo en ascensor, va pensando en sus hazañas de otros tiempos. Por si no lo saben, les diré que Ibán salvó al mundo infinidad de veces a la hora del patio en la época en la que su tío Juan solía traerle cómics. Bajaba las escaleras de dos en dos después de sonar el timbre del recreo y una vez reunido con sus amigos de siempre, les explicaba a voz en grito las noticias que había descifrado en los manuscritos secretos de su tío:

—El Caballero Oscuro ha vuelto a matar. Seguidme —les explicaba Ibán. Y ya lo tenían. Se lanzaban a por el Caballero oscuro sin pensarlo un segundo, a hacerle saber que sus días como Caballero Oscuro habían terminado.

Derrotó por aquélla época a monstruos gigantescos, que tiraban fuego por la boca y daban clases de repaso de matemáticas; salvó infinidad de veces a la princesa, junto a la que no pudo nunca quedarse por haber nuevas aventuras que correr al otro lado del puente del río; promovió treinta y dos levantamientos armados y los ganó todos, consiguió un millón de veces detener la bomba un segundo antes de que estallara e hizo claudicar al Caballero Oscuro en una pelea a doce asaltos, límpia y con múltiples testigos. Hizo grandes cosas por el mundo en aquella época fielmente escudado por sus amigos, y no fue fácil para él superar la falta de nuevos cómics y la ausencia de su tío, después de que éste y su padre se pelearan por última vez. A decir verdad, aún andaba un poco triste el día que alguien, llevado por la excitación de haberse convertido en uno de los nuevos amos del patio, propuso en El Café Del Centro tomarse más en serio sus partidillos de la tarde y crearon aquella maravillosa liga de fútbol.


Distraído hasta el punto de no darse cuenta de que el sol se ha ido y amenaza lluvia, Ibán sube la calle Vallespir, que desemboca en la plaza donde está el Pan's & Company. Clara Torres Casas le estará esperando allí, sentada sola en alguna de las mesas del piso de arriba, fumando un nobel Ultra ligth tras otro y soplando sonoramente su flequillo. Mirará de vez en cuando a sus amigas y sus novios, los amigos de Ibán, sentados todos unas mesas más allá y ensayando la forma en que se se sorprenderán cuando llegue el escogido, momento en el que harán ver que no intentan escuchar cómo le dice Ibán a Clara Torres Casas lo que todos saben que Ibán tiene que decirle a Clara Torres Casas. Con la cita ya resuelta, algunas de las amigas de Clara se girarán hacia sus novios, los amigos de Ibán, y les dirán: «¿Te acuerdas de cuando éramos nosotros los que empezábamos? ¡Es tan bonito!», y Julián Balbuena dirá algo en voz alta sobre la imbatibilidad de su récord, si no a su novia, a quien tenga más cerca.

Clara, rodeada de múltiples felicitaciones, declarará lo nerviosa que estaba y lo mal que lo habrá pasado en los cuarenta segundos que habrá durado la declaración de amor de Ibán, porque uno nunca sabe lo que puede pasar y cualquier cosa podía haberse torcido en el último momento, y sus amigas la abrazarán y besarán en desorden pero sin estropearse el maquillaje, momentos antes de que Victoria ponga ambas manos abiertas sobre la cara de felicidad de su amiga Clara Torres Casas, y mirándola fijamente a los ojos le dirá «Ves, tía, ya te lo decía yo, tía, lo has conseguido y espero que seas muy feliz», mientras Carlos y Guille le dan palmaditas en la espalda a Ibán y consejos sinceros sobre como consiguieron ellos sacar sus relaciones adelante, como superaron los muchos problemas que encontraron en el camino, brindando con cerveza y llenando el piso de arriba del Pan's & Company de la plaza, de humo de Marlboros abandonados en sus ceniceros y restos de cerveza en las mesas y en el suelo.

Pero cuando Ibán se dispone a entrar en el Pan's, acabando de empujar la puerta con su pierna buena, estalla la amenaza del cielo en una lluvia furiosa, y se apagan de repente las luces de la ciudad y del mundo entero, y en la nueva oscuridad pronto se descubre que algunas personas brillan y otras no, y antes de lo que pudiera uno pensar, el mundo está ya dividido en dos bandos, la gente que brilla y la gente que no, sin importar los antiguos sexos, razas y edades, ni ninguna de las cuestiones que antes de la nueva oscuridad del mundo sí tenían importancia, y la guerra entre los que al igual que Ibán sí brillan y los pronto llamados hombres oscuros, se lleva muchas vidas de gente buena y de gente no tan buena, de madres e hijos y padres, oscuros y brillantes y de todas las antiguas razas, y la nueva oscuridad del mundo dura cien años, cien años que quizá habrían sido más llevaderos de no ser por aquella extraña lluvia ácida.



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CRISTIAN ALCARAZ es, en el momento de esta publicación, estudiante de Escritura Creativa y Lectura Crítica —primer curso— en la Escuela Oficial de Letras de Madrid..

Miembro del equipo de guionistas del programa radiofónico Desestabilización Cultural (106.5 F.M., Madrid, viernes, de 20.00 a 21.00 horas) fue, así mismo, el guionista y director del cortometraje digital Posturas, rodado a finales del 2002 en el centro cívico Can Víes, Barcelona, y que actualmente se encuentra en fase de post-producción en los laboratorios del Centro de Estudios Cinematográficos de Cataluña.

También realizó el guión del cortometraje digital A Holden Caulfield lo encontraron muerto esta mañana; 2001, CECC, Barcelona y de Sonido, Cámara, Acción, proyecto de rodaje para el 2004, productora del CECC, en formato aún por decidir.

De este autor puedes leer, en Almiar:
· La afortunada
· El hombre del traje gris (Sobre La edad de los protagonistas)

ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por Pedro M. Martínez ©

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