- Presentación

- Formulario para escribir

- Pretérito futuro (I)

- Pretérito futuro (III)

- Pretérito futuro (IV)

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AUTORES PUBLICADOS:

Carmen López León


Patricia E. Manzanares Núñez

Pepi Núñez Pérez

Florencia Segovia

Yolimar Delgado

Juana Castillo Escobar

Roberto Cano Seijo


Lourdes Macías Torrecillas

Esperanza de Castro Marrodán

Paula Martínez Ruiz

Raquel Zaragoza

Mistery

Jorge Andrés Diab

Mónica M. Volpini Camerlinckx

Mercedes Pajarón

Mario Santiago

Andrés López Matesanz

Iván Restoy

Delia Patrone

Alex Pineda Angulo

Issa Martínez Llongueras

Jorge Durán

Marisa Aragón Willner

Soledad Sánchez M.

Jordana Lee





Pretérito futuro:
tiempo para escribir (II)




Presentación

¿Quién no ha fantaseado, al ver a un niño, cómo será su futuro? Jugando, charlando de sus cosas, con su familia, al observar su comportamiento, podemos imaginarlo adulto, con sus logros o con sus fracasos, en su mismo medio o en otro completamente distinto.

De cualquier modo, su historia está por escribir, y eso es lo que proponemos a nuestros colaboradores. A partir de una foto antigua, inventar cómo habrá sido el devenir de ese niño que se encuentra en primer plano y contarnos su biografía, sus avatares, su peripecia vital, en este caso pensando que el personaje mira desde una ventana...

Se pueden introducir o no otros personajes, pueden tener cualquier relación con el niño, la que queráis, su pretérito futuro está en vuestras manos. ¡Adelante!, esperamos vuestra participación.

Carmen López León
diciembre 2007
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Relatos


Esperando a papá
Carmen López León


Mi padre llegaba siempre al anochecer, en un enorme coche negro que conducía un hombre vestido de azul, y que se deslizaba suavemente, sin hacer ruido, a lo largo de nuestra calle, cuando ya los pequeños comercios habían echado el cierre, las farolas habían vencido al crepúsculo y en las ventanas de las casas la luz tenía olor a sopa de verduras.

Yo avisaba a mi madre gritando:

—Papá viene, papá viene.

Mi madre entraba en su habitación y al instante reaparecía con el cabello suelto, los labios de un rojo encendido, sus enormes ojos negros sombreados de gris y aquel vestido del color de sus labios que la hacían parecer una de esas actrices de los carteles de las películas que no nos dejaban ver por ser menores. Y la casa se llenaba del perfume de las noches en que papá estaba con nosotros.

Mi padre me traía un nuevo vagón para el tren eléctrico que me habían dejado los Reyes, o un nuevo elemento para la grúa del enorme Mecano del año anterior, juguetes que sólo podían ver mis compañeros de escuela en los escaparates de los almacenes del centro, pero que, por desconocidos motivos, nunca venían a compartir conmigo.

Luego, venía un botones del Hotel Victoria, y aparecían sobre la mesa que mi madre había preparado con la vajilla y la cristalería del aparador grande y los candelabros de plata, una serie de alimentos de sorprendentes colores y texturas que yo casi no probaba, añorando mi lomo con patatas de todas las noches, hasta que me quedaba dormido en el sofá escuchando las risas veladas de mi padres en su habitación.

A la mañana siguiente, tan sólo sabía que no había sido todo un sueño porque, al despertar en mi cama, todavía apretaba entre mis manos el nuevo vagón del tren.

Después volvían los días monótonos y grises, la escuela, la soledad y el silencio de mi casa sin visitas de familiares o amigas de mi madre. Ya sabía entonces que no debía preguntar cuándo volvería mi padre, tan sólo esperar tras de los cristales de la ventana la aparición del coche negro.

Ahora no debo asomarme al balcón de mi apartamento, ella llegará en el coche que conduce el chófer de la empresa que, si me reconociera, daría al traste con mi modesto empleo de visitador médico de la multinacional que dirige su marido. Son dos llamadas perdidas al móvil lo que anuncia su visita.

Tampoco sé a ciencia cierta cuándo va a venir pero aprendí de mi padre a pedir por teléfono el catering para la cena en uno de los nuevos restaurantes de delicatessen, y de mi madre a cambiar rápidamente mis pantalones de pana y mi suéter desgastado por el pantalón gris, el blazer azul y la corbata de Armani, para recibirla.

Ella, a veces, deja sobre el velador una reserva para el AVE, según las convenciones a las que ya sé que mi jefe debe acudir y a las que ella le acompaña; pero, cosa curiosa, yo diría que cuando está ella el apartamento huele al mismo perfume de cuando llegaba mi padre.



La ventana
Patricia E. Manzanares Núñez


Es curioso cómo hay cosas que con los años no cambian. Recuerdo el patio comunal del edificio donde vivíamos. Creo que mi madre cuando más hablaba con las vecinas era cuando tendía, y se podía pasar un buen rato. Pero yo adoraba mi ventana…

Desde ella veía otra ventana, una decorada con cortinas rosa, y detrás de ellas se paseaba María, mi vecina, mi eterno amor platónico, mi amor secreto. Ella era unos años mayor que yo, supongo que por eso me embobaba, verla contonearse con ese cuerpo, sus andares, su forma de mirar… me tenía loco. Yo nunca me atreví a hablarle, a lo más que llegué fue a dejarle una carta en su buzón declarándole mi amor. Lo malo fue que a los pocos días se mudaron y nunca más volví a saber de ella.

Han pasado muchos años desde entonces, ahora soy un soltero que ha tenido mala suerte con las mujeres. Asomado al patio de mi piso, veo a las vecinas hablando mientras tienden, y no he podido evitar acordarme de ella, ¿cómo habrá sido su vida?... Vaya, están tocando al timbre, ¿quién será?

—Buenos días, ¿en qué puedo ayudarla?

—Disculpe el atrevimiento, me llamo María y soy su vecina del piso de enfrente.

—¿Ma- María?

—Me has reconocido, ¿verdad?

—No puedes ser tú…

—Te llamas Alberto, cuando eras niño vivías en el edificio Don Juan, en la Plaza de la Virgen. Tu cuarto daba al mío, siempre me mirabas, vivía pensando en ti, pero nunca me atreví a decirte nada, y cuando por fin me mandaste aquella carta ya teníamos preparada la mudanza. Pensé que nunca te volvería a ver, pero hoy te vi asomado y te reconocí enseguida. Perdóname, sé que es una locura, pero sigo enamorada de ti. Sólo quería que lo supieras. Discúlpame ante tu familia. Adiós.


Alberto no dejó que se fuera, la tomó de la mano y la besó. Un beso suave, dulce, pero que lo volvió a trasladar a aquella ventana y a aquellos sueños que un día creyó inalcanzables…

patri.mn[at]gmail.com



La ventana y el piano
Pepi Núñez Pérez


Entré en el portal y fui a pulsar el botón del ascensor, pero recordé las palabras de mi madre cuando era pequeño: —Al ascensor no se sube solo, además vivimos en un segundo y casi no hace falta. Sonreí y empecé a subir las escaleras arrastrando la maleta, que afortunadamente no pesa mucho, siempre viajo ligero de equipaje. En mi mano llevo un hermoso ramo de tulipanes, los cuales he comprado sólo hace un par de horas en el Aeropuerto de Ámsterdam. Abrí la puerta y me quedé contemplando el saloncito, está igual que cuando me fui, mi madre siempre hace lo mismo, lo deja todo de la misma forma. Las partituras que había dejado abandonadas en una silla del comedor, seguían allí. El piano abierto tenia sobre él, el mismo libro que dejé. Me acerqué a mi querido instrumento y le acaricié las teclas, las cuales brillaban de limpias.

Me llevé la maleta a mi dormitorio y volví por una jarra para poner en ella las bellas flores, mi madre las vería al entrar. Eran mi tarjeta de presentación cuando llegaba.

Volví a mi habitación a esperar que ella regresara de su paseo, calculé por la hora que no tardaría mucho. Me acerqué a la ventana, corrí un poco la cortina y me quedé mirando al patio, justo a la ventana de enfrente, en donde yo de pequeño me pasaba horas y horas escuchando el piano de nuestra vecina Doña Remedios. A veces su cortina estaba recogida y yo podía no sólo escuchar, también ver a los niños que daban sus clases de piano y solfeo.

Desde que llegaba del colegio sólo pensaba en escuchar el piano desde mi habitación, así día tras día. Una tarde, mi madre me dijo que si no me cansaba de estar tanto tiempo de pie junto a la ventana. Entonces le pregunté, —¿Por qué no me pones en clases de piano mamá? —ella me acarició el pelo y me dijo: —No podemos cariño, tenemos poco dinero y un piano cuesta mucho —yo recuerdo que tendría siete años, pero ese día me juré que algún día yo tendría el piano de cola más hermoso del mundo. A los pocos años nos regalaron un pequeño órgano eléctrico, desde luego no se parecía en nada a un piano, pero yo me volví loco, al poco tiempo ya tocaba piezas de oído. Mi madre no daba crédito a lo que escuchaba y buscó en un viejo arcón un antiguo método de piano. Me dijo que lo guardó como una reliquia de la familia, ya que desgraciadamente ella tampoco pudo estudiar ningún instrumento. Me entendí muy bien con aquella reliquia. No se cómo lo hice, pero cada día aprendía algo nuevo. Al ver mis avances, mi madre me apuntó en el Conservatorio. Para entonces ya tenia doce años y para mí fue mucho mejor que sacarme una lotería.

Yo seguía mirando detrás de la ventana el piano de la vecina. Y entonces ocurrió el milagro, mis primos y mis tíos se pusieron de acuerdo para comprarme uno. El día que entró en mi casa, pensé que me moría de la enorme alegría.

Suspiré. Siempre que regresaba a casa me volvían los mismos recuerdos junto a la ventana. Afortunadamente, terminé la carrera y apenas gané un poco de dinero empecé a guardar para el piano de cola, lo tuve antes de tiempo, gracias a una amiga de la familia que me avaló para poder comprarlo. Ahora, después de veinte años, soy un pianista, dicen, con bastante fama, pero siempre vuelvo a casa de mi madre, apenas tengo un par de días libres. Poseo varios pianos en distintas ciudades, pero el mejor está aquí, en la casa donde tantas veces lo soñé. De pronto escucho la voz de mi madre en la calle saludando a una vecina y corro al salón. Esta vez, no van a ser las flores, las que le avisen de mi llegada. Empezaré a tocar su melodía preferida y ella sabrá que de nuevo estoy en casa.

pepinubeazul[at]hotmail.com



Periodos de adaptación, pequeñas memorias
Florencia Segovia


Y hoy que tampoco puedo conciliar el sueño, espero despierto algo.

El patio del fondo era grande, muy grande. El ladrillo se resquebrajaba al sol. Al final del extenso terreno estaba el gallinero y todo el maíz. Los costales estaban bien apilados detrás del Gomero. Una parra cubría el lado izquierdo, donde el aljibe había perdido su uso anterior hacia ya varios años. La quintita todavía daba algunos tomates, y las plantas de jazmines daban su flor invadiéndolo todo a finales de noviembre.

El aroma de las palanganas con jabón blanco y ropa de cama al sol invaden mis recuerdos esta tarde. Así encuentro al niño de pantalones grises hasta la rodilla, zapatos gastados y cordones demasiado cortos para poder unirlos, en ese patio del fondo. Los bolsillos con algunas canicas, la mayoría de ellas intercambiadas por algunas figuras de tela que mi nona cosía con trapos viejos. Jugaba para no pensar. Goyo me cuidaba de lejos. Y aseguraba que tres años serían perfectos. Yo no lo creía así, pero nadie me escuchaba. La nona lavaba las sabanas atrás, Felicitas trabajaba, mis hermanas intentaban jugar para no pensar, y yo, yo también.

En su cuarto de Caballito, con olor a tango y humedad, Goyo cumplía con olvidar las deudas, y tomar un sorbo más. Parte del camino de mi vida estaba siendo decidido allí. Me adelantarían tres años. Tenía miedo, mucho miedo. Tres años era mucho tiempo. Habíamos vivido en el campo por largos meses, y esa casa en Martínez, nuestra casa fue mi primer colegio. Saltear tantas cosas, y sortear tantas otras. Con mis diez años en curso todavía usaba pantalones cortos. Y aquellos muchachotes con pelos en sus piernas los ocultarían bien, en sus pantalones grises largos. Recuerdo mirar por la ventana del zaguán, al patio del fondo y querer desvanecer como el jabón blanco en las palanganas azules de un domingo de sol. Había rogado por un par de pantalones largos, pero ¿¡Qué diferencia hace!? El tiempo correría y los estaría usando en un parpadear. Pero mi tiempo se estancó, como el agua del aljibe.

Mi mueca de angustia disfrazada de incertidumbre se devela en mi imagen. Recuerdo aquellas cortinas ya amarillas envolviéndome para no dejarme ir. Pero la realidad estaba más allá de aquel zaguán, de ese patio del fondo y de viejas telas. Tomé mi libro, lo apreté tan fuerte… La reja quedo abierta, para cuando yo volviera...

Hoy siento ese escalofrío en los pies. Las manos dormidas del miedo, y los ojos escondidos de la vergüenza… y los zapatos de cordones demasiado cortos para poder unirlos. «Azul un ala, del color del cielo»… Recuerdo mirar mi calzado con concertación, descubriendo así en cada parpadeo lo gastado que estaba. La mirada se me perdía entre baldosones rojos y un par de zapatos de cuero marrón. Las risas y burlas parecían suspenderse en el aire y rebotar en cada rincón del patio techado. «Mira. ¡Tiene pantalones cortos!». Las carcajadas eran crueles, y enfriaban mis huesos aún en Marzo. Las miradas cómplices y gratuitas luchaban para llegar primeras y clavarse en las mías. Y más risas, tan chillonas, tan odiosas. Tenía tanta vergüenza. Tenía tanto miedo. Tanta angustia. Y parado ahí, esperaba algo.

Y hoy que tampoco puedo conciliar el sueño, espero despierto algo.

flopyseg[at]hotmail.com



Bajo una luz oscura miro por la ventana
Yolimar Delgado


Allí estaba perplejo, frente a esa luz que destilaba un leve brillo sobre mi rostro. La casa estaba oscura y me daba miedo volver la cara. La ligereza de la cortina me permitía sostener mis dedos húmedos durante largo rato mientras viajaba con mis ojos perfumados por los parajes de ese día gris.

Justo cuando iba cerca del árbol me inclino para amarrar mis trenzas, un fuerte viento me arrastra y me lleva como hoja seca bamboleándose en los aires; caigo en el pantano, allí comienzo a expandirme circularmente como gota de lluvia… todo está oscuro, sólo ligeros reflejos de luz atraviesan el agua… me hundo… llego al fondo…

Es parte de lo que construía desde la ventana, donde aguardaba horas esperando a mi hermano, así pasé muchas tardes durante cinco años, pues mi madre decía que él regresaría con el viento… me convertía en hoja para cruzar los espacios y buscarlo, nunca lo encontré… nunca llegó…

Desde el día que caí al pantano acostumbraba bajar a él durante todos mis viajes, pues ahí descubría algo de mí en cada visita.... quizá podía encontrar a mi hermano.

Decidí alejarme de la ventana un día que regrese del profundo pantanal con mis manos bañadas de sangre, desde ese día hasta hoy… no volví a la ventana pues supe que dentro de mí había una… ya no tengo miedo de volver la cara… ahora tengo miedo de levantarla…

En el pantano supe que maté a mi hermano, que mi espera era en vano, que en medio de la crisis lo apuñalé… ahora desde este cuarto oscuro donde todos se visten de blanco… sé que miro desde la ventana.

yolimardelgado[at]hotmail.com



Tras la ventana
Juana Castillo Escobar


Encontré la cartera en el suelo, a la entrada del callejón que daba al patio. Me agaché para cogerla. Mi curiosidad hizo que la abriera. Aparte del DNI, algunas tarjetas de crédito, el permiso de conducir y unas pocas monedas, no había nada más. Acaricié la piel, se notaba que era de buena calidad. La abrí de nuevo para olerla, fue entonces cuando de uno de los laterales cayó al suelo una foto antigua, en blanco y negro. En ella, un niño de unos ocho años, asido al visillo, miraba a través del cristal. Su vista me llamó poderosamente la atención: aquel niño se parecía mucho a mí… Pensé en llevarme la foto pero un sonido ronco hizo que continuara agachado. Agucé el oído. De nuevo escuché una especie de estertor, de jadeo que venía desde algún lado del patio. Me levanté para salir corriendo de allí, pero alguien necesitaba ser auxiliado: unas manos artríticas se aferraban con fuerza a mi tobillo, y unos ojos desorbitados me suplicaban una ayuda que no era capaz de dar. Supongo que el miedo me paralizó por completo al ver a aquel anciano reptando sobre el empedrado, que buscaba en mí el remedio para sus males, fueran cuales fuesen. La foto se me cayó de la mano, entonces el hombre empezó a hablar no sin dificultad:

—Soy yo de niño. Mi hermano mayor fue quien me retrató.

—También a mí me gusta mirar por la ventana, y también tengo un hermano —dije, pero el viejo no pareció escucharme. Siguió con su historia:

—Lo hizo para que me diera cuenta de la cara de bobo que se me ponía cada vez que me asomaba a la ventana. Porque mi vida la pasé, ahora puedo decirlo, tras la ventana. ¿Entiendes lo que te digo? No, supongo que no, o tal vez sí. La ventana de mi dormitorio poseía un atractivo especial: daba al patio de luces de la casa, desde ella un pedazo de cielo era mío. También era mía la ventana del piso de enfrente y alguien que lleva conmigo toda la vida. Siempre deseé subir a verla, dar la vuelta a la manzana, llamar a su puerta…

—También yo…

—Eres un majadero —decía mi hermano cada vez que me pescaba mirando tras ella—, en esa casa hace años que no vive nadie. Eduvigis, la portera, me contó la historia de la casa. ¿Quieres saber lo que pasó? Vivía en ella un matrimonio. Eran ya mayores cuando nació su hija, su única hija. La niña se cayó, o se tiró por el hueco, fue a parar al patio. Murió. Ellos dejaron la casa vacía… ¿Entiendes, majadero? ¡Ahí no hay nadie! Javi, ahí no hay nadie… Y tú eres un bobo mirando la pared de enfrente, a una ventana cerrada…

—También yo me llamo…

—Yo le respondí: de eso nada. Ahí vive mi amiga, mi única y mejor amiga. Es una niña hermosa, muy hermosa, tanto que casi es transparente, alada…

—No se llamará Noelia —pregunté, pero él continuó con su parloteo:

—Me pide que vaya a verla, pero no me atrevo. Cualquier día de éstos… Al final fui cobarde y no di la vuelta a la manzana. Juanma, mi hermano…

—También mi hermano…

—… hizo que desistiera de mi empeño. Han pasado más de sesenta años. Abandoné mi ventana. Me fui de casa para formar mi propio hogar, tuve hijos, enviudé y hoy decidí que era un buen momento para regresar a mis orígenes. Como comprenderás no he podido entrar en la casa de mis padres, ya no me pertenece… Pero subí a la casa de enfrente, a la de ella, aún me aguardaba como siempre: toda de blanco, con su eterna sonrisa. Ha alargado las manos y juntos hemos ido hasta la ventana. He abierto los postigos de hierro, luego las hojas de cristal y me he asomado. En la casa de enfrente, la que fuera mi casa, al otro lado del patio, dos niños miraban a través del cristal. Nos han visto y sonreído, luego han echado la cortina y, supongo, habrán vuelto a sus juegos. Noelia…

—Noelia es mi amiga…

—Noelia me ha pedido sin hablar que me acercara a la ventana y, después de una leve caricia, sentí que me decía: «Llevo mucho tiempo esperándote. ¡Has tardado demasiado! Tú eres mi relevo. Ya puedo descansar». Y salió como se escapa un suspiro, yo fui tras de ella y ahora…, ahora me encuentro aquí tirado.

—Déjeme, señor. Déjeme en paz. No quiero escuchar más historias. Debo regresar a casa, se hace tarde. No debo hablar con desconocidos —le dije con angustia y a punto de llorar.

—¿Desconocidos? ¿Desconocidos? No seas bobo, Javi, mírate en la luna de ese escaparate. ¿Aún no te has dado cuenta? Eres un majadero, Javi. Sí, un majadero de marca mayor. A ti ya no te espera nadie en el tercero izquierda. Ahora tienes otra ventana desde la que mirar, y otros niños a los que ver. Desde este momento sólo tienes que elegir a uno de ellos para que se haga tu amigo… Ya has dado la vuelta a la manzana. Ella te atrajo hasta sí. Eres el relevo. No, no trates de huir… Quien abandona este cuerpo viejo y achacoso soy yo. Tú te haces luz y, a través de la ventana, volverás a vivir hasta que alguien te venga a buscar, y espero que sea más rápido de lo que fuimos nosotros.

lafaja7[at]hotmail.com



Sombra de mayor
Roberto Cano Seijo


Desde la ventana de mi casa muchas veces les solía ver. Marchaban solos o en parejas por las aceras del parque, con los uniformes bien puestos, aunque carecían de cualquier tipo de galardón, el traje les realzaba su figura. Eran tardes otoñales, de hoja caída que al pisarlas se sentía el agotamiento de su verdor, o de primaveras, en que el tiempo daba mayor oportunidad de disfrutar la luz y oler la frondosidad de toda la vegetación tan cercana al recorrido. Muchos de ellos cortejaban a las chicas de servicio, bien cuando iban con bebes o niños a los que cuidaban, o los jueves que disponían de las tarde libres y se mostraban accesibles a ser conquistadas. Pasaban por el paseo de enfrente de mi casa, punto que desde mi observación del mirador acristalado contemplaba melancólico y perezoso después de la salida del colegio mientras merendaba, antes de empezar a hacer los deberes pendientes.

¡Qué mayores me parecían! Siempre había oído, que más que un servicio, la patria era el principio a la hombría; la total madurez de la persona. A ser hombre independiente y buscarse la vida por uno mismo. A mi me quedaba mucho tiempo todavía, pero me tenia preocupado. Me lo recordaba mi madre, con cierta frecuencia, diciéndome: —Mira, a esos ya les queda poco tiempo de juventud. Ya se tienen que buscar la vida por si mismos. Así que estudia y aprende para que cuando te llegue tu hora seas un hombre de provecho—. Era una encomienda muy fuerte. Me sonaba a miedo, a una responsabilidad que no me encontraba dispuesto a asumir.

Me tocó ir al Servicio Militar. Tiempo que no entendía lo que hacia. Era mandado a hacer una instrucción que no sabia para qué servia. En un par de ocasiones me pusieron un fusil en las manos para que comprobase lo que es; por si en caso de necesidad lo tuviese que utilizar, al mismo tiempo que me decían que ese modelo ya no se usaba, si no que, ahora eran más modernos. Yo allí no pintaba nada porque no aprendía nada. Tampoco tenía opción de enseñar algo de lo poco que sabia y mucho menos, estaba dispuesto a disparar para defender una patria. Como si las cosas no se pudiesen defender con la palabra y la razón.

Pasaba el tiempo y seguía sin ver la utilidad de aquello. Pululando y quemando el tiempo por los patios grises y aulas frías del cuartel. Sin embargo, sentía un pánico especial a que terminase y me dijeran que ya era un hombre y me las tenía que arreglar por mi mismo. Yo me valía por mi solo, libre, responsable, pero no estaba dispuesto a aceptar la responsabilidad de ser ya un hombre. Me comportaba como un ser sensible. Capaz de escuchar y ayudar a cualquier persona que en algún momento necesitase de mi colaboración, al margen de su edad, su nivel social, ideología, sexo, etc. Era lo que podía abarcar. Me mostraba como persona y nada más. No quería ser mayor. Habían pasado doce meses en el cuartel y seguía siendo el mismo. No había aprendido nada nuevo para ser un hombre. El tiempo pasaba y sentía que me iban a empujar a salir del recinto, a darme una patada o en el mejor de los casos una palmadita: —Fuera, ya eres un hombre.

Vuelvo por el mirador de mis padres. Ya no pasean soldados, ni chicas de servicio. Veo gente joven, como mis hijos, aunque mayores que en mi edad adolescente y no me parecen tan mayores, ni tan hechos como entonces. Afortunadamente les veo personas sensibles y soñadoras, si bien con miradas de futuro incierto por el presente precario en que vivimos. Y yo. No me siento mayor.

roberto_barro[at]hotmail.com



Mi amigo Pablo
Lourdes Macías Torrecillas


Mirando las fotos del internado, apareció la que le hice a Pablo aquella tarde de diciembre antes de irme de vacaciones. Aquel día estábamos algo revolucionados y, en los dormitorios, todo eran maletas a medio hacer. El habitual silencio se veía roto por las risas y la euforia que regresar a casa nos producía. Pero Pablo, como tantas otras veces a lo largo de los años, miraba por la ventana ajeno a cuanto sucedía a su alrededor. Era mi mejor amigo y le había invitado repetidas veces a venir a mi casa a pasar las vacaciones de Navidad, pero él declinaba mi invitación diciendo: «Mis padres no tardarán en venir a recogerme, mi madre se disgustaría mucho si no paso la Navidad en casa…».

Y mientras poco a poco el internado se iba quedando vacío de nuestras voces, mi amigo seguía esperando en aquella ventana. Y aunque al regreso él me contaba lo bien que lo había pasado con su familia, yo sabía que las había pasado en el colegio con el padre Manuel y el padre Tomás, tan viejos y entrañables como el propio edificio.

Con los años nuestra niñez se quedó dormida en algún rincón de aquel colegio. Cada uno tomó un camino y durante mucho tiempo no supe nada de mi amigo, ni él supo de mí. No hace demasiado tiempo decidí enseñarle a mi hijo aquel internado en donde tantas horas y años había pasado. Cuando llegamos me pareció distinguir una silueta en la ventana del que fuera mi antiguo dormitorio. Una vez dentro casi podía oír nuestras voces de otro tiempo. Cerré los ojos y a mi espalda alguien dijo: «Veo que el mejor amigo de mi niñez no ha olvidado el camino». Allí estaba Pablo con los brazos abiertos esperando el abrazo. Había estudiado magisterio y una vez licenciado regresó y ahora formaba parte del profesorado.

Estuvimos mucho tiempo hablando y por fin me contó su secreto. Pablo no conoció a sus padres, fue un niño abandonado y el padre Manuel y el padre Tomás lo recogieron y cuidaron de él hasta el final de sus días. Nunca quiso contar nada por temor a que los demás niños le marginasen o le considerasen distinto.

Qué poco sabemos muchas veces de la gente que nos rodea…

Sigo mirando aquella vieja foto… creo que mi amigo Pablo, en lo más profundo de su corazón, guardaba la efímera esperanza, mientras miraba por aquella ventana, de que algún día, como a cada uno de nosotros, sus padres vendrían a buscarle.

lourdes42mt[at]hotmail.com



Desde mi pantalla
Esperanza de Castro Marrodán


Todas las tardes, acompañaba el bocadillo de la merienda con una ración de acontecimientos, que se sucedían ante la ventana de mi habitación.

La vecina del tercero sacaba puntualmente a pasear a su perro; la veía desaparecer al final de la calle. Mi pequeña pantalla no daba para más. Varios niños, algunos de mi casa, jugaban al balón, mandándolo, de vez en cuando, a la acera de enfrente. Cruzaban a toda prisa sin mirar, para recuperarlo. Yo, que vivía en un tercero y veía venir, desde mi posición, un coche que ellos no podían apreciar hasta que no estaba encima, a veces me tapaba los ojos para no ser testigo del atropello del que se libraban siempre, por suerte. Me habían hablado, cuando era más pequeño, del ángel de la guarda y, al ver estas cosas, me decía que debía existir realmente; si no, no se explicaba que ninguno de aquellos chavales que cruzaban alocadamente, hubiera sufrido jamás daño alguno.

En fin, pasaba horas enteras delante de aquel televisor, mucho más rico en sueños que el que conocí años más tarde.

Después de haber paseado a través de la imaginación, con la vecina del perro, y sobrepasado el límite de la calle, tras haber hecho unos pases de balón con mucha más maestría que la que observaba en los otros niños; luego de haberme forjado mil historias y juegos con cada uno de los habitantes del otro lado de la ventana, mi madre abría la puerta de la habitación y me decía un ¡a cenar!, con la misma cadencia, día tras día.

Entonces, yo cogía las muletas, apoyadas en el borde de la cama, y, con mucha dificultad, llegaba hasta el comedor tomándome mi tiempo, aunque la casa era pequeña.

A los cinco años había contraído la «polio» y una de mis piernas se había empeñado en hacerme la vida difícil y cansina, así que mi niñez se vio relegada a los interminables tratamientos, en los que ni siquiera confiaban mis padres, a los juguetes y a las visitas obligadas de mi vecino de enfrente, más o menos de mi edad, al que mi madre invitaba a comer de vez en cuando, para ver si, de paso, me animaba a imitarle, pues el chico comía como una lima. Encima, yo era hijo único, para mayor aburrimiento.

Hoy tengo pocos recuerdos de mi niñez, pues la aplacé hasta los 20 años, cuando, recuperado totalmente de mi enfermedad, y devuelta mi movilidad primitiva, comencé a disfrutar de los paseos, libres las manos de muletas y la pierna de extraños aparatos. Visité los parques que no conocía, pues, aunque mi madre me llevaba alguna vez al más cercano, siempre temía que me cayese y me hiciera daño. Jugué un tiempo en un equipo de fútbol y terminé mis estudios de monitor de tiempo libre, para trabajar en campamentos juveniles.

Tuve grupos de niños de diferentes edades. Me preferirían a los otros monitores, pues decían que aguantaba jugando lo mismo que ellos, que no me cansaba… Y los padres decían sonrientes, que, a pesar de mi edad, parecía un niño más.

Ahora soy un hombre casado, con tres hijos y cuatro nietos. Nunca respondí a la pregunta que se empeñaban en hacerme los mayores de mi entorno: ¿qué me gustaría ser de mayor? A mí lo único que me surgía ante tal pregunta era que quería hacer lo mismo que los demás, poder atravesar la ventana de mi habitación y vivir las aventuras que tenían lugar fuera de mi mundo limitado.

esperanza.decastro[at]mjusticia.es



Tras el cristal
Paula Martínez Ruiz


Ni siquiera sabía pronunciar el nombre de mi enfermedad, pero intuía el poder de esa palabra, mucho más intenso que el pálido de mi piel y que el rojo de la sangre que escupía al toser. La primera vez que la escuché nombrar fue de los labios del médico, a los pies de mi cama. Recuerdo el gesto de mi padre al escucharlo, las lágrimas de mi madre, a mi tía Eugenia sacando a mi hermana pequeña del dormitorio… A partir de entonces mi vida se iba a ver reducida a aquellas cuatro paredes.

Al menos tenía mi ventana. Aquella ventana con sus visillos lánguidos que retrataba el único ángulo soleado de un parque más bien pequeño. Ése fue durante meses mi único contacto con el mundo exterior. Desde allí veía a los niños jugando a la salida del colegio. Reían, gritaban, corrían, saltaban… alargaban las breves tardes revolviendo la hojarasca o escondiéndose entre los árboles desnudos. No hacía tanto tiempo que yo mismo había compartido juegos con ellos, y sin embargo me parecían extremadamente lejanos desde detrás del cristal. Como si perteneciesen a un universo diferente.

Eran contadas las visitas que recibía al cabo del día. El primero, puntualmente cada mañana era el médico. Entraba siempre acompañado de mi madre, a la que veía cada vez más pequeña y más arrugada conforme pasaban los días. Era una visita silenciosa en la que se limitaba a auscultarme, tomarme la temperatura y preguntarle a mi madre cómo había pasado el día anterior. Nunca se dirigía directamente a mí, y sin embargo yo tenía la sensación de que de alguna manera me protegía. Cuando sea mayor, seré médico, pensaba en cuanto salía por la puerta de mi cuarto.

Al caer la tarde, justo cuando los chavales ya comenzaban a dirigirse a sus casas y la escasez de luz me dificultaba disfrutar del parque desde la ventana, era cuando llegaba el maestro. Entraba siempre con una sonrisa en los labios, a pesar de que se le notaba el cansancio en el rostro y en el pelo canoso. Él nunca supo cuánto me alegraba su presencia, aunque el polvo de la tiza en su traje oscuro y entre sus dedos me hacía recordar el aula, el verde de las pizarras y el griterío de los compañeros. Sin ellos las matemáticas eran mucho más áridas si cabía. Cuando sea mayor seré maestro, pensaba entonces, y llevaré siempre las manos manchadas de tiza.

Un día el médico ya no vino más y yo pensé que me había curado del todo. Anduve toda la mañana asomado a la ventana. La primavera estaba comenzando a hacerse presente en los árboles del parque, salpicándolos de tímidos tonos verdes. Alguien trajo flores y las colocó sobre mi cama. La primavera en mi dormitorio. Me pareció un bonito detalle.

Aun así, me resultó muy extraño ver entrar a mi madre, aún más pequeña y arrugada, vestida de negro riguroso y llorando desconsolada mientras mi padre y la tía Eugenia la sujetaban por las axilas. Entonces me vi a mí mismo tumbado sobre la cama y comprendí que nunca sería médico, ni maestro, ni volvería a jugar con mis compañeros del colegio.

Aun así, nunca he renunciado a mi ventana. Soy yo quien mueve los visillos y mancha los cristales con mis pequeños dedos helados.

trinapalu[at]hotmail.com



Del libre andar
Raquel Zaragoza


Mi sed navega
las marismas del sueño.
Vuelo feliz.

Miro por la ventana los días de lluvia, esos días en que te dejas llevar por los mares sonámbulos de la imaginación y mi pequeño dedo en el cristal dibuja rutas, navega vertiginoso por las arterias del tiempo, cruza fronteras, escucha hablar al agua de las fuentes y al de los océanos, al que burbujeante crepita en el borrascoso oleaje que se desata en los charcos al ser invadido por esos inocentes barquitos de papel que siempre acaban hundiéndose…
Pero el bálsamo del juego atempera lo cruel de la existencia.
Embriagada por el afán del viaje, disfruto el manjar de la aventura, de esta loca empresa de entregarse sin pensar, de no percibir los límites.

No hay disculpas para perderse la vida, para no salir y chapotear y empaparse y reír sorbiendo los mocos o limpiándolos con el puño de la chaqueta.
Sin miedo a las reprimendas, con el goce de beberse el aguamiel que cae de las nubes, de volcarse con ellas, vaciándose, sin dejar que se seque nuestra voz, la íntima, la que de dentro nace.

Y como doncella que se ofrece gustosa, el imaginario de la infancia se llena de palabras, de signos musgosos, de letras-caracolas que se enredan al silencioso vacío y lo iluminan.

Ser barro amaestrado sólo conduce a la angostura, al recorrido por ese pasillo estrecho por el que sólo sentimos miedo, gran temor, ese nudo que al corazón aprieta.
No, no seguiré ese camino.
Sobre el vidrio empañado continúo los trazos.
El calor de mi aliento sustantiva ahora la travesía.
Sin intermitencias, entro en la noche y las primeras luces alumbran el recinto.

jurcross[at]yahoo.es



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Mistery


¿Qué serás cuando seas grande?, me preguntaban las voces tras de mí mientras yo continuaba absorto, traspasando un horizonte infinito más allá de las paredes y la oscuridad en la calle, ya sin sol.

¿Qué harás cuando crezcas?

Y yo, eterno Peter Pan, sumergido en sueños de Campanillas y de Garfios, parando todos los relojes para no crecer, inventando mundos de colores, me asomaba hechizado a mi ventana, valorando si el espacio profundo del vacío sería lo bastante para emprender desde ella mi vuelo.

yallegue2002[at]yahoo.es



Caníbal
Jorge Andrés Diab


Mi hora predilecta era bien entrada la noche, cuando hombres viejos ocultos bajo grandes paraguas, encorvados por los años, llegaban a sus casas mientras jóvenes flacos y efusivos formaban grandes grupos riendo y fumando. Siempre estaban acompañados por hermosas señoritas, apenas repasado el maquillaje y con la pálida luz de la luna golpeando en sus ojos, dándoles ese brillo tan especial.

Pegaba la frente contra el gélido cristal y resoplaba vigorosamente para que el vaho empañara la ventana, entonces comenzaba a dibujar corazones y rosas porque era lo único que me quedaba bien. Podía durar así horas enteras hasta que el dolor en la frente me obligaba a retirarme. Era el mismo dolor que sentía al verme encerrado, iluminado sólo por una lámpara de aceite, donde mi única compañía era una sombra borrosa y esquiva que no reía, que no jugaba. No sabía por qué estaba allí o por qué no podía salir.

Entonces, hacia la medianoche, llegaba el momento tan esperado donde millones de luces comenzaban a aparecer tímidamente en el negro cielo. Las constelaciones se podían ver claramente y a veces hasta las delineaba con mi dedo, otras simplemente las inventaba. De repente una estrella fugaz. Y luego otra. Y a cada una le pedía siempre lo mismo. No tenía nada más qué pedir. Una noche entre la niebla, entre los chicos y chicas, donde pudiera ver todo el cielo y sentir la cara estremecerse por la brisa nocturna. Donde mi voz rasgara el silencio y mi sonrisa hiciera a las niñas enamorarse de mí.

Cuando cambiaron mi ventana por barrotes y mi lámpara de aceite por el cerillo que enciende ahora mi último cigarrillo, supe que esa noche, la misma que a hurtadillas dejé mi habitación, sería la última. El frío no enrojecería más mi rostro ni agitaría más mi cabello, la misteriosa luna no volvería a hacer brillar mis ojos y mis manos no volverían a cortar la delgada neblina de diciembre; mucho menos a sentir de nuevo la tibieza de la sangre correr por mis labios y el sabor de la carne aún palpitante en mi boca. Sin embargo, no pierdo la esperanza en que las estrellas me concederán otra noche libre.

calvinboyd_85[at]hotmail.com



La ventana
Mónica M. Volpini Camerlinckx


Se llamaba Marco Antonio y tenía trece años que aparentaban apenas diez. Todos lo trataban como a un niño sin imaginarse jamás que por dentro de su cuerpo ya habían comenzado a aguijonearle los apuros de una adolescencia demasiado precoz.

Vivía en un barrio adonde las casas estaban tan cercanas unas de otras que todos podían verse a través de las ventanas del vecindario.

Y fue por esa razón que él adquirió la costumbre de pasarse horas enteras inmóvil frente a aquellas cortinas marrones con dibujos ecuestres. Fue porque desde allí podía observar todos los movimientos de Eleuteria, su vecina de quince años que vivía en la casa de al lado.

Ella era morocha, con un cabello ensortijado que le llegaba hasta los hombros, coronando la perfección de un alocado cuerpo juvenil que se estaba despertando salvajemente a los desenfrenos del primer amor.

Todas las noches, exactamente a la misma hora, se encendía la luz de su cuarto y comenzaba a quitarse la ropa enfrente del espejo, a la vez que se acariciaba con pasión de manera ilimitada.

Marco Antonio la acompañaba en aquella locura distante, y poco a poco tuvo la sensación de que gozaban juntos de aquel primer pecado de inocencia juvenil.

Un día se corrió la voz de que los padres de aquella niña estaban pasando un duro trance económico, y que la única salida sería casarla con un señor tan mayor como adinerado, que les había propuesto un trueque de deseo por pago total de deudas.

Marco Antonio escuchó esa noticia en una reunión de gente grande y corrió a su cuarto, esperando desesperadamente la hora de todas las noches, que llegó con la puntualidad de todos los días. Pero aquella vez, después de ella, entró su padre. Eleuteria lloraba tanto que parecía a punto de estallar de dolor. Su padre, en cambio, se mostraba casi tranquilo, pero en su mirada destellaban la furia y la maldad, en ese orden.

De repente, ella trató de abrir la ventana como si fuese a arrojarse, pero entonces el hombre la tomó de un brazo y la azotó salvajemente, hasta dejarla tirada en el piso.

El niño esperó en vano que se levantara durante toda la noche. Cuando el sueño lo rindió arrimó un sillón hasta ese lugar y se durmió.

Al otro día lo despertó un auto blanco que tenía una sirena tan chillona que le taladró el cerebro, y vio gente que corría y gritaba.

Por la tarde lo vistieron como para ir a la iglesia, le pusieron una tira negra en el brazo y lo llevaron al entierro de la hija de los vecinos de al lado.

Como siempre, obedeció a sus padres. Pero antes de salir caminó lentamente hasta la ventana y cerró las cortinas marrones con dibujos ecuestres.

pampaeuropa[at]hotmail.com



3 de marzo
Mercedes Pajarón


El día era claro, muy claro. Los densos nubarrones daban al ambiente una nitidez irreal. Los árboles de la avenida empezaban a mostrar con tímido orgullo unos brotes recién nacidos en sus ramas que, en contraste con el cielo, adquirían un relieve casi luminoso. Las yemas habían empezado su carrera imparable hacia una frondosa plenitud estival.

Desde la ventana del comedor de casa, mi pequeño Daniel parecía contemplar con mirada silenciosa y soñadora la melancólica despedida del invierno. Me gustaba observar el gesto ausente que mostraba durante unos minutos, que a él le parecían horas, y a mí, segundos. Mi intuición maternal me decía que su pensamiento viajaba mucho más allá de los árboles, de los tejados de los demás edificios, y de las estaciones del año. Yo miraba a mi retoño, intentando averiguar qué pasaba por la cabeza de ese adorable y adorado ser, brote de primavera.

—¿En qué piensas, hijo mío? —le pregunté con cariñosa curiosidad.

Daniel se giró muy lentamente, clavó sus ojos de lago profundo en los míos, y me dijo con la determinación del niño que se cree mayor:

—Mamá, yo seré escritor.

Algunos años han pasado ya desde aquella mañana en que Daniel me confesó su sueño profesional. Hoy, en estos días en los que se confunden todas las primaveras en mi memoria, esta escena permanece sin embargo viva e imborrable, y regresa del pasado cada vez que Daniel, conocido autor de tres novelas y de innumerables cuentos infantiles, viene a visitarme, y se asoma por la misma ventana, para seguir viajando con su mirada silenciosa y soñadora, más allá de los árboles, de los tejados de los demás edificios, y de las estaciones del año.

mariadelasme[at]hotmail.com



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Mario Santiago


Sólo soy un niño que mira por la ventana, buscando en el vacío puntos imaginarios mientras a mi espalda mi padre grita y mi madre llora hasta armarse de valor y gritar también ella aún mas alto. El cristal de la ventana se nubla, pero yo insisto en seguir mirando, buscando, aunque mis mejillas ya estén húmedas y mi garganta hecha nudo. Más gritos. Pronto comenzarán los golpes (¿quién golpeará primero?) y sé que más de uno está reservado para mí, pero cuando eso pase ya estaré muy muy lejos, en un punto imaginario desde mi ventana.

Tan sólo soy un niño que mira por la ventana, pero ahora soy padre y soy esposo, y cuando esta noche comiencen los gritos tal vez sea yo el que pegue primero.

tiagomarsal[at]yahoo.com



La psicología del retrato
Andrés López Matesanz


Cuando observo la fotografía experimento todo un proceso de psicoanálisis en mi interior. A través de la mirada perdida de ese adolescente, canalizo todas las horas que pasé pegado al cristal del ventanuco del destartalado zaguán que nos sirvió, hasta bien entrada mi juventud, como piso familiar a mis padres, tres hermanos y las dos abuelas.

En el horizonte de aquella mirada siempre estaba presente el amanecer de una nueva vida. Los personajes que se debatían en ese ir y venir, perdiéndose unos tras la esquina de la primera calle; así como otros que, como muñecos de guiñol, aparecían por la siguiente, siempre daban paso al luminoso personaje que desde mi interior proyectaba y se mezclaba con naturalidad con toda esa realidad observada desde mi privilegiada atalaya.

El personaje era de mediana estatura, fuerte de constitución y con un semblante de comprensión y agrado que invitaba a la confidencia.

A pesar de la distancia que nos separaba, sentía su mirada instalada en mi interior, quedando hueco de palabras.

Era una sensación de extrañeza que paralizaba todo a mi alrededor y me dejaba rígido como un tablero. Toda la atención, preñada de misterio, iba dirigida hacia la distancia que nos separaba y que con anhelo, casi inconfesable, forzaba a fin de reducirla. Era tal la intensidad que ponía en el acto que no cejaba hasta que sus pasos ponían rumbo hacia mi presencia.

Siempre lograba traerlo hasta la puerta de mi casa, pero jamás conseguí que la traspasara. Al llegar a este punto, invariablemente el que entraba en la estancia era la persona de mi padre: descuidado, bebido y sin modales, la antítesis del que yo esperaba.

Hoy me separan cuarenta años de esas experiencias, y mirando a través de la ventana del hospital donde éste se halla, he vuelto a ver a mi querido personaje, pero esta vez sí ha entrado hasta la habitación, y he notado la calidez de su abrazo que, como antaño, me ha dejado hueco de palabras pero con una sensación de alegría y bienestar totalmente desconocida.

Hay un silencio que penetra toda la estancia y que se hace extensible hasta en el mudo respirar de mi padre, cuyo rostro, inmóvil, se ha convertido en el amable semblante de mi querido personaje.

a.l.ma[at]ono.com



A mí la muerte me da
Iván Restoy


Entonces aún faltaba mucho tiempo para que un día añorara Carabé desde la barra del bar La Galería, en Portugalete; la misma mañana en que su mujer había enloquecido y había tirado al contenedor sus libros de poesía: Blake, Wordsworth, Rimbaud…, que él buscara horas después revolviendo los armarios, trajinando detrás de las sillas, levantando las ropas caídas sobre las butacas y, de rodillas, ante los armarios llenos de revistas de punto de cruz y recetarios voluminosos con grandes fotografías de platos que olían a moho y humedad. «Toda la casa está llena de basura», le gritaba su mujer. Cierto, pensaba él, la basura de Trakl, la basura de Cernuda, la inmensa basura burlesca de los románticos ingleses en maridaje espeso, pero perfumado, con los clásicos españoles, y luego Lorca, Alberti, Aleixandre, y los poetas vascos. Palabras y piedras. Su mujer era como un pequeño salvaje resoplando tras la puerta, observándole mientras movía unas bolsas, volteaba las carteras de cuero e incluso escudriñaba las cosas más pequeñas e insignificantes detrás de las cuales, era obvio por otra parte, no podían hallarse sus libros. La delación del crimen llegó poco después; cuando ya él era un ovillo en el suelo que mascaba chicle e intentaba facturar globos como cuando niño. Las frases llegaron a sus oídos, pero ya estaba muy lejos de allí, quizá por el efecto narcotizador y sápido del chicle de fresa amarga, lo que enseguida le trajo memoria de nuevo de Carabé, su pueblo, en el interior de Cantabria, la mañana en que tío Tiquio le dio un chicle comprado al panadero y, vestido para la misa de doce, le dijo que esperara junto a la ventana. Y él, mentón endurecido, los papos llenos, embutido en su jersey de pico y su camisa blanca, se quedó allí muy quieto mirando a la hija de los Pérez mientras trataba de recordar el romance del Conde Olinos que su tío le enseñara hacía dos noches: «Madrugaba el conde Olinos, mañanita de san Juan…», así hasta llegar a la brusca muerte de la infantina y el conde a los gallos cantar. Estrofa que lo turbaba y le hacía dar un traspiés, y entonces se alejaba de la ventana con un puntito de nostalgia, como si nunca pudiera volver allí y lo supiera, y bajaba las escaleras recubiertas de hule marrón e iba en busca de Ata Pérez para echar canicas o subir al campanario donde años después fumaría su primer cigarrillo, asustado como una liebre, y besaría, y le recitaría a Ata el romance de Olinos (pero eso fue mucho antes, quizá sólo una semana después) ante su atenta mirada, la misma que recordaría casi cuarenta años más tarde en un bar de Portugalete, bebiendo cosecha, cuando añoró Carabé y su tiempo sin saber que entonces sus libros desaparecían como por ensalmo de encantadores y bajaban en una bolsa oscura junto a los restos de la cena de anoche (espinas de pescado, tapas de yogur, todo mezclado), incluido un breve ex libris donde ya de adulto, en la universidad, había copiado de un libro infantil el romance del Conde Olinos: «No le mande matar, madre,/ no le mande usted matar;/ que si mata al conde Olinos/ a mí la muerte me da».

lenocarney[at]hotmail.com



Esperanza
Delia Patrone


Papá tosía. No podía conciliar el sueño. Mi escape era la ventana.

Quería huir, no podía. Esta era la única manera de alejarme del dolor y la enfermedad...

Afuera, la noche intransigente, lo hacía todo más recortado y temible...

Negro, sólo negro, el verde y los rojos u amarillos del otoño que ya moría no existían, Todo negro, con la luz de día, agrisado por el polvo de las chimeneas.

Esta es la casa, el mundo que me dejaron. Lastimado, agonizante, sin colores ni aromas. Con fétidos olores de destrucción.

Este es el mundo que debo reconstruir. ¡Porque yo quiero vivir! Quiero que mis hijos rueden por el verde de los pastos y se enreden en las matas silvestres, y escuchen el agua cristalina correr...

Papá tose. Todo el polvo de la Naturaleza maltratada está en su cuerpo...

Pero mis hijos, no tendrán que huir para no escuchar mi sufrimiento.

Mi tarea comienza ahora... ¿encontraré quién me secunde? Sí, creo. Por eso sé que puedo cambiar el negro por el color, el humo por la brisa limpia, el arroyo maloliente, por el agua cantarina...

Sí, creo.

azulyazulde[at]adinet.com.uy



Oscuridad
Alex Pineda Angulo


Mamá cree que aún no lo sé, que no me aflijo cuando pienso en ello, que aún soy muy crío para darme cuenta o no me importa. Buen rato hace que salió de aquí, luego de asegurarse, con un beso firme y tierno sobre mi frente, que yazgo definitivamente instalado, como todas las noches, en la sosegada profundidad de los sueños.

Hoy, sin embargo, no puedo dormir. Hoy, más que otras veces, una creciente y afilada sospecha se aviva en mi interior, sin que pueda dejar de pensar en todo esto que soy y que me angustia, en todo esto que descubro ser y que no entiendo, que no me resigno a entender.

De nada sirvió aquella tenue y refinada voz de antigua ex novicia, esa dulce y triste canción de iglesia que tanto me gusta, que tanto nos gusta, y que mamá entona, una vez más, desde su fe remota e inquebrantable, esperando confiada a que me duerma:

«Señor, tú has venido a la orilla, no has buscado ni a sabios ni a ricos...».

No la desengaño y —agazapado, inmóvil, bajo la colcha— aguardo silencioso a que se vaya.

Es tan débil y buena, tan callada y noble es mamá, que quizá fue esa la única razón por la que me contuve un segundo, sin darme vuelta, cuando la sentí incorporarse sobre el borde de la cama y no la retuve de la mano para estallar en preguntas, en fáciles y dolorosas protestas, en el inevitable y previsible llanto.

Si me lo preguntan, qué podría decir. Aquello existe como una sólida y fría distorsión, un enrarecido espacio, una viscosidad interminable detrás de mis ojos, en mis ojos. No sé a partir de qué momento, en qué fracturado instante, me fue dado tener plena conciencia de mi real situación, de que todo eso que llaman «oscuridad» era y había sido la única causa de una serie infinita de reservas, de perversas sustracciones de felicidad, de pequeños y solitarios tropiezos en mi vida, a los que sin embargo había dejado pasar por alto con insólita indiferencia.

Un tortuoso e impredecible destino parece iniciarse ahora para mí. Creo haber tardado demasiado en darme cuenta que todo aquel mundo extranjero de las calles, todo aquel espectro de ruidos y movimientos confiados de la ciudad, en las que sólo a veces he tenido la impresión de insertarme de una manera confusa y clandestina de la mano de mamá —recuerdo ahora el sonido de los buses del metro, los animales del zoo— se oponía por completo a ese otro cerrado, pequeño y solitario mundo que he llevado conmigo desde siempre.

Como cualquier mortal estoy destinado, acaso mejor dispuesto por la condición que ahora descubro en mí, a entender con la soledad que me reserva los años, el misterio impalpable de la vida, el paso del tiempo inexorable sobre las cosas y los seres. Acaso podría llegar a entender lo que es la muerte y resignarme a ella. Pero que ni una sola brizna de eso que llaman «luz», y en la que sólo ahora he sabido reconocer la libertad sensible de este mundo, asalte la noche eterna de mis ojos para liberarme... No, a eso no me resigno. No quiero resignarme.

Ahora el sonido indefenso y leve de la lluvia, allá fuera, sobre las baldosas del patio, en la purificada noche, esa imposible imagen de la humedad cubriendo las hojas del viejo árbol de nísperos que crece en el pequeño jardín detrás de las ventanas, me duele por primera vez como un pedernal invisible hundiéndose en mi corazón.

Oscuridad, hoy me atreví a tocar tu rostro, tu impenetrable rostro. Y como alguien que presa de la confusión, en medio de un tiroteo, descubre de pronto, absorto, la sangre en la camisa, la herida mortal en su pecho, supe entonces que tu rostro no era sino el mío. Y, sin embargo, lo que me aterra, como el roce de una piel hostil, no es tanto comprender el que hayas existido hasta ahora en mí, como una inadvertida e imborrable presencia, como una sombra; sino la certeza inmediata, irrevocable, de que ya nunca me dejarás, oscuridad.

letranger7[at]gmail.com



Aquella inocencia
Issa Martínez Llongueras


Aquel sueño de tomar la mano de Anita —corriendo en el jardín, del otro lado de la ventana— y colocarle el anillo que hice para ella con mi canica favorita.

Anita me llamaba con su sonrisa color de sol, yo sólo la miraba sujetando la cortina y sintiendo que aquello que crecía en mi pecho se me subía hasta los ojos.

Luego escuché el trueno y el grito de mi madre.

Mi carrera escaleras abajo.

Mi padre en el suelo.

Los soldados…


Aquella inocencia ultimada del cuarenta y cuatro y la esperanza con la que mis ojos percibían la primavera, se quedaron para siempre con Anita.


Mi pierna rota por el fusil de aquel soldado duele menos que el cáncer de mi madre descansando, recientemente, bajo la tierra.


Y esta pierna necia, siempre quedándose detrás de mí, como si pudiera frenar mi vuelo…


—¡A ver quién llega primero hasta aquel árbol, Pepe…!


—¡Yo te gano, abuelo, yo te gano!

issa[at]issamartinez.com



Desde el alma (Vals de Rosita Melo)
Jorge Durán


El convento queda en Flores.

En los días de primavera no hay un olor tan dulce y delicado en todo Buenos Aires como los jazmineros de este parque.

Mi cuarto queda en un tercer piso. Desde mi ventana puedo ver el parque, la cocina, y parte de una salita y el piano de cola.

En una época, a decir de mi madre había muchas postulantas al noviciado. Pero ahora sólo quedan algunas monjas ancianas y un par de mujeres de servicio.

Ella se llama Fedora.

A la hora del té toca el piano para las monjas ancianas. Mozart, Chopin, Debussy. Pero a mí me gusta oír siempre el vals popular, si bien disfrutaba de todo lo que Ella ejecutaba.

Cuando yo le pedía que no se olvidara de tocarlo Ella me decía: —Tienes que interesarte por la música importante, por los clásicos.

También la veo barrer, lavar en un piletón y fregar.

Siempre me extrañó que una persona de servicio como decía mi madre pudiera tocar el piano tan bien.

No sé cómo siempre coincidían las horas de mis salidas con las de Fedora. Cuando yo iba y venía de la escuela, cuando yo salía para comprar algo y hasta cuando volvía de las clases de inglés.

Ahí estaba Ella.

Me miraba a los ojos, me acariciaba las manos, la cabeza, y me daba las galletitas que horneaba, los postres y los dulces.

Mi madre falleció cuando yo tenía diez años.

Mi padre se encerró entonces en su dolor y no volvió a salir de la casa.

La mujer de servicio nos dejó. Entonces mi padre dijo:

—Tendremos que buscar una persona para las tareas domésticas.

Ni lerdo ni perezoso yo le contesté: —Fedora papá, Fedora.

—¡No! ¡Eso nunca!

No lo comprendí entonces…

Mi padre falleció cuando yo ya era un hombre.

Fedora no toca más el piano.

La veo desde mi ventana caminar y caminar por el parque pero Ella no puede levantar la cabeza. Se apoya en un bastón.

La visito casi todos los días a la hora del té. Miro sus ojitos perdidos detrás de sus gruesos anteojos pero no me dicen nada. Acaricio sus manitos, pero tampoco responden.

Se ha ido mentalmente de este mundo…

Hago miles de conjeturas. Ato y desato preguntas y respuestas.

Hay algo en lo que pienso y no me animo a admitirlo.

Pero aquella tarde fui decidido. Tome sus manos. Volví a buscar sus ojos y le dije al oído, como un susurro: —Mamá… Mamá…

Su rostro cambió. Poco a poco se tornó dulce, sereno, apacible.

Rodó entonces una lágrima por su mejilla.

chegoliat[at]yahoo.com.ar



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Marisa Aragón Willner


Mirar desconsolado por la ventana se ha convertido en el máximo entretenimiento de las tardes de Carlitos. Por la ventana ha visto partir para siempre a sus seres más queridos, hace dos años la abuela Balbina partió hacia el hospital en la silla de ruedas con su cabeza blanca ladeada y una sonrisa mientras las lágrimas arrasaban sus ojitos cansados y grises, fue la última partida, el último paseo y con sus manos partidas y viejas acarició la cabeza de Carlitos que se tomaba de su mano. Su diagnóstico no fue bueno y en catorce días su presencia huyó de la casona de la Recova, solo quedaba el abuelo con su cuerpo enclenque y largo que transcurría largas horas mirando la nada, ahora que la soledad lo dejaba sin su compañera de toda la vida, por suerte su mente no recordaba todas las cosas y a veces sonreía, quizá un recuerdo de sus años mozos se atravesaba y le arrancaba una sonrisa opaca de nostalgia. Un día jugó la partida de naipes de la noche y tomó su té que le preparaba la mamá de Carlitos, le dio un beso al niño y pidió ir a su dormitorio, tenía frío, ese frío que antecede a la despedida y se durmió soñando quizá con las tardes bonitas de su Galicia natal, con su mar y su primer viaje en barco. Carlitos tuvo que ayudar a ordenar la pieza de los abuelos, algún libro quedó en sus estantes, el resto fue donado. Ahora Carlitos podría pensar en tener una habitación para él solo pero toda la casa olía a duelo y él no quería quedar solo en esa habitación vacía. Sólo ha quedado la pipa del abuelo instalada en la tapa de una caja de ébano con incrustaciones de marfil.

Luego de las muertes, alguien más partió con su bolso marinero al hombro, fue Leo, el hermano mayor de Carlitos y todavía lo recuerda, era su ídolo y más cuando le dijo: Mirá campeón, te voy a dejar al cuidado de mi bate de béisbol y de mi cuarto.

Su cuarto era el más lindo de la casa porque Leo había sido el mimado durante los catorce años que los separaban, él siempre tuvo la mejor chaqueta de invierno, el mejor bate, la mejor guitarra, la mejor caja de colores... pero no había que envidiarlo, también había sido el mejor hermano.

Pero un día amó al mar y lo convirtió en su hogar. Zarparon para noviembre y Leo llevó todas sus ilusiones por conocer otras tierras y un pequeño equipaje que colgaba de su hombro. Carlitos lo miraba alejarse hacia el muelle, sin soltarse de la mano de su mamá. Para febrero estará de regreso dijo la mamá a Carlitos.

Febrero lo devolvió envuelto en una bandera, el barco encalló y perdió su carga, Leo ayudó como un león pero no pudo salvar su vida...

Carlitos siente que la ventana ha sido la puerta de salida a otros mundos que aún no imagina y mira pensando en sus abuelos y en Leo, a ver si el Universo que está del otro lado de la ventana se los devuelva aunque sea un ratito para decirles cuánto los quiere. A la noche antes de encerrarse en su cuarto los buscará en alguna estrella.

amarisw04[at]yahoo.com



Amargo adiós
Soledad Sánchez M.

Caminaba confiada, envuelta en la espuma de un vestido de tonos azules.

Volvió su cabeza de rizos imperfectos y me lanzó un beso con la punta de sus dedos. La vi cruzar la calle y justo en la esquina, como cada día, se volvió de nuevo, tocó su pecho en el punto justo de su latido y aleteó con su mano blanca de guante de algodón.

Desapareció, como cada día, hasta su vuelta en la oscuridad, cuando yo la esperaba bajo el charco de luz de mi lámpara de noche.

Mi madre siempre sonreía.

El día que se marchó envuelta en mar, la oscuridad se alargó más de la cuenta, y el frío me obligó a cambiar mi isla iluminada por la tibieza de las sábanas.

Me dormí en la certeza de que algo distinto había ocurrido detrás del cristal de mi ventana.

No volví a verla más.

Me dijeron muchos años después que cayó fulminada en medio de la calle, inundado de sangre su cerebro, sin un por qué, sin un antecedente. Y la imaginé siempre tendida en el asfalto, azulada, como una medusa ondulante en el mar del verano.

Mi madre se fue envuelta en cielos cimbreantes y yo no había querido darle un beso.

yanihh[at]yahoo.es



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Jordana Lee


Mira Andrés a través de la ventana las copas de los árboles y las ilustraciones de un viejo libro de cuentos. Ha descubierto algo en el follaje, pero no está seguro. Tal vez sea un simple barrilete enganchado entre las ramas, aunque no se conforma con suposiciones y sigue comparando los dibujos borroneados por la humedad con esa forma irregular que a veces se asoma o se oculta, siguiendo los giros caprichosos de la brisa. La página central se ha borroneado y sólo se adivina la silueta de su personaje favorito. «¡Qué lástima, era la más linda, tenía relieve y estaba adornada con viruta de estrellas!».

No tiene apetito, mas quiere evitar que la madre entre en su cuarto y descubra lo que él ha estado observando tan atentamente. Desde hace un largo rato ha escuchado su voz anunciando la merienda «¿Qué haces ahí?, tienes que terminar tus cuentas y practicar ortografía», le recuerda desde abajo. Por unos minutos el niño abandona su puesto, bebe de un sorbo el vaso de leche y con una medialuna en la mano regresa a su ventana. El ángulo de observación ha cambiado y sus ojos se pierden en el laberinto intrincado de la fronda primaveral. Tal vez arriba o más abajo, quizás a la derecha… No, no está. Se ha marchado a otra calle, a otra plaza, tal vez ya no lo encuentre. Desde hace más de una semana le sigue la pista, desde que lo descubrió al regresar del colegio, saltando de rama en rama. Primero pensó en un enorme pájaro tropical, y luego en un pequeño mono. Finalmente se dio cuenta de que se parecía mucho al protagonista de uno de sus libros. Hasta llegó a creer que era el otro quien lo seguía o que ambos se espiaban mutuamente. Finalmente se instaló en el tercer árbol de su acera, ahora lo ha perdido y está triste.

Andrés baja la escalera y hace sus tareas escolares sin mucho interés. Anochece, desde lo alto baja una fresca corriente de aire y sube a cerrar los postigos de la ventana que ha quedado entreabierta cuando una intensa luminosidad lo enceguece. Se echa hacia atrás sorprendido en el mismo instante en que una escala refulgente se proyecta hasta su cuarto. Un duende azul, barbado y muy gentil, avanza haciendo piruetas por el flotante puente de luz y se cuela secretamente en su libro de cuentos.

jorlanas[at]yahoo.com.ar



Ésta sección estuvo abierta hasta
el día 30 de abril de 2008


(pulsa aquí para leer las participaciones en la siguiente entrega)

Pretérito futuro..., es una sección
ideada y coordinada por Carmen López León

(http://mural.uv.es/carlole/)

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ANTERIORES SECCIONES PUBLICADAS DE
ESCRITURA COLECTIVA:

PERSONAJES SECUNDARIOS / PINTURA VIVA / PON COLOR A LAS PALABRAS / CRUZA ESTA PUERTA Y ESCRIBE / CUÉNTANOS UN VIAJE EN... / PÓQUER LITERARIO /
PÍDELE AL MAR UNA HISTORIA / LA TIENDA DE ANTIGÜEDADES / ESPERANDO EN...


Ilustración página: Fotografía por Pedro Martínez ©
- N. de R.: Debido a un desafortunado accidente, la fotografía que originalmente ilustraba esta página se dañó. Por ello, hemos sustituido la misma por otra que pensamos cumple la misma función (aunque no en todos los relatos).