La gordita

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Pedro Manuel Martínez Corada

S

iempre que Maqueda me quiere contar algo destacado quedamos en Casa Mariano. Y siempre en martes que es cuando sirven cocido madrileño de menú del día. Maqueda y yo admiramos el cocido o más propiamente dicho le tributamos una adoración profana que se sustancia en la liturgia de la legumbre, el magro, la patata cocida y el repollo ungidos por el sagrado aceite de oliva virgen, untuoso y brillante como la cara de un obispo de Roma, y en la comunión con el pan pringao en tocino blanco que se deshace como si fuera agua.

Maqueda y yo —o yo y Maqueda, que yo también existo— mantenemos una amistad singular. Él es un cargo en un banco y yo un escritor en busca de escritos; él tiene una nómina mollar todos los meses y yo malvivo de lo que cobro por escribir en un par de revistas porno y de lo que me pasa mi vieja, con la que convivo; él, en fin, tiene casa, coche y televisor en color y yo, así es la vida, una habitación, una Vespa cochambrosa y un casete estéreo que me regaló una novia que tuve hace cinco años. Pero nos llevamos bien. Desde el colegio somos amigos y seguimos viéndonos de vez en cuando; Maqueda me llama y quedamos por la tarde a tomar copas y recordar los viejos tiempos, que cada vez son más viejos, como nosotros, o me invita a comer, a veces en Peñagrande, en Casa Mariano, y entonces sé que comeremos cocido y que la historia que me contará será algo especial.

Maqueda, además, las tiene a pares y es que la suerte se ensaña a veces con una persona. No como conmigo que follo menos que los músicos de Víctor Manuel y de hacer el amor... para qué hablar. Acaso por eso escriba pornografía aunque tenga, por supuesto, metas más elevadas, pues al borde del casete estéreo —mientras mi madre ve la tele en el salón— escribo una novela que algún día demostrará una valía que ella me niega y sobre la que injustamente dudan todos los demás, incluso Maqueda aunque él no me lo diga.

Cuando nos ponen el plato de sopa —volviendo a Casa Mariano— los ojos verdes de Maqueda desaparecen entre el humillo blanco que se desprende del caldo espumoso preñado de suaves fideos, mientras remueve con la cuchara y sopla con los labios erectos sobre la mantecosa superficie; «joder, qué sopa...», dice invariablemente. En ese momento no es tiempo de hablar todavía sino de soplar y cuidar que la lengua no se abrase y de echar barquitos de pan en el caldo, barquitos que se humedecen, esponjean y crecen entre los fideos cabello de ángel cuando succionan la grasa enrojecida por el chorizo de León; tiempo de silencio mientras las lenguas tientan con cuidado la punta de la cuchara, para después absorber lentamente el contenido.

Cuando hemos terminado la sopa tenemos los mofletes sonrosados y los labios brillantes, como si les hubiéramos puesto vaselina, y relamerlos es un placer que sustituye otro trago de tinto de Ribera del Duero, del que siempre nos pone Rafa, el camarero. Llega después la fuente repleta de garbanzos, patatas cocidas, repollo, judías verdes, carne de magro de vaca, hueso de caña, chorizo, pollo, tocino blanco, jamón entreverado y zanahoria. Rafa nos acerca la aceitera y un plato con cebolla muy picadita y comienza la eucaristía de este martes mientras Maqueda empieza a hablar:

—... y qué cosa me pasó el otro día, ¿sabes?

—... silencio por mi parte. Los garbanzos y el aceite se derriten en mi boca.

—Fuimos a Santander, a hacer una inspección... yo y Rodríguez Tamayo, mi jefe, ya sabes, el que tiene miedo a los aviones, en el expreso de por la noche. Me tiene hasta los huevos el tío con la fobia a volar, pero bueno... El tren salió a las diez y media e íbamos en primera, no había plaza en los coches camas. Un departamento para ocho personas, y a tope... ¡Rafa, ¿nos traes más vino...?! Rodríguez y yo, de frente, al lado de la ventanilla, al lado de Rodríguez un par de vejetes, hombre y mujer, y un chaval melenudo a continuación de ellos...

—¿Llevaba guitarra? —le pregunto mientras relleno los vasos, siempre me han interesado las costumbres de la juventud.

—Pues no me fijé... Además, ¿qué coño importa eso...? —Maqueda corta el chorizo, rojo como una fruta del paraíso, y va metiendo los trozos entre pequeños pedazos de pan, antes de comerlos—. Bueno, lo que te decía... Dos viejos, el chaval, y ¿a qué no sabes a quién tenía yo a mi lado...?

—Una tía maciza... —respondo mientras pincho un trozo de zanahoria.

—No, la rubia estaba un poco más allá. Una gordita que estaba cañón. Pelo ensortijado, de color marrón, ojos azules, piel blanca, labios más rojos que este chorizo, y unas tetas y unas caderas impresionantes. Y las piernas..., impresionantes, enormes, prietas... Una diosa de Rubens, qué digo, de Tiziano, por lo menos... —me río, a Maqueda siempre lo suspendían en Historia del Arte—. No te rías, que es verdad. Guapísima. Y la amiga era una rubia de aquí te espero, pero mi gordita era más guapa. La sentía pegada a mi cadera, sentía su calorcillo y empecé a decirle alguna cosa, ya sabes, a dónde vas, que largo el viaje, vaya mierda de tren..., Rodríguez me miraba, envidioso, el hijoputa, pero no decía nada. Al lado de la rubia iba otro tío con melenas, amiguete del anterior, bueno, qué más da... El caso es que pasa el tiempo y empezamos a cruzar unos túneles, ya sabes, a veces se apagan las luces normales y se encienden las de emergencia esas de color violeta, pero al tercer o cuarto de ellos, no recuerdo, entramos en otro y las luces se apagan del todo...

—¿Del todo? Te veo venir, Maqueda...

—Calla y come, que el cocido está de puta madre. Se apagan las luces, del todo... y entonces suena en el compartimiento una hostia de tres pares y todos esperamos tiesos a que se arregle la avería. Pasa como un minuto y luego vuelve la luz. Joder, increíble, Rodríguez Tamayo tenía en la mejilla la marca de cinco dedos como cinco soles...

—¡No me jodas, Maqueda! Me estás vacilando... —dejo el tenedor en el plato, y lo miro fijamente.

—Que no, que no..., escucha... Cinco dedos impresos en la cara, cinco, como que hay dios... Y yo, aguantándome la risa, te puedes imaginar. Rodríguez estaba cagado y no sabía dónde mirar y yo miraba a los viejos y de reojo a la rubia y a la gordita que estaban algo envaradas... Bueno, imagínate, el viejo de enfrente mío más cortado que una raya de coca en una comuna... —celebro la comparación de Maqueda engullendo un trozo de magro de vaca— ...mirando a la vieja, que seguro que es su mujer, y que seguro que piensa «este le ha metido mano a la rubia y ella le ha dado un bofetón al señor de al lado, por error», Tamayo, que piensa algo parecido, aunque duda a veces y mira de reojo al chaval que está al lado de la vieja y supone que ha querido meterle mano a la rubia, le ha metido mano por error a la gordi y ésta le ha atizado a él la hostia y, en fin, la rubia que piensa que el viejo o el chaval han querido meterle mano a ella, se la han metido por error a la gordi y ésta ha soltado el guantazo en la primera dirección que ha pillado, tocándole la china a Rodríguez Tamayo...

—Para, para, Maqueda, ¿por qué supones que querían meter mano a la rubia? También la gordita estaba muy buena, según tú...

—A eso voy, a eso voy... La rubia es el leimotif, mi gordita, está claro, estaba mucho más buena —dice Maqueda, antes de pedir la tercera botella de vino—. La rubia mira al techo y piensa en lo que ha podido ocurrir, todos piensan en lo que ha podido ocurrir mientras mi gordi se levanta y sale del departamento mareándome con el vaivén de las caderas. La sigo al cabo del rato y me la encuentro cerca de la plataforma, a punto de entrar en el servicio, la miro, me mira, entra en el lavabo y me deja la puerta entreabierta...

—No jodas, Maqueda, no jodas, la historia es...

—¿Increíble? Bueno, me da igual si te lo crees o no... Entré en el lavabo detrás de ella. Me miró, la miré y nos besamos sin decir ni pío antes, luego se arremangó la falda y se bajó las bragas blancas, de encaje, tenía unos muslos gruesos, recios, blancos como la patena, yo me bajé los pantalones, ella se puso de espaldas a mí, abrió las piernas y se apoyó en la ventanilla esmerilada del servicio, levantando las nalgas... Joder, aguanté treinta segundos, como mucho, y luego ella se dio la vuelta y me miró frustrada, se arrodilló y comenzó a chupármela... —cuando Maqueda me cuenta historias así, no sé que decir, lo reconozco. Y menos si estoy pringando pan en un tocino tan bueno como el de Casa Mariano, viendo como la grasa destila transparente, empapa la miga y humedece los dedos que brillan a la luz de los fluorescentes— ...hasta que me recuperé. Me senté en la taza del váter, sintiendo cómo las vías me acariciaban el culo y me la coloqué encima, de espaldas a mí, se sacó los pechos del sujetador y los agarré como si fueran los topes del vagón; veía los pezones, grandes, de color marrón oscuro, rodeados por una aureola enorme reflejándose en el espejo y empujé como nunca lo he hecho... Ochenta kilos como mínimo encima de mí y no me enteré para nada del peso, te lo juro. Al cabo de un minuto ella gemía y empezamos a escuchar golpes en la puerta del lavabo, pero nos daba igual...

A Maqueda se le olvida comer el jamón y el pollo, pero ya hemos terminado el cocido. Los fluorescentes de Casa Mariano alumbran las gotas de sudor que le riegan la frente y apura otro vaso de vino. Mi plato está vacío y Rafa nos pone un par de cafés cortados y dos chupitos de orujo blanco, sabe que no comemos postre. Maqueda guarda silencio mientras el camarero sirve.

—Daban golpes en la puerta del lavabo —continúa, al cabo—, pero ella no se rendía todavía y me apretaba y se la restregaba contra el culo, quería más... aunque yo ya sí que no podía con otro. No sé qué me dijo el tipo que estaba en la puerta, cuando salí detrás de ella, no le hice ni puto caso... La gordita cogió su maleta, después de decirle algo a la rubia, y desapareció en el tren... Yo me senté otra vez, delante de Rodríguez Tamayo, intentando aparentar normalidad. Me miraba el cabrón, me miraba... Cuando llegamos a Santander, mi gordita había desaparecido...

—Seguro que estaba casada, Maqueda... —digo en un ejercicio de pensamiento deformado por la mala literatura.

—Pues igual... —me interrumpe Maqueda, antes de que pueda preguntar sobre el autor de la hostia—. ¡Rafa, tráenos otros dos chupitos...! ¡Qué vida esta...! —se miró la mano derecha y sonrió—, no hay nada mejor que echar un par de polvos en un tren y darle una buena hostia al jefe...

Cuando comemos en Casa Mariano, Maqueda y yo nos quedamos a veces en la Dehesa de la Villa y esperamos a que se nos baje el cocido debajo de los pinos. Él canta canciones de Nino Bravo, «libre, como el sol cuando amanece yo soy libre, como el mar...», y yo le escucho pensando en la historia que me ha contado. Maqueda sabe que aparecerá publicada en breve, pero no le importa, somos amigos. Los pinos se alzan silenciosos sobre nosotros: él piensa, en ésta ocasión, en su gordita y yo me acuerdo de mi novela, un mazo de hojas de papel llenas de tachones que esperan al borde del viejo casete. El autobús 64 renquea por la cuesta, camino del Colegio Andrés Manjón, que tiene piscina, y Maqueda bebe en una fuente mientras canturrea «Noelia, Noelia, Noelia...». El sol comienza a ponerse sobre Peñagrande y siento pena por cómo perdió Maqueda a su gordi, en la estación de Santander. Hay sabores recuperados en mi lengua: destellos de garbanzos redondos como enhiestos pezones reflejados por el espejo del lavabo de un tren, que se deshacen jugosamente, manteca que lubrica todavía mi boca y se disuelve en el orujo blanco de Toro al compás de las traviesas que traquetean bajo el desagüe de un inodoro y carne magra, suave, deliciosa, esplendor de los sentidos...


Se hace de noche y Maqueda y yo empezamos a olvidar el cocido. Así es la vida, al parecer, después de la comida viene la cena. Yo y Maqueda, que también yo existo, nos ponemos en la parada del autobús y cantamos a coro:

Al partir, un beso y una flor...


📌 Texto seleccionado en la reunión del Taller del día 26.03.2003.

  • Créditos

    Revista Almiar (2003)
    ISSN 1696-4807
    Miembro fundador de A.R.D.E.