Pastelitos de miel

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María Yuste

Y

o descubrí una isla solito, sin ayuda de nadie. Llegué remando en mi barca azul de plástico, que me regaló mi abuelito en el último cumpleaños. Tenía dos remos y dibujos de duendes con un enorme mago sujetando una gran estrella amarilla. Era una noche llena de problemas y con fuertes discusiones de mis papás. Me llevé todos mis juguetes y mis libros de cuentos, por si me aburría.

Allí no estaban los profes, ni mis papás, ni nadie que me pudiera regañar. Tampoco estaba, para mi alegría, Carlitos, mi compañero del colegio que tanto me hacía sufrir. Siempre se aprovechaba de mí, porque era mucho más grande que yo. Se comía mi bocata durante el recreo. Me insultaba llamándome «caraculo», amén de veinte mil maldades por las que me veía obligado a pasar.

En mi isla, me dedicaba a tirarme de cabeza desde el pedrusco alto que sobresalía del acantilado. Pescaba y jugaba con los indígenas del lugar, hacía excursiones, cogía cocos y me divertía con los monos chiquitines, que eran los que más me gustaban. Lo que más echaba de menos eran mis pastelitos de miel. Allí no había. Me los compraba mi abuelita cuando de tarde en tarde venía a recogerme a la salida del colegio.

No tenía que hacer deberes, ni copiar cien veces en la pizarra del cole: «en clase no se habla», ni hacer la cama los domingos, ni lavarme los dientes después de cada comida. Tampoco tenía que ir al dentista, ni a clase de religión. No tendría que ver al feo y antipático novio de mi hermana. Ni siquiera la profe Marga me tiraría pellizcos. ¡Qué maravilla, Dios!

Tan contento estaba, que ni yo mismo me lo podía creer. Pero lo bueno no duró demasiado... Algo me interrumpe... Es Carlitos que me dice que salga de su sueño de una maldita vez.



📌 Texto seleccionado en el Taller del día 23.04.2003.

  • Créditos

    Revista Almiar (2003)
    ISSN 1696-4807
    Miembro fundador de A.R.D.E.