Cuéntanos un viaje en...
BARCA


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Ana Márquez

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Se había acostumbrado a salir todas las tardes en su pequeña embarcación, para contemplar el poniente desde el mar. Se alejaba de la costa al tiempo que el sol se ocultaba tras la muralla del castillo coronándola de rojo sobre un cielo por momentos más malva.

Sabía que veía ponerse el mismo sol que habían contemplado durante siglos las civilizaciones que se asentaron sucesivamente en el Mediterráneo. En paz, sobre aquellas aguas inmóviles cuyo silencio solo era interrumpido por el graznido de las gaviotas, pensaba que el mundo era un hermoso lugar para vivir, y mentalmente recitaba a Virgilio y a Muhamad Ali Ibn Hazm, pensando en su esposa.

Se distanciaba así, material y anímicamente, de la franja costera con su bullicio turístico, su olor a fritura y sus músicas enlatadas, y se sentía feliz rodeado de la plenitud de la naturaleza en calma, participando de una belleza que había inspirado palabras también imperecederas para cantar un amor como el suyo.


¿Por qué había tenido hoy la idea de llevar consigo aquellos prismáticos que alguien dejó olvidados el verano anterior?

¿Por qué cedió a la tentación de mirar y dejó de contemplar?, ¿por qué quiso saber? Los prismáticos amplificaron la imagen del puerto, de las terrazas de los cafés, de los balcones de los bloques de apartamentos del Paseo Marítimo. Buscó su casa, localizó sus ventanas, la baranda algo despintada sobre la fachada que en su día fue verde y ahora era gris, su hogar; incluso pudo ver el saloncito por la cristalera abierta, y pudo también ver a su mujer... que no estaba sola.

Ya no habría más ocasos de paz, de mar tranquila, de gaviotas y de poesía. Sería su último viaje en barca, ¿para qué navegar de nuevo si su hermoso mundo había dejado de existir?


Carmen López León

LA FRONTERA ME CRUZÓ


La frontera entre el hambre de Ahmed y mi frigorífico era una línea negra en el mapa que separaba su mesa vacía sobre una tierra pintada de verde y mi comedor abarrotado de colesterol, dibujado sobre fondo amarillo. En el mar, decía Ahmed, la frontera es una línea blanca de espuma —yo le decía que se llamaba una ola— que besa la orilla de Asilah y se vuelve insinuante, retadora hacia Cádiz.

Una vez Ahmed y otros piratas oscuros como él se empeñaron en seguir la frontera hasta el mar en una patera con motor y navegaron toda la noche tras ella pero cuando la ola–frontera llegó a Tarifa, se detuvo un momento, hizo un quiebro y pasó por debajo de su quilla, dejándolos varados en la arena. Ilegales. Los guardias civiles que los detuvieron no entendieron aquello de las olas y las fronteras que mi amigo Ahmed intentaba contarles pero cuando el ferry los devolvía cabizbajos a Tánger vieron por el ojo de buey como la misma frontera escurridiza y traviesa que los había guiado se situaba en la vanguardia del buque de la policía española, subrayando en el mar el territorio prohibido para sus rugientes estómagos.

Juan Rincón Ares
jrinconares[at]terra.es

Cerré los ojos y recordé.

El ruido del agua me volvió al momento en que subí al gran barco que me trajo a Europa. Ahora estaba sobre una barca de vela, llevada por el viento y acompañada de muchas embarcaciones haciendo una estela sobre el mar Mediterráneo, en Barcelona.

Cuando subí ese día lejano al Eugenio C, con grandes maletas llenas de libros y recuerdos, no imaginé que el mar sería el compañero de mi inspiración en mi vejez.

El sabor de la sal me hizo abrir los ojos y abracé a mi nieta Irene que respondía a los saludos con un enorme pañuelo.

Adriana Serlik
lalectoraimpaciente[at]yahoo.es

CONFLICTOS

Había navegado largo rato mar adentro sin mirar atrás. Allá en tierra quedaban los conflictos que le angustiaban y de los que pretendía alejarse. Perdida la referencia de la costa las distancias se alargaban y tenía la impresión de no avanzar.. Se detuvo y paró el motor de la pequeña barca. A su alrededor, en cualquier dirección, kilómetros de mar completamente desierto le reducían a un minúsculo punto perdido entre la suave oscilación de las aguas. La inmensidad acuática latía contenida bajo la insignificante barquilla que se mostraba tozudamente segura en su levedad, en su cualidad de flotar fácilmente.

Conteniendo un sentimiento de abandono e indefensión se puso de pie sobre la barca para poder dominar con la vista la desnuda extensión que le rodeaba. Sintió una sensación indefinida, de dominio incompleto. Era el único ser vivo en todo aquel espacio que no se dejaba poseer, insinuando fuerzas ocultas muy superiores. Lanzó un grito para comprobar el alcance de su voz, como cuando en la montaña el eco le devolvía la medida de la distancia y la sensación de dominio del espacio. Pero allí su voz no llegó a ninguna parte, se perdió enseguida, sonó sólo delante de su boca. Nadie podía oírle. Estaba absolutamente solo.

Aprovechando aquella oportunidad de total soledad continuó gritando, desahogándose a placer. Nunca antes había podido hacer una cosa así. Incluso en plena naturaleza, a campo abierto, la posibilidad de ser oído reprimía la expansión total. Ensayó distintos tipos de gritos para conseguir la máxima potencia. A medida que gritaba se daba cuenta de la existencia de una fuerza oculta en su interior que se apoderaba de su voluntad y de su garganta. Era como un deseo escondido de afirmación y protesta que se manifestaba en aumento y de manera incesante.

Después su voz se fue quebrando, convirtiéndose poco a poco en quejido, en lamento. Calló finalmente, agotada la voz y doliéndole la garganta. Se encontró totalmente liberado, sumido en una sensación nunca experimentada de paz y bondad, que sin embargo sabía que le pertenecía desde siempre.


Mientras volvía hacia la costa pensaba que el conflicto o la armonía son cosas que están en uno mismo, no en el exterior. Pero cuando ya divisaba ora vez la costa el cielo se volvió gris y sopló el viento. El mar se alzó y se desató una tormenta. La barquilla quedó a merced del mar que la zarandeaba sin piedad y el motor no servía de nada. Atemorizado e impotente, se sentó encogido en el suelo y se entregó al destino. Y entonces le sobrevino de una manera especialmente aguda y lúcida la conciencia de su torpeza al adentrarse tanto en el mar con aquella pequeña barca, empujado por la ceguera de su angustia. Después de todo, sus conflictos le habían tendido una última y definitiva emboscada. Y aunque tenía todavía la garganta quebrada por sus gritos anteriores, aún tuvo fuerza para hacer estallar una violenta y enloquecida carcajada.

Gerardo Hernández
gerar191[at]hotmail.com

AL ABRIGO DE LAS TEMPESTADES

Para él, el sol grita al caer en el abismo de la noche, y su grito se oye luminoso y ardiente a lo largo del horizonte; para hacerse luego eco en el azul del cielo, un cielo que arde ahora en medio de gigantescas lenguas de fuego.

Para ella, el horizonte es un caracol de vivos colores que se desplaza parsimonioso ante sus ojos, dejando sobre el cielo viva memoria de una sutil estela de fuego irisado.

Sus cabezas, a medio camino entre el timón y la botavara, se tocan accidentalmente, sus ojos se buscan queriendo saber, pero todo parece estar dicho entre ambos, y por no decirse nada, sus labios se unen desganados, y en el frío beso sienten al unísono el seco estremecimiento de sus dos mundos separados. Soles caídos ahora bajo el silencioso ronroneo del casco del leve velero, con el que han decidido iniciar un viaje alrededor del mundo, en la torpe esperanza de arribar un día a un puerto común, en el que sus desavenencias encuentren refugio y sosiego.

Si él o ella quisieran definir este preciso momento de su iniciático viaje, se darían cuenta que otra vez las palabras con que nombran las cosas que les rodean, no hacen sino distanciarlos, empujarlos hasta el vertiginoso grito del sol de él, o ralentizarlos hasta el silencio, como los movimientos del caracol de ella en el horizonte; sin que los colores que arden al unísono en el cielo de sus pensamientos, sean suficientes para mermar en su ánimo el creciente desaliento que les produce el continuo desencuentro, al que ya en algún momento se han atrevido a llamar en silencio, desamor.

Las profundas sombras de las mitológicas montañas que vigilan la bocana del pequeño puerto de partida, se hacen pesadas en sus bocas, y se resuelven en insana inquietud. ¿Habrá para ellos luz? La pregunta les duele. Y es que la esperanza cuando es duda hiere aún más que la desesperanza, porque los absolutos no son terribles, sino infranqueables, mientras que los relativos son infranqueables por terribles.

El mar bajo ellos es un pedazo de seda dorada que la delicada quilla rompe en dos mitades inexactas camino del horizonte.

La vela mayor y el foque tiritarían bajo el designio de esta vivaz brisa que busca entre la desnuda arboladura la tela con que vestir su viaje, imprimiendo al barco el impulso necesario para que ellos apuren los últimos tragos de su monótona vida. Pero las velas aún no han sido izadas, aún les atenaza el miedo de perder una vida perdida ya en el tránsito al trabajo. Un trabajo en el que prestigio y esfuerzo caminan para ellos parejos, sin que paradójicamente medie entre ambos directa competencia.

Cuando el sol y su grito se abismen definitivamente, cuando se hunda el caracol en el mar y haya traspasado el velero la sombría línea de la protegida bocana, se encontrarán los dos mano a mano con la noche y la mar callada.

Se sentirán entonces, tan solos y tan necesarios, que la dura promesa del frío desencuentro se romperá en mil pedazos asimétricos, y en cada uno de ellos hallarán las palabras y las fuerzas perdidas en la falaz tormenta de la anodina vida que les separaba. Pero eso aún no lo saben, pese a que está ya escrito en cada golpe de mar, en cada crujido de las jarcias, en cada palabra atropellada que las velas pronuncien, en cada soplo de viento que les acaricie, y en todas y cada una de las tempestades que les van a enseñar a hablar de nuevo el lenguaje del amor. Porque será en medio de ellas donde lo que uno y otro digan, va a adquirir de nuevo sentido. Porque será entonces, sólo entonces, cuando los caminos no tendrán sosiego, y serán por fin desentrañados todos los intrincados laberintos de silencio, que a lo largo de estos amargos años han levantado entorno así, para encontrarse por fin en la esencia de ese fuego irisado que anima hoy su horizonte, y cuya silenciosa ceniza aún les ahoga.

José Romero P. Seguín
alfonsep[at]terra.es

EL COFRE

Precavido, el Comandante ancló el Saint George lejos de la costa. Al sesgo del crepúsculo podía verse la volubilidad de la ribera de Guangzhôu. El follaje que brotaba del litoral ascendía oscureciendo las colinas y, gradual, tejía babas de mangles que se remontaban hasta las cumbres. El mar, aplacado por la inmersión del sol, hundía en la ensenada una fisonomía de cobalto. Incontable cantidad de juncos había cesado de cabrillear y el progresivo encendido de los faroles estimulaba la sugestión de una multiplicada masa flotante. De su seno emergían fumaradas tan sinuosas como el borboteo de los potajes. Los llantos de los niños y algunos ladridos se superponían al sonar de agudos instrumentos de cuerda. Dividiendo las malsanas callejas del poblado, el barniz descendente del Shiziyan, el Río de las Perlas.

Apronté una barca para remontarlo. Deslicé mi secreto por las venas del poblado de madera. Los habitáculos, en lo alto, escondían cientos de bocas hambrientas y madrigueras de caminadores nocturnos. Todos los seres que allí residían se habían adueñado de la calle como si el opresivo encierro acortara sus vidas. O como si la visión del firmamento les prometiera una próxima existencia más benévola.

Hundía los remos mientras los olores nauseabundos me cortaban la respiración. Contra la acuosa pared de mis párpados dibujé a las jóvenes lacias que en el vano de los portales venderían la promesa de sus senos en capullo, y por un instante un brote de audacia me encrespó el vientre. Una marejada de ojos abismales se encargó de deshacer aquella fantasía. Ojos negros descubriendo mi furtiva empresa. De tanto en tanto, una cantina mal iluminada ponía en evidencia la práctica del vicio. Por sus ventanucas emergían tufaradas de guiso, de apuestas, de humo rancio; emergía la sonoridad cascada del lupanar y del costal ebrio de monedas de los apropiadores de almas.

Eché un último vistazo al Saint George y me aventuré, tal lo previsto, por el Shiziyan, el Río de las Perlas, sabiendo que alto sería el precio por violar su cofre.

Susana Negro
slnegro[at]hotmail.com

Mi brújula era el crepúsculo que matizaba mi ruta marina, mientras mis anhelos se diluían en la paz que acunaba la barca. Casi no había viento y, la vela, era impulsada más por mis deseos de llegar a puerto seguro, que por la adversidad con que. aquella tarde, se habían vestido los céfiros, por lo que era casi imperceptible el movimiento, aún viajando sin equipaje.

Mis pupilas, el silencio, el sabor y el aroma del mar, al igual que mi piel, se licuaron para formar parte de mi recorrido. Sí, precisaba de todos mis sentidos para inmortalizar aquel viaje en mi memoria. Porque era el último que realizaría con esa constante invariable que casi nunca me abandonaba desde que decidimos unir nuestras vidas: tu ausencia, tu estar sin estar…

Fue aquel recorrido en barca, el que me enfrentó con la naturaleza reconfortante de los elementos y conmigo misma, el que, de vez en cuando, acude a mis sienes para recordarme que soy capaz de decidir.

Issa Marcela Martínez Llongueras
ceramica65[at]yahoo.es

Sí que me gustaría dar un paseo en barca. Sentirme chiquita entre tus brazos rodeada de cielo y mar. Escuchando el silencio, escuchando el mar. Salir en la tardecita. Ver el atardecer. Mirar juntos el cielo y ver cada estrella aparecer. Que nos envuelva la noche. Que nos acune el mar. Que la barca nos transporte a donde nos quiera llevar. Tú y yo solos en ella, abrazados y sin hablar.

Me estoy quedando dormida, tranquila y llena de paz. Entre dormida y despierta recuerdo el primer abrazo.

Me acurruca entre sus brazos, se sonríe y me dice: «¿Cuánto hace ya de eso?, ¿doce años?, ¡qué barbaridad».

ALZ
monyr[at]adinet.com.uy

El río que me lleva está lleno de luz... La bebe del sol y la saborea cada tarde cuando él se va. El barco que me lleva besa al río, lo acaricia con la ternura de un niño y, a veces, cuando ya la luna cubre de reflejos mi piel, se acerca a las orillas, regazo de una madre, sonrisa de mujer enamorada. El río que me lleva tiene nombre de espejo y voz de campanario, me mece su dulzura y me acunan sus piropos.

Conmigo, en el viaje, me llevo ese recuerdo de un amor imposible y voy pronunciando su nombre al ritmo del agua, banda sonora de sus ojos y los míos que tanto se miraron, de sus manos y las mías que nunca se salvaron del miedo de rozarse... El río me devuelve, húmedos y tiernos, los besos de papel que intercambiamos, los versos que escribí con los ojos cerrados, atravesado su nombre entre mis párpados, en ese momento mágico, entre la vigilia y el sueño. Navega mi barca y ya es de noche, el reflejo del agua me acompaña... y las palabras, sus palabras me acompañan... y el sabor dulce y amargo del café y el secreto que guardé y que hoy me llevo en este viaje sin rumbo ni puerto. El agua, bajo mis pies parece cantar, susurra como él susurraba, como susurrábamos, con el miedo en las espaldas. Él nunca supo de este viaje ni de esta barca que me lleva por su río, tan querido, en un viaje a la deriva con su nombre entre los labios, mientras pienso en lo imposible de mi afán por navegar, en lo imposible de este amor.

Mary Carmen
ruizdobado[at]wanadoo.es

Aquel iba a ser el fin de semana en el que por fin arreglaríamos diferencias. Dos días y tres noches sería tiempo suficiente para recordar viejos tiempos y aclarar malentendidos pasados, y si no, al menos disfrutaría de un merecido descanso. Llegamos al apartamento y corrimos a asomarnos en la terraza, preciosa noche y romántico paisaje. A lo lejos, los complejos y hoteles alumbrados hacían que la playa y el mar se viesen magnificados, y su brazo, rodeándome, añadía a una simple visión toda la magia de la que había carecido nuestra relación durante mucho tiempo. Era hermoso, realmente hermoso.

Fueron dos días intensos de sensaciones y sentimientos y, en el último atardecer, cogidos de la cintura, contemplábamos el mar y su horizonte, surcado por un imponente velero en el que habría huido para alargar aquel fin de semana y toda la magia que lo llenó. Al fin y al cabo, se puede soñar despierta...

Yahlia
yahlia22[at]yahoo.es

SALVADOR

Solo, en medio del océano, sofocado y hambriento.

Cierro los ojos. Los abro. Mi barco pesquero oscila; no hay olas.

El cielo y el mar se hacen uno; azul arriba, más azul abajo.

Hace diez días que salí del puerto con la promesa de que era mi último viaje. Jamás pensé que sería así.

Viejo yo, viejo el barco: los dos fuertes y seguros.

Ayer llovió, junté agua para beber, el mar no es generoso con peces, ni con su sabor.

A la deriva, arrastrado por las corrientes no sé dónde estoy.

Recuerdo mis ilusiones. Una vida sin vaivenes ni sobresaltos. Hace días mi hermano me dijo que los dos podíamos pasear turistas por la bahía, que eso es más beneficioso que andar a los saltos sobre olas, lanzar la red, subirla a bordo y regresar a discutir el precio en el mercado.

Quise despedirme del compañero; toda la vida sobre él, respetándolo. Jamás lo maldije.

Ahora tampoco insulto a mi barco. El motor, averiado en la madrugada de mi primer día de navegación, me atormentó el ánimo. Estuve horas trabajando en la reparación. Lo único que logré: manos lastimadas, herramientas rotas, desesperación.

Confié en los guardacostas.

Tenía comida para cinco días y había planeado regresar en dos.

Tal vez el mar no quiere que me convierta en marinero. Soy pescador, de peces y de palabras. Me gusta leer. Me gusta escribir.

Diez días, cuatro tormentas, dos peces medianos crudos y toda esta inmensidad casi estática.

Azul arriba, más azul abajo.

Anoche lloré. Estoy cada vez más solo. La soledad me abraza, no quiere dejar su presa. Hablo, mi boca está seca. Debo callar. El sol calienta mis piernas, poco a poco el cuerpo siente un tembloroso calor trepar hasta la garganta. Voy a la sombra. Tengo frío. La garrafa de gas está vacía, mi estómago también.

El horizonte, lejos, es una línea ondulada más brillante que el agua.

Voy a enloquecer.

Veo pasar una nube a ras del agua, besa el agua, bebe agua. Cierro los ojos para huir.

Los abro, la nube sigue bebiendo, mi boca se hace agua.

En el poniente el sol hunde su cara en el mar, estoy seguro que sorbe torbellinos de agua salada, se hunde más para que no lo vea. Para que no desee.

Sobre el océano navegan flechas de luz amarilla. Se acercan al barco. Todo es color amarillo, el agua, yo, el pescado que mastico lentamente. No recuerdo cuándo lo pesqué.

Otra vez veo pasar la nube a ras del agua, besa el agua, bebe agua.

Cierro los ojos. Caigo sobre el piso, boca abajo; abro los ojos veo madera; vuelvo a ver la nube, en el azul del mar, en el azul del cielo, en el azul de todas las tablas que miro.

Todo gira, mi barco flota en el agua, yo en el aire. Estoy mareado. Todo se mueve violentamente. Temporal. Las olas pasan haciendo un arco sobre mí. No mojan. Pasan, vuelven, retroceden. Son azules. Desde el aire veo alejarse todo, desaparecer. Veo solo mi cuerpo, mezclado con el azul del cielo o del mar, me he vuelto sólo color.

Cierro los ojos para huir.

Siento agua dentro de la boca, agua fresca. Me escucho decir: diez días, cuatro tormentas, muchos peces crudos, agua de lluvia.

Alguien me acuesta sobre algo blando. Oigo voces, no comprendo. Ruido, mucho ruido, muchas voces.

No abro los ojos, todo será azul; abajo, arriba, adentro de mí es noche azul marino.

Ruido y más ruido. Motores. Barco. Parpadeo. Mis ojos secos entreabiertos no ven claro. Me rodea algo borroso. No hay azul. Es blanco. Bebo algo caliente. Reconozco la voz de mi hermano. Dice: Es un milagro. Más de cuarenta días estuviste perdido. Ahora sí Salvador, a pasear turistas por la bahía.

Me abraza. Siento que tiembla.

Soy yo el que está temblando. Tengo miedo de abrir los ojos, encontrar el azul del mar, el azul del cielo, estar solo en medio del océano, sofocado y hambriento.

Cecilia Ortiz
ceortiz03[at]yahoo.com.ar

Ahora que soy viejo y mi piel está surcada por la sal de todos los mares, cada puesta de sol emprendo el camino hacia el faro. Lo hago despacio, deteniéndome cada tanto a admirar los dientes de león y las campanillas de color añil que tapizan la abrupta ladera. Es también un pretexto para acomodar el renqueante flujo de mis pulmones a la dificultad del ascenso, una forma de ligar mis crecientes limitaciones físicas con mi capacidad de embelesarme todavía con las cosas pequeñas. Cuando por fin alcanzo la atalaya, me acodo sobre el herrumbroso pasamanos y dejo vagar la vista hasta el punto en que el sol, en su retirada, besa la línea del horizonte como un amante ocasional y se fuga buscando otras tierras y otros mares que tantos recuerdos desencadenan dentro de este pecho que sólo se mueve ya a base de reflujos sibilantes, evocaciones de otros tiempos, añoranzas de otros puertos...

Era casi un muchacho cuando embarqué por primera vez en un velero de arboladura muy semejante al que ahora sestea frente a mí. Lo hice con el corazón dividido entre mi sed de aventuras, que me impulsaba a huir, y el primer amor, limpio e irrepetible, que me ataba a mi aldea. Aquel barco abrió el mundo para mí, me llevó a conocer lugares asombrosos y gentes sorprendentes, me dejó varado en calas y ensenadas ignotas desde las que contemplé ocasos encendidos deseando siempre regresar a mi origen.

Cuando al cabo de los años por fin volví, mi puerto ya no era mi puerto y mi amor primero se había convertido en una matrona de mal talante, abrumada por una corte de hijos y de nietos importunándola a todas horas. Del brillo original de aquellos ojos tiernos sólo quedaba una mueca desengañada acompañando a aquella pregunta muda que me formuló cuando nuestras miradas se cruzaron por azar en la plaza del pueblo.

Por eso, ahora que he perdido todo lo que un día me perteneció, subo cada atardecer hasta el faro, justo antes de que el sol se bañe en la línea del horizonte desprendiendo destellos de oro y fuego, y sueño despierto, con los ojos húmedos de deseo, que el astro claudicante me lleva prendido en uno de sus rayos a visitar de nuevo aquellos lugares asombrosos y aquellas gentes sorprendentes, aun a riesgo de que aquella otra realidad también se haya trasmutado y todo se me vuelva ilusión y artificio.

Esther Zorrozua
esther_zorrozua[at]euskalnet.net

Hay barcas que no zarpan nunca. Hay barcas que se encuentran en la intersección entre el cielo y el mar. Hay barcas que se pierden en las estrellas de alguna noche de estío. Yo tengo una barca guardada en mi memoria de niña.

Soy de tierra seca, de amarillo girasol, de trigo maduro. Los veranos de la infancia eran largos y sedientos de helados de limón. No descubrí el mar hasta mucho después, cuando ya mi niñez se había diluido y los días eran lluviosos y las noches solitarias y plomizas. El océano era azul marino y miles de velas blancas lo poblaban como gaviotas a la deriva. Ya no tenía tanta risa ni sed de limón helado. Entonces ya había encontrado mi barca simple de velamen roto, de remos astillados. En la popa se adivinaban unas letras negras sobre fondo azul: Sebastiana y las tardes eran eternas meriendas de limonada helada. La barca que encontré cuando era niña no servía para bogar largo rato al pairo de las mareas. Aquella barca azulada sólo podía ser utilizada para navegar por la espuma de mi imaginación. Hacía tanto calor en las mañanas de sed y sol. La pintura la hallé en el desván, cubierta de la tela de una araña vieja. Era acuarela fresca que vino a salvarme del mar de trigo dorado que me cercaba en las horas de limón azucarado. De mi abuelo, dicen que era. Pero nadie sabe si él la pintó o tenía aquella barca con nombre de mujer campesina agostada. Sebastiana, era el nombre cenizo que se leía en el fondo mar.

Hay barcas que no navegan nunca, que nunca tocan agua, que no se sirven de remos ni velas ni brisa para avanzar. Hay barcas que viajan solas, empujadas por el meneo de un recuerdo o una ilusión. Las barcas del pasado.

María Antonia Moreno Mulas
amormul35[at]hotmail.com

La barca hacía aguas por todas partes. Me avisaron los amigos antes de subirme. Los allegados pusieron cara de preocupación cuando decidí poner pie en aquel habitáculo rojo y negro de nombre «Marta». Intentaron disuadirme, «!que el elemento no es el tuyo, que eres propenso al mareo!». Pero yo, demostrando una vez más mi carácter independiente y aventurero, subí a bordo.

Poco a poco los fui perdiendo de vista. La distancia era cada vez mayor entre los que me acompañaron al embarque y yo. Los fui viendo diminutos, a ratos se engrandecían ante mi vista, pero al poco de zarpar, el mareo se iba apoderando de mí y ya todo en tierra era una masa borrosa de cuerpos y cabezas, de gentes y colores. Me aferré a los artefactos que tenía a mi alcance con todas mis fuerzas, y cuando ya no pude más, y el terror empezó a acompañar el mareo, un hilito caliente y potente se disparó desde la barca hacia el suelo. Los que contemplaban la atracción de feria, recibieron su bautismo de visitantes del muelle.

Yo bajé avergonzado y lloroso con una preciosa mancha en mis bombachos azules.

El mar, ya me avisaron, puede ser muy traicionero.

Mistery
yallegue2002[at]yahoo.es

Que me vengan todos los ríos como el tuyo, como esos brazos líquidos entre los que me siento barca, como esos ojos de abismos entre cuyos párpados me siento gaviota o suicida... Dijo el poeta que «no hay más dios que la dicha ni más río que la sangre adolescente, cuando todo es amor y amor no es todavía». Yo sí sé que hay dios, le hay y tiene su santuario en el hueco de esta vela que se infla para arrastrarme hasta el delirio. Para sacarme de esta existencia atolondrada y llevarme allí, en la última isla donde esperas.


Llegué de la nada hasta tu orilla. No hay más dios que la dicha. No hay más dicha que vivir a la sombra de tus aguas.

Ana Márquez

orual16@hotmail.com


* Este viaje estuvo publicado hasta el 11.07.04



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«Cuéntanos un viaje en...», es una sección
ideada y coordinada por Carmen López León

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- Ilustración: Sunset Over Trieste by Andou
Own work. Licensed under CC BY-SA 3.0 via Wikimedia Commons.

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