Cuéntanos un viaje en...
COCHE


AUTORES PUBLICADOS:


· Carmen López León

· Esther Zorrozua

·
Alejandro Tobar

· Mary Carmen

· María A. Moreno

· Rosalina

· Adriana Serlik

· José Romero P. Seguín

·
Issa Martínez Llongueras

· Sam

· Nidia F. Morales

· Mon

· Ricardo Juan Benítez

· Cecilia Ortiz

· Van Gogh

· Diego Llergo

· Mistery

· Cuzca

· Josean

· Lita

· Graciela Pera

· Juan Rincón Ares

· Idania

· Cristian Lagos

· Candiles Duarte

· Sara Quiroga

· José Alberto Andrés

·
Sofía Campo Diví


FOTOGRAFÍA: Pedro M. Martínez (©2005)



¡Está vivo, está vivo!

Fue lo primero que escuché aquella mañana. A mi alrededor una algarabía de pájaros, el cielo azul en lo alto y el sol atravesando la piel de mis párpados que me resultaban casi imposibles de abrir. Con esfuerzo pude percibir que mi coche era un amasijo de chatarra cerca de mí y recordé que la noche se había cerrado con un resplandor de focos y un golpe seco.

Había vuelto a nacer, como quien dice, aquel 17 de julio.

Con sumo cuidado me colocaron sobre una camilla, yo me dejaba hacer, no sentía nada, solo pensaba en mi nueva vida: ahora podría cambiar de trabajo, este siempre me había parecido estúpido y monótono. Buscaría algo estimulante, con mucha actividad, muchas relaciones públicas, convenciones, viajes...


La ambulancia arrancó con la sirena rompiendo la quietud de la mañana. Seguí planificando mi reiniciada existencia: romper de una vez con Reme, una novia aburrida y demasiado fiel. Quería conocer chicas interesantes, libres, divertidas, esas que siempre me habían dado un poco de miedo.


Las puertas del hospital se abrieron y la eficiente maquinaria de emergencias siguió funcionando para mí, para permitirme iniciar aquel camino que se abría lleno de opciones que nunca había aprovechado: comenzaría a practicar algún deporte, yo, tan sedentario, el culo eternamente pegado a la silla de la oficina o al sofá de mi casa.


En la UCI, intubado, escuchando el rítmico ronroneo del equipamiento de sofisticada tecnología que mantenía las constantes de un cuerpo que me parecía recién estrenado, ansiaba que pasara el tiempo con rapidez para dejar atrás las rutinas, tan seguras pero tan asfixiantes, que conformaban ahora el día a día hospitalario.


Había vuelto a nacer, y estaba seguro de que podía lograr, ahora sí, todo lo que yo quisiera.


Aún no sabía que había quedado tetrapléjico.

Carmen López León

Era el primer vehículo de motor que iba a llegar al pueblo. La expectación había ido creciendo a lo largo de la semana hasta convertirse en el único tema en las tertulias vespertinas a la fresca del anochecer. Se hacían conjeturas sobre su tamaño, sobre su velocidad, sobre su aspecto.

Matías, el empleado municipal, era quien había hecho correr la voz de que don Anselmo, el alcalde, había comprado un coche y se lo pensaban traer en unos pocos días. Era todo lo que sabían, porque el alcalde no había facilitado ningún detalle. Pero a los lugareños les gustaba aventurar si sería marca inglesa o alemana.

El día que estaba anunciada la llegada, los hombres interrumpieron la faena del campo algo antes del mediodía, las mujeres madrugaron con el alba para aligerar las labores del hogar y terminar antes de lo ordinario, los niños salieron de la escuela más temprano. En el momento en que el reloj de la iglesia empezó a dar las doce campanadas, como si atendiesen a una señal convenida, todos fueron formando a ambos lados de la única calle del pueblo para recibir la novedad.

Esperaron una hora, dos... Algunos empezaron a aburrirse. Se sentían estafados.

—¿Qué clase de invento será ese? —decían—. Si yo digo que llegaré a casa en mi yegua para el mediodía, según empiece a tocar el Ángelus estoy ya entrando por una esquina del pueblo. ¿Qué tipo de avance puede explicar semejante retraso? —muchos se mostraban de acuerdo y asentían con seriedad.

Mediaba la tarde cuando detectaron un ruido poco familiar y, tras el último recodo, apareció el monstruo negro petardeando como un asmático, atravesó la calle conducido por el alcalde, arrogante y satisfecho, flanqueado por el silencio absoluto de todos, llegó a la plaza, donde estaba previsto que había de detenerse, y continuó rodando hasta estrellarse contra el monumento de granito a los Caídos por la Patria.

—Eso ha sido el freno, que no ha funcionado —explicó Leandro, que de joven había sido ferroviario.

—Pues menudo invento —insistió otro—. ¿Esto es el progreso del que tanto hablaban? Me parece peligroso. Algo así no me pasa a mí nunca con la burra, por terca que se ponga.

Poco a poco, todos se fueron retirando decepcionados. La plaza quedó desierta. Solo el alcalde se esforzaba por sacar su humanidad de entre la chatarra humeante.

Esther Zorrozua
esther_zorrozua[at]euskalnet.net

Goloso BMW


¡No! La piruleta, ya casi en fase de pipa de melocotón, en su zona más dura, en un abrir y cerrar de ojos, casi sin saber ni cómo, se precipitó hacia el tapizado de cuero recién estrenado del BMW traído ex profeso de Alemania unos meses atrás para un buen cliente: mi padre.

Apuré a agarrar el caramelo empalado pero el daño estaba hecho, y lo que es aún peor: mi padre, muy agudo, había escuchado el despegarse de la piruleta y el tapizado. Croac. El freno se accionó, el autostick o cambio secuencial se encalló en la P (del inglés Parking).

—¿Qué has hecho, desgraciado? —gritó mi progenitor, cuya vena palpitante en el cuello estaba a punto de reventar— Qué te dije de la piruleta, eh, qué te dije... gilipollas.

Cinco segundos de parón. Puso el carácter de repuesto y de nuevo de camino al centro comercial de Vistalegre, en dónde decidí que por primera vez no pasaría por la tienda de chucherías... sería mejor dejarlo para más adelante.

Alejandro Tobar
alejandro_tobar[at]hotmail.com

Era una primavera recién estrenada y un paseo en coche que ya había sido soñado... Era la mejor oportunidad para una conversación deseada, mil veces interrumpida, que nunca era capaz de iniciar... El miedo, siempre en las espaldas, instalado en el fondo de los ojos y la piel.

Al fin, era el momento de hablar, de hablarle... Esto que siento es algo muy extraño, lo llamaría amor si pudiera, pero se me escapa la palabra, apenas puedo pronunciarla en voz alta, sin sentirme cómplice de un delito que cometo a cada instante, con el pensamiento y hasta en sueños.

Sus manos, al volante, parecían temblar, sus ojos, fijos en la carretera, no veían árboles ni casas, sus pies, en los pedales, frenaban ligeramente con un deseo oculto de hacer más largo el paseo y más larga la palabra...
Ella tenía que explicar cómo se sentía y era difícil hilvanar las palabras conteniendo al mismo tiempo las lágrimas. Sabía que era imposible, sabía que había llegado tarde, sabía que era solo un sueño... El paseo en coche terminaba, aparcado junto a la acera, no quiso abrir la puerta... Unos segundos más, freno de mano, una mirada más, la llave fuera del contacto... Quiero que sepas que te quiero.

Mary Carmen
ruizdobado[at]wanadoo.es



¿Por qué no ataca el tiburón
a las impávidas sirenas?
Pablo Neruda.
Libro de las preguntas.

La niña morena sacude la alfombrilla como si fuese una cometa. Es negra y gris y esparce en su pelo azabache arena blanca de una playa soñada. La mujer limpia los cristales y, por un momento, abandona el multiusos y la bayeta amarilla en el asiento y mira la cometa que su hija ondea. Ha dejado en su pelo negro arenas de sueños blancos. La niña titubea. ¿Está limpia? ¿Deberá volarla más?


En vez de eso, decide borrar las impurezas de los pequeños charcos por los que observa la calle, mientras su madre la lleva a la playa del sueño o al colegio. Armada con un trapo azul deshilachado parece un hada morena que juega con las hilachas de las nubes en verano. Y su madre, con la gamuza a la que se ha prendido el sol, repasa el borde de los charcos para que brillen en las mañanas que conduce hasta la ensenada blanca camino del restaurante de comida rápida donde trabaja. Entretanto, medita si esta tarde de sábado la pasarán en el parque haciendo castillos de arena o en casa, con un cuento de mar dulce y saladas palabras.


Pasa un hombre de su vida que pasó. Un hombre que conoció en el océano profundo, allá donde las aguas son casi negras y siempre arrecia el temporal. El hombre la mira, la ha reconocido. Ella tiembla, corazón de caballito, sirena recostada en la roca. Él busca los ojos de ella y le sonríe, irónico. Tal vez crea que por un puñado de euros mojados podrá volver a comprar su voz. Quizás le hará una oferta. ¿Cuánto por tu alma? Y ella no puede apartar sus ojos de los de él, corazón de sirena, voz de caballito. La niña contempla la escena, callada. La madre encuentra el valor en el lazo rojo que esta mañana ha prendido en el negro pelo de su hija. Mueve la cabeza de un lado a otro, impávida. No.


El tiburón puede soportar el canto de las sirenas sin conmoverse. Pero no puede hacer nada ante su serenidad imperturbable. Es secreto conocido por todas las criaturas del mar. Los tiburones se atemorizan ante las impávidas sirenas, es por eso que no las atacan. Nunca más.


Madre e hija han dejado el coche reluciente. Se embarcan rumbo a la cala soñada, donde leerán un cuento de palabras dulces y mar salado. A salvo de los tiburones.

María Antonia Moreno Mulas
amormul35[at]hotmail.com

Todavía no había amanecido cuando salimos de casa, hacía frío, me pusiste una mano en el hombro como cuando me ayudas a pasar un paso de cebra. Unos metros mas allá estaba nuestro coche.

Y en cinco minutos formamos parte de la extensa caravana que sale todos los días de la ciudad para llegar al próximo pueblo. «No me gusta que fumes tan pronto y mucho menos conduciendo —dije— es muy malo, ¿no puedes aguantar un poco?». Pero no hacías caso, tú siempre hacías lo que querías. Vimos cómo aquel camión suicida de repente se nos echó encima... El cigarrillo voló por los aires cayéndome encima, dando tumbos a la vez que nosotros dábamos saltos por el asfalto hacia la cuneta empujados por aquel pedazo de monstruo rojo que nos empujaba... fueron siglos y segundos a la vez, no tuve tiempo de pensar nada, sólo veía el morro rojo del camión y sentía como nos deslizábamos en diagonal hacia los campos... el coche se dio media vuelta y un tremendo golpe nos lanzó hacia delante al chocar la parte trasera de nuestro coche con un poste...

Aturdida, empujé la portezuela y pude salir tambaleándome... Y vi por primera vez en mi vida algo que debía ser el cielo...Te VI.

Rosalina
linamuseroscs[at]terra.es

No quiso subir al coche.

Se quedó en la puerta insistente. Aunque le suplicamos, le rogamos, le prometimos regalos se negó rotundamente.

Intentamos conocer sus razones pero estaba tan cerrada a dar explicaciones que no sabíamos qué hacer.

Hasta que su hermana nos dijo los motivos. Iziar esperaba que el tapizado del coche fuera color rosa, su color preferido.

Nos costó mucho hacerle entender que no habíamos encontrado ningún coche con tapizado de ese color.

Cuando le prometimos colocar sobre su sillita, la manta rosa, subió tranquila y comenzamos el viaje.

Sólo nos retrasamos dos horas en llegar a destino.

Adriana Serlik
lectora[at]telefonica.net

VIAJE EN COCHE

Es tan sencillo que da miedo, y es en ese escalofrío donde hallo el equilibrio preciso para rectificar ya en el último segundo la trayectoria y perderme en las tinieblas de un subidón indescriptible. Sé, y eso me sublima, que bastaría un ligero golpe de volante para quebrar ese particular mundo que viaja en el coche que circula en dirección contraria.

En la distancia nada les distingue, chapas y luces todos, sumidos unos y otros en el estático orden de su particular estética, avanzando ciegos de esclavitud en pos de una voluntad que no les atañe sino en la respuesta; de ahí lo impenetrable e indiferente de su gesto. Porque no son ellos, sino quienes los pilotan, los que en cuanto advierten mi presencia se descomponen en molestos fogonazos y estridentes pitidos, tratando de despertarte de una pesadilla que, curiosamente, y aunque no lo sepan, sólo les atañe a ellos, no a mí y mucho menos a los coches. Si lo supiesen, no me cabe la menor duda que se abstendrían de ese estúpido ritual de advertencia.

No les asusto yo en todos los casos, estoy convencido, sino el ver como se quiebra la lógica de su mundo perfectamente reglado, pues, muchos de ellos no hace ni diez kilómetros que circulaban por vías de doble sentido, sin que eso les produjera la menor inquietud, y sin embargo, ahora aún cuando no juego con ellos y dejo entre ambos el ancho de un carril, enloquecen.

Pero sólo cuando los cruzas observas con toda crudeza, como en la manzana cortada los gusanos, la crispada descompostura de sus caras. Heladas en la palidez del terror las de algunos, infartadas las de otros, cuando no enloquecidas de ira y de ganas. Extrañas todas en el vano esfuerzo de conjurarte. Sólo alguna que otra vez la cara de un niño o de varios, fatigados de falsas alertas, reiteradas broncas y torpes consideraciones paternas, pegadas al cristal esbozando una sonrisa con sus labios de vientre de babosa, para de inmediato girarse y pegarse, ya como mariposas inquietas, a la luna trasera y poder así seguir mirándote con la devoción con que se mira a un héroe que le ha dado una lección al tirano que conduce. Eso cuando son familias, porque cuando te encuentras con algún solitario de la ruta, le adivinas las ganas que le quedan de llegar a algún bar y contarlo para romper el maldito sortilegio de la soledad, porque las soledades de esta naturaleza no son sino un brutal esfuerzo de desmemoria.

La verdad es que me gustaría poder horrorizarme como ellos, quizá tener amigos a los que contarle que circulando por la autovía me encontré con un conductor suicida. Siempre los hay, si no fuese yo sería otro, y es que somos muchos los suicidas que sin valor para suicidarnos vamos por la vida abriendo abismos a la espera de que el destino haga lo que no somos capaces de hacer por nosotros mismos.

José Romero P. Seguín
alfonsep[at]terra.es

El deportivo blanco, biplaza, devoraba la cinta asfáltica. Al volante del automóvil último modelo, Sebastián conducía muy seguro de sí. Era un hombre atractivo, su tez morena resaltaba el verde claro de sus ojos. Con la pinta de un conocedor, hace rechinar un poco las llantas para llamar la atención y se estaciona fuera de la cafetería, cerca de las mesas al aire libre. Susana, le ha visto y se siente atraída por su apostura. Hace como que no le interesa y regresa su mirada al libro entre sus manos, el que en realidad no está leyendo.

Sebastián ocupa una mesa cercana, y cual modelo de revista, saca un poco la silla y se sienta con la pierna cruzada, posa su codo sobre la mesa y recarga su cabeza sobre su dedo índice, sin olvidarse de alzar ligeramente su ceja izquierda.

De reojo, Susana le dedica una mirada, la que el hombre atrapa como al descuido. Le sonríe y Susana siente que se derrite. Sin pensarlo más, el atractivo ejemplar masculino se levanta y se acerca:

—¿Me permites?

—Sí, claro, adelante.

—Soy Sebastián Montalvo.

—Yo soy Susana Díaz, encantada.

Muy pronto se rompe la timidez del encuentro inicial y dialogan como grandes amigos.

—¿Qué te parece si vamos a tomar una copa?

Susana no puede creer en su fortuna, en realidad la joven se siente muy atraída y presiente un nuevo romance. Le sonríe coqueta y parten. Cuando Susana se percata, ya es demasiado tarde, él ha enfilado hacia la carretera a toda velocidad. La muchacha está asustada, pero prefiere no demostrar su miedo. El auto aparca en un paraje desierto, Susana tiembla de pies a cabeza.


—¡Baja! —la gallardía y el encanto se han roto brutalmente. Susana se teme lo peor y decide obedecer la orden. La toma por un brazo, y prácticamente, la arrastra hacia los árboles. En un instante la espalda de la chica siente la hierba bajo su espalda, y el peso brutal del hombre, quien, obscenamente, lame su cara y mete sus manos bajo sus bragas. Susana no acierta más que a dejar de pensar en nada, su mente en blanco es su autodefensa. Sebastián abre su cremallera y saca su miembro erecto, lo restriega contra la joven, quien parece estar en estado autista. Un momento más y la violación estará consumada. Repentinamente, el tipo decide cambiar la ruta de su miembro y lo dirige hacia la boca de Susana.

Nada pasó por la mente de la aterrada mujer, el simple instinto le hizo abrir la boca y asestarle una mordida con todas sus fuerzas. No dejó de apretar sus dientes hasta que sintió el sabor de la sangre. Dando fuertes gritos, el hombre retrocedió. Sólo eso necesitaba Susana, para salir de su estupor y salir corriendo. Sus bragas quedaron tiradas sobre la hierba, y no paró de correr hasta que llegó a la carretera. Justo en ese momento, cambió nuevamente su suerte, pues un camión de redilas se paró ante las señas desesperadas de la pobre muchacha. Sin pensarlo se subió y estalló en llanto. El conductor, un hombre mayor, no preguntó nada, el estado de la joven lo indicaba todo. Con esfuerzo quizás, Susana olvidaría su viaje en el flamante auto deportivo. A Sebastián, si hacía gala de seguir siendo tan buen conductor y se daba prisa, tal vez llegaría a tiempo a algún hospital; aunque la hemorragia era de gravedad, y la clínica más cercana, se encontraba a varios kilómetros de distancia...

Issa Martínez Llongueras
ceramica65[at]yahoo.es

¿Y qué si no se puede llegar a tiempo? Ya es tarde y aún cuando
acelero, el camino lleno de curvas y sinuoso no me permite avanzar más de
la cuenta, es curioso como cuando llevas prisa parece ser que todos se
ponen de acuerdo para que llegues tarde...

Sí ya vi el camión que va delante de nosotros y conduce lentamente en este camino, las montañas a nuestro paso nos dejan ver la naturaleza y los
árboles nos saludan con sus ramas alargadas, llenas de luz entre verdes
mezclados con la luz que se derrite en ellos.

Definitivamente no llegaré a tiempo a verte y otra vez me dirás con tu
clásica sonrisa: Sabía que no ibas a llegar a tiempo ...

¿Y qué si son 100 kilómetros los que tengo que recorrer para verte?, cómo quisiera que vivieras cerca de mí, pero te amo, y mi viaje en auto es
inherente a mí los fines de semana... Espérame.

Sam
sgalicia[at]cnbv.gob.mx

...Estaba decidida a no llorar, no había venido desde tan lejos para dejarse llevar por la nostalgia. Aunque los planes habían sido muy diferentes antes de la partida. Con la mano recostada en la ventana, divisaba el maravilloso atardecer, rosas, malvas, acercándose a un gris que presagiaba la angustia interminable del inmigrante. El ruido del motor la calmaba, desde siempre, desde cuando su papá la llevaba a visitar a la abuela el viernes por la tarde y el olor a cafetal en flor la seducía... el olor a café a distintas horas y en la tarde, preparándose para la última jornada de la tarde.. café en agua con panela, acompañado de un pedazo de pan, cena del pobre que no sabe de leyes ni de TLC. Por eso se fue... porque había jurado salir de la pobreza y ayudar a los suyos; tenía que conseguir el dinero para mandar a operar de las cataratas a su abuela, a quien por tener ya 72 años, ningún hospital la operaría gratis. Por eso escuchó a su reciente amiga, que iba a comer helado al lugar de trabajo de Altagracia Peláez Cortez. Nombre en honor de la Virgen de Altagracia, patrona del día de su nacimiento y de su pueblo, lo que había sido tomado como signo de buena suerte. Bueno, retomando, ahora no sabía hacía dónde se dirigían... no le gustó el que le hubieran cambiado el nombre, ni el que le hubieran quitado todos sus papeles, diz que para protegerla en caso de que inmigración los detuviera; tampoco le gustaban aquellos trajes apretados que le habían hecho medirse, y mucho menos esos tacones altísimos en los que pretendían encaramarla... pero no era cosa de ponerse a preguntar, tan lejos de su tierra, sin saber cómo regresar. Ya se inventaría algo, mientras su Virgen la protegería. Trató de mantener los ojos abiertos para no perderse, aquel paisaje nuevo que de vez en cuando se rompía con aquellos toros majestuosos que recortaban el horizonte. Medio adormilada, el fuerte frenazo la tiró contra el espaldar de la silla del conductor... después todo fueron gritos, balazos y estupor... tirada sobre la silla, no sintió la furia del hombre que la sacó de los pelos del carro, ni el golpe seco al caer al pavimento, ni el chirrido grotesco del carro en manos ajenas que se escapaba del lugar de los hechos... vio a su amiga tirada al otro lado de la vía, en una posición extraña y un sabor a sangre le inundó la boca... una paz inmensa la invadió... movió con dificultad la cabeza... mirando extasiada aquel atardecer cuyos malvas y rosas ya casi no existían... confundiéndose con los toros negros que rompían el horizonte... sólo extrañó el ruido del motor, la hubiera ayudado mucho al partir.

Nidia F Morales
carnid[at]hotmail.com

Apresurada, llamé un taxi para que me regresara a casa. Día extraño, aquel. Seguro que a pesar del sol y la brisa y todas las cosas maravillosas, que tienen los días de primavera, sucedería algo extraño.

Subí al auto distraída, ni siquiera recuerdo el color.

Unos ojos azules, me miraban por el espejo retrovisor, reconociéndome, dando la bienvenida, desde otro tiempo, otras esferas, otros lugares.

Nada más que dos minutos pasaron y sus palabras, reconociendo en mí a la adolescente que dejé de ser a los veintidós, me devolvieron la ternura.

Obligadamente, algo recordó que nos transportó al paraíso mágico en que fuimos creciendo, a las fiestas en que buscábamos pareja y sobre todo al lugar exacto del barrio en que intercambiábamos vestidos e historietas, justo antes de partir.

Partir, viajar, crecer, eso hicimos y aún hoy, con cabellos entrecanos, seguimos viajando hacia nuestras casas.

El auto fue una excusa, lo sé, que nos puso Dios en el camino, para seguir viajando, para devolvernos justo ese día, la misma emoción que sentíamos al escuchar la misma canción que en otros tiempos...

Mon
pas_monicav[at]hotmail.com

Carretera sin fin

Tal vez llevara demasiadas horas manejando. Pero no tenía opción. Lo que me perseguía estaba ahí, muy cerca. Los ramalazos de agua se agitaban sobre la ruta. Una cortina espesa reflejaba la luz de los faros y me impedía ver lejos. Sólo la costa a un costado, y los relámpagos iluminando de vez en cuando el mar agitado. El coche marchaba a la mayor velocidad que permitían las condiciones meteorológicas. Y tal vez más de lo aconsejable.

Aquello, fuera lo que fuera, me acechaba en la húmeda oscuridad. Y lo que era peor, mi mente estaba tratando de juntar los deshilachados recuerdos de las horas previas a mi huída. Recordaba una fiesta con muchos participantes. Excesos de toda naturaleza. Alguien que me convidaba unas pitadas en un extraño objeto mezcla de pipa, hornillo y objeto artesanal. Y luego vacío. Algunas imagines sueltas… más vacío. Y la extraña sensación de que algo había salido mal. Muy mal.

Ahora estaba sobre el automóvil tratando de darle marcha. Pero aparte tenía que luchar con el vértigo. Las ganas incontenibles de vomitar. Un mareo que me impide moverme con libertad. En un instante estoy arrojando mis viseras por la ventanilla, sin ningún tipo de alivio posterior. Por fin la ruta, que se mueve ante mis ojos sinuosa en todas direcciones. Hacia la izquierda o la derecha. Pero también hacia arriba y para abajo.

Acelero… acelero… más ¡Tengo que huir!

¿De qué estoy huyendo? ¿Hacía dónde? ¿Por qué estoy escapando?

Demasiadas preguntas. Demasiadas cosas que hacer. Debo concentrarme en no estrellarme. Solo pensar en la ruta. Por lo demás… ya veremos.

Un trueno me ensordece mientras mi mente divaga hacía el pasado. En esa misma ruta un glorioso amanecer. El aire fresco de la mañana y un sol remolón sobre el horizonte. Mi tío y mi padre que me llevan a mi primera cacería, armado con una escopetita de aire comprimido. El sol brilla imponente frente de mí.

Dos luces se precipitan desde la abismal oscuridad. ¿¡Que hace este tipo!?

Veo las dos líneas amarillas que delimitan los carriles de la ruta a mi derecha. ¡Soy yo el que cambió de mano! Un rápido volantazo y casi entro en trompo. Por muy poco no piso la embarrada banquina. El cielo se ilumina como si fuera la aurora boreal, y otro estruendo me sacude dentro del coche. Sigo huyendo. Acelero aún más hacía mi destino improbable. Me traga la tormenta y la noche. Solo una certeza alumbra en lo más íntimo de mí ser. Ya jamás encontraría el camino de vuelta. Ya jamás me encontraría.

Ricardo Juan Benítez

La noche avanza y me detengo, al borde del camino. Serena, la oscuridad acompaña el último vestigio de luz atrapado en mis ojos. No puedo cerrarlos, están vivos. Apago el motor del auto.

Mi cuerpo añora el sutil borde de nuestras sábanas.

Aún en la sombra la noche es generosa. Restaura, aligera el contorno de las cosas, se hacen una sola forma.

Soy invisible, no hay miradas que miren ni reclamen.

Me doy cuenta de que andar a solas es diferente a lo que pensé.

A todo se acostumbra el día, y también la noche, con su primavera postergada porque necesita luz. Y la necesito.

Sus palabras me hicieron recordar el color del verano; la voz acumula soles, paisajes, enhebra sonidos con alas, transforma piedras hostiles en playas; mi corazón emana destellos, es difícil decir adiós aunque se está dolorida.

Mis manos se rebelan al designio que impone el destierro, el elegido por mí. Siguen aferradas a la piel de un bolso que contiene el vestigio de cartas. Para recordarme que sólo se detiene lo que quiere detenerse y que se guarda para sí lo que tiene prohibido despertar. Son las cartas que le escribió a ella, su nuevo amor.

Cuando se despierta en medio del sueño, el insomnio se apodera de todo y volver a dormir es imposible. Así me sentí mientras escuchaba sus mentiras: que me ama.

Ya no le creo. No se ha dado cuenta de que a su costado, vestida de noche en la noche misma, soy día.

Entro en el auto, lo pongo en marcha. El camino se abre en la casi madrugada, no hay luces en el camino.

Cecilia Ortiz
ceortiz03[at]yahoo.com.ar

Me mató verla ese domingo; relajada, delgada, de blanco, y en el Mazda, largo y automático, de su papá. Fuimos a la Calera. Subimos. Ciclistas siempre a los lados del carro. Yo, mirando cómo movía la pierna derecha para acelerar y frenar. Es que tiene una pelvis divina. Paramos. Estábamos solos, pero con paredes transparentes. «¿Hacemos el amor?».«Bueno». me metí en la cajuela, después lo hizo ella. Hacia mucho calor y de pronto pasaron unos tombos. Se asustó. Salió de la cajuela, prendió el motor del carro y nos largamos. No me dejó salir.

Después, por Normandía, volvimos a intentarlo y lo logramos.


Nos reímos cuando recordamos lo sucedido. Estamos más allá del mundo y sus huevonadas. Nos reímos, gracias a Dios nos reímos.

Van Gogh
frayjuansebas[at]hotmail.com

Menudo coñazo de viaje

En principio le pareció buena idea volver al pueblo donde su padre nació y vivió sus últimos años para hacerse cargo del viejo coche de su padre, restaurarlo y venderlo. Pero ahora el monótono paisaje de La Mancha le aburría sobremanera y seguía pensando en voz alta mientras la vieja radio emitía un programa de música regional, que era lo único que podía sintonizar.

—Pues espero que Don Quijote tuviera palique de Sancho Panza porque hacer esto a caballo tiene que ser la hostia de divertido.

Aprovechó que la carretera era recta y no circulaba ningún otro vehículo para buscar el tabaco en el bolsillo interior de la americana. Encendió el cigarrillo mientras marcaba el número de Marta.

—Es que me aburro tía.

—Pues como te vean los picoletos hablar por el móvil te van a poner una recetita que te vas a cagar.

—Como vea un picoleto me paro, le doy un abrazo y lo invito a un carajillo.

Colgó. Siguió mirando el paisaje y tarareando la música de las noticias. Estaba incomodo en el asiento y trató de echarlo hacia atrás. Apretó la palanca sintiendo que algo caía sobre su mano. Con el cigarrillo en la comisura de los labios tanteó el suelo del coche para buscar lo que había caído. Lo encontró: Tres sobres con destinatario, su padre, pero sin remitente.

Echó dos sobre el asiento del conductor y abrió uno de ellos. Contenía un papel manuscrito y una foto en la que se veía a su padre y a una mujer sonriente y feliz que sostenía a un niño en los brazos. Se reconoció en el niño pero la mujer no era su madre.

Miró embelesado la foto teniendo que dar un volantazo para no invadir el otro carril. ¿Quién coño era esa mujer? Su padre o su madre no tenían tías ni recordaba ninguna conocida que se pareciera a la mujer de la foto. Desdobló el papel:

«Madrid 20 de Enero de 1970
Tal y como te prometí te mando tu nueva vida».


Miró pasar los escasos árboles que formaban el paisaje al borde de la carretera mientras se repetía. «¿Una nueva vida? ¿Una nueva vida?». Le dio la vuelta a la foto y vio una dirección escrita con trazo rápido e inseguro.

Se acordó de los otros sobres y tanteó el asiento en busca de otro que abrió rápidamente. Sólo contenía un papel y algo escrito con la misma letra que el anterior

«Madrid 21 de Noviembre de 1969
Lo haré, no quiero acabar como los demás».

Volvió a mirar la fecha para comprobar que era anterior a la primera nota. Buscó el último sobre y lo rasgó sin contemplaciones. Leyó con las manos en el volante tras comprobar con una breve mirada que la carretera seguía siendo igual de interminable y recta.

«Madrid 15 de Septiembre de 1969
Los has matado a todos por encontrarla a ella. Yo no cederé. ¿Crees que vale la pena después de lo que te hizo?».

Arrojó la carta al asiento y paró en una gasolinera que tenía a la vista. Bajó del coche para buscar mas sobres debajo del asiento. Encontró uno pero a diferencia de los otros este era su padre quien escribía la carta pero jamás la mandó.

«Gandía 15 de Mayo de 1970
He ido a la dirección que me mandaste con la foto. Ahora ya tengo a mi hijo. La he matado y he encontrado tus cartas donde viene tu dirección».

La radio seguía sonando pero después de cien kilómetros de carreteras rectas todo le daba vueltas.

Diego Llergo
dllergo[at]odec.es

Llené el coche de gasolina, cogí pocas cosas más que unas botellas de agua, algunas fotos y ropa de abrigo.

Miré la ciudad por última vez. Era el punto en que duermen las luces y el aire se abraza húmedo a las farolas tristes y amanecientes.

Arranqué el motor y enfilé la calle que me llevaba a la carretera.

Estoy en el páramo, allí donde ni luces, ni farolas, ni esquinas me señalan los límites ni el tiempo.

Voy en su busca, fijo la mirada intentando adivinar su perdida silueta.

Es tan sólo un recuerdo en mi memoria, pero cuando llegue a él, cuando lo encuentre y lo abrace, será el fin de mi promesa, aquella en la que ninguno de los dos creía, pero que yo con mi camino eterno hacia él ha hecho posible.

Mistery
yallegue2002[at]yahoo.es

Cada día se levantaba temprano, las luces de la calle aún encendidas, y el silencio desapareciendo. Los pocos transeúntes que asomaban con él en la oscuridad, se miraban recelosos de la noche.

Cada día montaba en su coche para ir a trabajar, se sentaba lentamente y ponía la radio, ésta acompañaba con su sonido el sueño que se negaba a olvidar, del que no le gustaría despertar.

Ese día, no sabe cuál fue la causa, pero no paró en el mismo lugar de siempre. El coche continuó de largo al pasar por su destino y salió de la ciudad. Condujo horas y horas, sin plantearse un instante a dónde iba, ni por qué lo hacía.

Se sentía feliz en su coche, con el sonido de su radio y ese sueño prolongado que le hacía conducir hacia ningún sitio y del que había conseguido no despertar.

Cuzca
navidia_duo[at]hotmail.com

Siempre me sucede lo mismo… aún no he conseguido quitarme ese nerviosismo que precede a un viaje. Así estoy de cansado…, no sé si conseguí dormir apenas dos horas… Parece que la cama fuese el lugar donde pensar e imaginar lo que me espera, esa incertidumbre de lo que no se puede prever…


Ahora estoy más relajado, el sonido uniforme del motor cuando conduzco por carreteras despejadas de tráfico bajo la luz soleada de una mañana de sábado, suele tener ese efecto, e incluso a veces me ayuda a sentirme más libre… De nuevo me viene a la mente ese recuerdo de anoche cuando naufragué en el mar del insomnio. Aquel viejo Seat 124 con el que fui hasta Alemania. Los viajes de entonces sí que eran una verdadera aventura… Ahora incluso parece que fue un sueño… Ella había ido a decirle a su familia que venía a vivir para siempre a España… Fui recogiendo gente con la que contacté en una de aquellas agencias de autostopistas, para compartir gastos… Confieso que cuando llegué me sentí un poco acomplejado… ¡menudo nivel de vida!, supongo que se llevaron un verdadero disgusto al ver que su hija se marchaba a otro país con un chico desconocido, y además: «vaya pinta». Hasta me hicieron cambiar las ruedas de mi viejo coche que estaban ya casi sin huella… ¡Que impresión se llevarían!... en esa familia que hasta la sirvienta tenía un mercedes… Pero yo entonces era feliz y el mundo me parecía un hermoso lugar… Entonces la vida no tenía límites para mí…


Cómo han cambiado las cosas. Ahora yo también tengo un Mercedes, pero me siento algo desamparado, el mundo ya no me parece tan grande y en este momento busco ese camino de incertidumbre que me permita dejar de sentirme un ser desvalido… Ahora voy a una ciudad que no conozco a encontrarme con alguien que jamás he visto… es curioso el destino…

Josean
japaIII[at]hotmail.com

CAMINO HACIA EL HORIZONTE

Su alma en contraposición a su cuerpo estaba desnuda, como si de un niño se tratara, esperaba en el asiento trasero de un viejo Mercedes su castigo. Había sido un chico malo, y en su mente aparecía la figura de su familia que se nublaba a la par que sentía el final, ése que a veces anhelamos cuando las cosas se tuercen demasiado.

Su verdugo conducía por carreteras solitarias hasta que un volantazo hacía presagiar un triste final.

Le sacaron a patadas del coche y mirando al horizonte sintió arder su mente que se apagaba con imágenes que él no recordaba. Quizás nadie ya lo recuerde, pero su alma sigue vagando por el horizonte.

Lita
coralvega22[at]hotmail.com

OTRA VEZ SU NOMBRE

Fueron los gritos y el portazo. Jonás subió a su auto, y partió sin rumbo.

En ese instante no pensó nada, no previó consecuencias.

No podría volver nunca más a esa casa, a ese barrio, a esa vida.

Exactamente treinta días manejó, sólo deteniéndose por alimento y reparo en alguna hostería del camino.

Necesitó dormir, pero nunca lo logró.

Pudo muchas veces ser vencido.

El vigésimo día casi lo fue.

Jonás creyéndose ya ganador, había parado toda la noche en el pueblo de MPQ.

Durante el desayuno vio el cartel «se necesita empleado» y pensó que podría haber otra oportunidad.

Mientras llenaba el formulario, frente al espacio correspondiente a estado civil, sintió nuevamente el deseo imperioso de verla, besarla, olerla…

La oportunidad lo dejó ir esta vez, aún no estaba listo.

Tomó el volante y decidió que esta lucha contra sus propios sentimientos solo duraría diez días más.

Así no podía continuar eternamente.

Así, recogió a una joven que hacía dedo en el camino y siguió la dirección que ella mencionó sin prestarle mucha atención.

En el transcurso de los dos días que demoraron en llegar a ZZZ, Jonás sólo le dijo su nombre.

Ella se hizo cargo de todo lo demás. Hablaba, se reía, cantaba, elegía dónde comer y dónde dormir.

Jonás la siguió todo el tiempo sin reparar ni objetar; hasta el momento en que llegados a ZZZ, ella lo besó en la mejilla y al despedirse…

Entonces la vio por primera vez, sólo cuando la escuchó decir:

—Adiós Jonás, espero encontrarte otra vez, en otra ballena.

Oyó por primera vez su nombre, renombrado, supo que había escapado al peligro, que ésta sería su nueva vida, que había triunfado y sólo entonces preguntó:

—¿Cómo te llamas?

Graciela Pera
graletras[at]yahoo.com.ar

VARIACIONES

Habían quedado, vulnerando la clandestinidad de tres años, en un café muy transitado. El no quería escenas. Ella necesitaba la publicidad.

—Dime que hice mal, por favor —repetía ella con lágrimas en los ojos.

—No, de veras, no fue culpa tuya, soy yo que no soy capaz de...

—Sé que soy una posesiva y una histérica pero si me dices que fue lo que hice mal puedo cambiar...

—De veras que no, eres la mejor persona que he conocido , yo soy el único que...

Así repitieron el diálogo mil veces experimentando variaciones sobre un mismo tema.

Se enfriaron los cafés y los ánimos y se despidieron con gesto de derrota.

Ya en su automóvil que le devolvía al hogar, él pensó: «¿Que qué has hecho mal? Una lista te haría que te cagas, estúpida: Fría, exigente, rutinaria, posesiva, mandona, falsa, tacaña, ¿Qué que has hecho mal? Cómo me lo vuelvas a preguntar algún día.... Lo que pasa es que yo soy...».

Ella alejándose en taxi en la dirección contraria, decía para sí: «¿Culpa yo, de qué? ¿De dormir sola cada noche? ¿De no compartir unas vacaciones en tres años? ¿De oírle hablar de lo mal que folla su mujer? Anda y que te j...».

Esa misma tarde, sonó el móvil cuando se dirigía, en el auto, hacia la oficina:

—Dime que hice mal, por favor —repetía ella desde el «manos libres» de su coche con lágrimas en los ojos.

—No, de veras, no fue culpa tuya, soy yo que no soy capaz de...

—Sé que soy una posesiva y una histérica pero si me dices que fue lo que hice mal puedo cambiar...

—De veras que no, eres la mejor persona que he conocido, yo soy el único que...

Se cruzaron a la altura de Manuel Becerra pero la mediana les impidió chocar.

Quizás nunca, nunca habían conseguido verse.

Juan Rincón Ares
jrinconares[at]terra.es

Ese día nos levantamos a las 6 de la mañana para ir hasta Río Paloma para realizar capacitaciones técnicas y asesorías, mi amiga y yo teníamos en el cuerpo varias aventuras respecto de visitar lugares tan aislados.
Nuestro coche un jeep Lada 1962, las vituallas mate amargo, tortas fritas y un trozo de queso, de ida mi amiga durmió todo el camino, sus hijos chicos nunca la dejan dormir bien. Por mi parte disfruté la amanecida, el canto de los pájaros, el humo muy azul saliendo, y de vez en cuando una jauría de perros tratando de morder el extraño animal con ruedas.

A poco de llegar un extraño pasajero pide que lo llevemos, es alto, el pelo canoso y muy flaco, también se queda dormido. Al llegar al lugar de trabajo desperté a mi amiga, pero el extraño pasajero quedó durmiendo en el vehículo. Nunca más despertó por lo que, asustadas, decidimos dejarlo al borde del camino; nadie nos creería lo que había pasado.

Después de esperar la noche hicimos la faena de dejar al pasajero sentadito y recostado en una mata de calafates y regresamos a Coyhaique, después de dejar a mi amiga en su casa, regresé a la mía y encontré un mensaje bajo la puerta que decía: «Gracias por el traslado, hacía siglos que no podía morir».

Idania
aisen2[at]yahoo.com.ar

EL ULTIMO VIAJE

Cuando la violencia del impacto lo tiró por una de las puertas del escarabajo blanco, el cerezo que crecía en el patio de la abuela comenzó a secarse a toda prisa.

Cristian Lagos
escritores_arauca[at]yahoo.es

IN MEMORIAM

Esta es la historia de uno de esos viajes que la memoria guarda en algún lugar del puzzle que es mi vida. Seguramente será un relato vestido con todos los oropeles que la edad me ha ido regalando, así que voy a empezar a desandarme hasta llegar a aquellos primeros diez años de mi vida... No tenía nada de especial ese verano de los anteriores; mi padre siempre supo contagiarme su afán de salir y su curiosidad. Pronto empezamos a tener coche y cada vez era uno mejor, en aquellos setenta de la industrialización, de la tele en blanco y negro y de los Beatles. Si el coche rememora algo de mi pasado eran los veranos que pasábamos en León: cuando cogíamos ruta, a mí siempre me tocaba sentarme en el medio, entre las torres de Hércules que eran mis hermanos, pero no me importaba porque podía ver por las dos ventanillas laterales y por la frontal. Me pasaba el viaje preguntando por las señales que nos encontrábamos y comparando los paisajes que íbamos dejando, los tipos de casa, los cultivos... me imaginaba cómo vivía la gente en cada población, si pasaban frío o calor, su historia, sus castillos.

¡Cuántas veces vi a mis hijos jugando a un aparatejo en el coche sin saber por dónde iban y pensé en lo que se estaban perdiendo! Claro, yo hacía todo eso si el Puerto Pajares me lo permitía, porque la gran aventura era superar esa frontera natural que se erguía triunfante y caprichosa, a veces escondida entre nieblas, otras bañada en lluvia y por fin otras relucientes, como si estuviéramos más cerca del sol. Ese sí que era un gran reto para el coche; había que mimarlo para que no se recalentara, para que no se gastaran los frenos... Cuando por fin llegábamos a nuestra casa de verano, mi padre acababa yéndose porque sólo podía estar con nosotros el fin de semana y esperábamos esos días para hacer cosas diferentes, como celebrando que por fin estuviéramos todos juntos de nuevo. Este apunte de relato no es más que un homenaje a mi padre, que me llevó tantas veces con él de viaje, que me transmitió lo orgulloso que estaba de sus hijos, que supo confiar en mí como mujer y como persona, y darme el empujón que necesitaba para conseguir todo lo que me propusiera, como escribir esto en su honor, para que sepa que aunque me dejó hace ya veinte años, cada día que pasa le echo más de menos pero también le siento cada vez más cerca.

Candiles Duarte
rasreyad[at]telecable.es

Recorría como todas las tardes los diecisiete kilómetros que separan mi trabajo del hogar, cuando de pronto el motor se detuvo. Mi fiel Fiat 600 gris dijo basta, y lejos de malhumorarme, le di una dulce palmadita en el volante.

Si bien habían pasado apenas las siete, era ya noche cerrada. Cosas del invierno, supongo.

Abrí la puerta y bajé del automóvil, notando con cierta inquietud que sólo lograba ver lo que alumbraban los faros. Más allá de la luz blanquecina, absolutamente nada. La ruta a esa altura carecía de iluminación, y por un momento temí ser devorado por la oscuridad que me rodeaba.

Entonces comprendí que lo único que podía hacer era esperar. Esperar a que pasara otro vehículo y pararme frente a la luz de mis faros para revolear desesperadamente los brazos, rogando no sólo que se detenga, sino además que note mi presencia con la distancia suficiente como para no pasarme por arriba.

Con los dientes castañeteando por el frío, maldije no haberme asociado al servicio de auxilios cuando esa hermosa promotora rubia me lo había propuesto.

Encendí un cigarrillo peleando contra el viento, ahuecando la mano tan cerca de la llama que pude sentir su calor en la piel. Levanté el cuello de mi abrigo y, con el cigarrillo sujeto entre los labios, crucé los brazos contra el pecho. Tenía congeladas las puntas de los dedos y casi con desesperación sentí pequeñas gotas de lluvia cayendo sobre mis mejillas.

El reloj del Fiat marcaba las ocho menos veinte. No era muy confiable pero era lo único que tenía para ubicarme en el tiempo y en el espacio. Allí todo parecía ser igual, como si el mundo se limitara a la luz de los faros.

Recuerdo haber pensado que la cosa no podía estar peor.

Lamentablemente, me equivoqué.

De pronto, con el corazón acelerado de júbilo divisé las luces de un vehículo que se acercaban en la distancia. Como lo había planeado, me puse de pie frente a mi auto y comencé a agitar los brazos como si fuesen alas.

Estaba seguro que debía verme. La ruta era oscura, sí, y aquel automóvil venía a gran velocidad, pero debía verme. No podía quedarme un minuto más allí. Por favor, por favor...

Apenas tuve tiempo de arrojarme a un costado, cuando la camioneta impactó contra el Fiat, pasó por sobre él y dio tres vueltas completas sobre sí misma, para terminar con los neumáticos hacia el cielo en la zanja que rodeaba el camino.

Sobre el asfalto quedó algo que parecía ser una muñeca en medio de un gran charco de sangre.

Desde aquel día, los municipales iluminaron el trayecto con enormes luces amarillas, pero la muerte de esas cuatro personas pesará para siempre en mi conciencia.

Sara Quiroga
alternativarock909[at]yahoo.com.ar

CHOFER DE PÁJARAS

Acababa de regresar de un campamento de diabéticos en el Pirineo aragonés. Aquel verano fue muy feliz para mí porque por fin conseguí mi tan ansiada bicicleta de carreras.

Había trazado una ruta preciosa, entre collados y pinares. Volaba sobre el asfalto. Me veía dentro de pocos años portando el maillot blanco en la Grande Boucle. Ánimo Poeta, sólo quedan 40 kilómetros a meta. Ya se ve San Saturio al fondo.


Tuve una pequeña avería. Empezó a llover. Reparé el pinchazo en tiempo récord y reanudé la marcha. Empecé a sentir un hormigueo en mis piernas. Ya no andaba tan suelto. Las Matas de Lubia me estaban matando. Aquellos tres repechos parecían todo un coloso alpino horse catègorie.

Empiezo a subir piñones. Me atasco. Los caracoles empiezan a escalar por los radios de la bicicleta. Sudor frío. No hay comida. No hay bebida. Abro la boca y las gotas de lluvia salpican en su interior. El grupo principal me intercepta. Me pilló la pájara.

Me desmonto. Patino y caigo sobre unos arbustos. Alzo mi pulgar y tranquilizo a la afición. Todo bien.

Diez minutos, veinte, treinta, de espera. Autoestopismo desesperado. Rozo el fuera de control en mi regreso a casa. ¿Es que nadie tiene compasión? No tengo teléfono ni fuerzas ni dinero. Nada. Sólo un pulgar alzado y tiritante. Un conductor se apiada de mí.

—¿Todo bien, amigo?

—Sí, sólo fue un pinchazo.

—¿Adónde vas?

—A Almazán.

—Sube, que te llevo.

Me daba vergüenza reconocer que fue la pájara quien me deshinchó. Un pinchazo quedaba más bonito, más impersonal. Como si los tubulares tuvieran sentimientos.

Hevia suena en el estéreo. El parabrisas baila un minué junto al capó. Mi chofer se llama Arturo. Es soltero y barbudo. También le gusta el ciclismo.

Empiezo a recuperar tiempo. El pelotón todavía me saca 10 minutos. Me gusta cómo se ve el pinar desde la ventanilla. Junto al cambio de marchas hay un ambientador natural de manzana. Un Citröen de ocasión, de segunda mano. Para mí es todo un bólido.

Coronamos las Matas de Lubia y empieza el vertiginoso descenso. Gotas de lluvia resbalan por el cristal, forzadas por el viento. Pancarta de 5 últimos kilómetros. Adelantamos a varios coches de equipo. Arturo abre un poco la ventanilla derecha y un intenso aroma a resina humedecida penetra en nuestro bólido.

Último kilómetro. Voy de nuevo en cabeza, con dos minutos de adelanto.

—Dime tu calle, chaval, que en tu pueblo hay muchas cuestas.

—Calle Fortaleza.

La que me falta. Pero a esto se le llama trabajo en equipo. Me lleva en volandas hasta la victoria. Me deshago en halagos y buenas palabras hacia Arturo. Me ha sacado de un buen apuro. La victoria va para ti.

Salgo del coche, despido a mi querido chofer con una amplia sonrisa y enfilo los últimos metros a pie, como alguien que ganó una Milán San Remo cuando todavía no existían televisiones en color.

José Alberto Andrés
searbamadrid[at]yahoo.es



PARADO EN EL SEMÁFORO

Conocía a Jorge hacía algunos meses y desde el primer momento que le vi me había caído estupendamente. No me hubiera importado tener una aventura a su lado, pero él era un hombre casado y uno de los grandes principios de mi vida social es no enrollarme nunca con hombres que ya tengan una relación.

Sin embargo ahora que ha pasado el tiempo me doy cuenta de que todo lo que sucedió aquel día encajaba perfectamente, como si hubiera estado predeterminado a ocurrir. Me subí a mi automóvil y me dispuse a iniciar mi viaje. No llevaría ni quince minutos circulando cuando le vi, parado en aquel semáforo dispuesto a cruzar la calle. Se percató de mi presencia y me hizo un gesto para que me orillara, parecía tener algo que decirme. Me voy de viaje, le respondí intentando esquivarle, y ya voy algo justa de tiempo. Te acompaño hasta la circunvalación y luego ya me volveré en autobús, sugirió insistentemente. No me quedó mas remedio que aceptar, la verdad es que me moría de ganas de llevarle a mi lado.


Lo que no me podía ni imaginar era el motivo que le impulsaba a hacer aquello, en definitiva era un hombre casado y podría ser peligroso que le vieran junto a mí. Parecía algo cansado o preocupado pero no quise molestarle con preguntas que quizá no pudiera o no quisiera responder. Me puse en marcha y comenzó a hablarme de su trabajo, de su familia, de su vida de pareja. Parecía aturdido pero le dejé hablar.

De reojo le observaba y sentía cómo se dirigía a mí con su mirada y sin embargo le obvié, no cabía la menor duda de que atravesaba un momento delicado y no quería aprovecharme de la situación.


Estábamos a punto de llegar a la circunvalación cuando me animó a seguir adelante sin detener mi vehículo. Le hice caso. ¿Vas a viajar conmigo?, le pregunté. Me gustaría, me respondió. Casi tuve que dar un volantazo para contener la emoción. No me lo podía creer. Después de todo ¿qué había de malo en ello?, yo era una mujer libre y tampoco me podía permitir el lujo de rechazar algo así. Así que le dejé seguir a mi lado, como si tal cosa. Nuestra conversación se fue volviendo mas amena y distendida, parecía que lleváramos hablando toda la vida. Intenté disfrutar de aquella compañía y desde el momento que decidió seguir conmigo en aquel viaje, le entregué los oídos, los ojos, las manos, el alma. Él no podía saber que yo le amaba en secreto. Estaba segura de que jamás lo había sospechado, ya que yo me había mostrado siempre fría y distante.


Anocheció unos minutos antes de que llegáramos a nuestro destino y una nube de estrellas iluminó la noche. Pero él parecía ajeno a todo. Yo sentía su mirada clavarse en mi rostro cada vez mas insistente. Su respiración se ralentizó. Noté que movía sus manos y levantando su izquierda suavemente intentaba rozar mi mejilla. Estás maravillosa esa noche, me dijo. No sigas por ese camino, le sugerí, podríamos hacernos daño. Pero él insistente rozó mi rodilla con su mano derecha. Quiero hacer el amor contigo, hace rato que lo estoy deseando, volvió a insistir. Entonces le vi tan vulnerable que me pareció una locura aceptar por mucho que yo lo estuviese deseando.

Me armé de valor, frené bruscamente, giré y salimos a toda velocidad iniciando el viaje de vuelta. ¿A dónde vamos?, me preguntó. A la circunvalación, respondí, debiste quedarte allí como habíamos quedado al principio. Pero agarró mi mano fuertemente y me incitó a detenerme en la cuneta de aquella carretera comarcal. Detengámonos unos minutos, me pidió. Le hice caso, aunque yo sabía que aquello era un error.


Desabrochó mi cinturón, tomo mi barbilla entre sus manos y me besó suavemente en los labios. Mi cuerpo se volvió un hervidero de sensaciones y sentí desatarse mi pasión que como un caballo desbocado comenzaba a galopar sin freno. Me dejé acariciar y comencé a responder s sus caricias cada vez más intensas.

Y cuando parecía que nada podía turbar aquel momento, un ruido estrepitoso se interpuso entre nosotros. Mi sobresalto fue tal que comenzó a latirme el corazón a una velocidad no comparable con ninguna sensación conocida. Me giré bruscamente y de un manotazo tiré el despertador que cayó al suelo haciéndose añicos. Decepcionada porque aquello sólo había sido un sueño me incorporé en la cama y con movimientos lentos y pausados quise recordar hasta el más mínimo detalle. Me había parecido tan real que sentí una auténtica frustración.

Como cada mañana desde hacía mucho tiempo me di una ducha y me dispuse para ir a trabajar. Salí de casa; al llegar a la calle respiré hondo resignándome a mi fatal suerte y subí en mi vehículo. Cuando llevaba varios minutos en marcha me detuve ante un semáforo, levanté los ojos y cual sería mi sobresalto cuando le vi, parado en el semáforo dispuesto para cruzar la calle, que sin pensar lo que hacía pisé el acelerador y salí a toda velocidad. Hacía muy poquito tiempo, apenas unos minutos había decidido dejar aquello dentro de mis sueños.

Sofía Campo Diví
scampodivi[at]hotmail.com




Finalizó «Cuéntanos un viaje en...»

Desde el mes de junio del pasado año, hemos estado proponiendo a nuestros lectores que nos contaran un viaje, real o imaginario, vivido o soñado.

Sugerimos que fuese en barca o a caballo, en tren o en coche, en bicicleta o en taxi, e incluso en ascensor.

Esto produjo una colección de interesantes textos en los que cada cual ha ido relatando breves historias, en ocasiones tiernas y nostálgicas, a ratos divertidas, otras veces trágicas y otras sorprendentes y mágicas.

Cada uno de los medios podía favorecer cierta tendencia a la hora de elegir los temas, el taxi y el ascensor, eminentemente urbanos, la bicicleta, que hizo resurgir recuerdos de infancia, la barca que nos deparó historias de amor, desamor y nostalgia, el caballo nos trasladaba a entornos de aire libre y campo abierto y el coche al fin ha estado dotado de una amalgama de posibilidades casi infinita.

Ha habido colaboradores que han participado en la mayoría de las propuestas y otros que tan sólo lo han hecho movidos, sin duda, por que tenían un viaje en ese medio de transporte en particular que querían contarnos.

A todos ellos les damos la gracias por su participación esperando que hayan encontrado interesante la experiencia literaria.

Abril de 2005

Todos los viajes:




________________________
«Cuéntanos un viaje en...», es una sección
ideada y coordinada por Carmen López León

http://mural.uv.es/carlole/

pintura · literatura · fotografía · reportajes

Revista Almiar - Margen Cero™ (2004) - Aviso legal