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Mi nombre es Marcos
Karina Sacerdote


Mi nombre es Marcos. Si de algo estoy seguro es de mi nombre. Los labios de la mujer que me abraza dicen «Marcos», sus caricias dicen «Marcos», hasta sus llantos dicen mi nombre. En su mirada de invierno, no encuentro otra cosa. Ella recita cada día palabras insondables, pero la entiendo por sus gestos y su espalda inclinada. Sus manos son racimos de coronas de espinas. Perdura el martirio de su vientre y se agudiza con cada año que pasa. Cada noviembre recomienzan los dolores de parto, y el día veinte de ese mes me abraza más fuerte y llora.

Reconozco mi nombre en el hombre que duerme en su cama. Palidecen su ceño y su espalda a cada grito que lanzo. Noto la frustración de su lomo curtido. No puedo llorar por los sueños que le maté con mi nombre, ni por el naufragio que mi vida confirió a la suya. Lo único real es mi nombre en este mundo habitual. Toda música que escucho me llama, muevo mi cuerpo con las melodías y mis manos desordenan mis cabellos. Grito de emoción con la música, jamás dejo de bailar. Extenso... mi mundo de límites definidos. En él todo es mío. En cada rincón, vivo. Mi lugar favorito es el sitio donde dejo que el fuego del cielo me alumbre.

No quise aniquilar todo lo que había a mi paso. Me asustaron los gestos de sus rostros mojados. Me asustaron los gritos de sus voces sufrientes. Me enojaron sus lágrimas de resignación y dolor. No quise, pero la furia lo destruyó todo. No quise matar al jazmín que perfumaba mi patio, grité más que nunca su cuna destrozada, su cimiento esparcido, sus ramas quebradas.

Hombre y mujer calmaron mi desconsuelo, quebrándose con su voz el atardecer. Siempre están a mi lado y mi nombre es el contacto. Todas sus voces dicen Marcos. Temo que algún día, sus venas se cansen del sufrimiento nacido de mi nombre. Hoy, más que nunca, temo. Tengo miedo y me acuno con la música que vibra en mi mente. Espero. Nunca me han dejado solo tanto tiempo...

Corro con mi paso quebrado por los límites del mundo. Extrañas palabras, extraños ojos me miran. Labios extraños dicen Marcos. Manos extrañas sujetan mi libertad. La mujer que me tranquiliza llega corriendo. Apenas la veo, me calmo. Hay una herida en su pecho, una herida turquesa que nunca cerrará, una herida perpleja y una música roja. Los ojos del hombre sin sueños emanan sangre. Todas sus luchas asesinadas por lo ineludible. Grito de impotencia, grito por mis culpas. Sé que tanto desconsuelo es por mí.

Hombre y mujer me abrazan. Grito. Lucho. Ganan los extraños. Un aguijón clavan en mi carne y todo se calma, se mece, se enturbia. Se abre la puerta al viento desconocido, casi a rastras me llevan. ¿Se cansaron sus venas? ¿No soportaron más de cuarenta años? Nada comprendo. Sólo sé mi nombre, «Marcos» y presiento que la música ha muerto. Mis ojos se cierran, el sol desaparece. Estoy flotando.

En la puerta, los vecinos se reúnen para ver el espectáculo. Una señora bajita se toca el pecho y dice: «Pobres viejos... ya no podían ocuparse del sufrido Marcos...».




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anirakar2002[at]hotmail.com



ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por Pedro M. Martínez ©