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Corazón de encina
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Félix Hernández de Rojas


La mano se despedía arrastrada, los dedos extendidos como cinco carbones brunos, vuelta la palma, oscilando levemente, bamboleándose al ritmo del topeteo cadente de la carreta. Hubiera jurado que la mano hacía el vano intento por enderezar su cuerpo derrumbado, y quizás, aquel bulto entre las mantas, regurgitara un último soplo de vida y se irguiera, elevando un grito. La carreta se desplazaba penosamente, desperdiciando una eternidad para atravesar toda la plaza. Aún así, abrí lentamente la cancela y me senté al rellano, torpe y confuso. Vi la mano aparentemente fuerte, robusta, ahora botando inerme, la mano agrietada por el trabajo, la mano herida y callosa, desatendida por la vida y no sé por qué, me pareció como si imperceptiblemente se asiera al aire para despedirse de mí.

Esa mano permaneció presa, al fondo de mis pupilas, hasta desvanecerse con la carreta al doblar la plaza. Luego oí los gritos de mi hermana. Mi madre se echó la toquilla y me apartó bruscamente. Las vi alejarse persiguiendo la carreta, pugnando contra la helada. Alguien más atravesó la plaza en la misma dirección. Luego, todo se quedó en silencio, la plaza, las casonas, sus huertos, todo salvo el restallido desatendido del campanario. Contra la fachada del ayuntamiento se perfilaba el cielo hundido, aviejado, sobre el cual se distraía un hilo ascendente y gris. —Eso ya debe ser el rescoldo—, pensé, y rebusqué en mis bolsillos hasta topar con el trozo de carbón de encina. Lo aprisioné con ansia. Era poroso e irregular, duro y frágil al tacto a un mismo tiempo. Ahora recordaba las palabras de mi padre, como si fuesen repetidas en un momento anterior, casi de inmediato: —El corazón debe ser de corteza de encina, resistente al fuego. Pero nosotros, además, somos carboneros, hijo, y nuestro sudor y corazón también necesitan de las llamas—. ¿Sería por esta razón que siempre mi padre se plantaba con arrojo y sin temor ante el incendio? Y si era llamado, acudía presuroso, sin falta, abandonando cualquier labor para ayudar al pueblo entero.

Así había sucedido aquella madrugada, cuando los graneros de la cooperativa se prendieron con la cosecha entera de cereal. Le despertaron a gritos, se vistió a tientas y todavía asustado subió las escaleras para darnos un beso. Nosotros, con las voces, también nos habíamos despertado, y al llegar, nos miró muy serio, tomó aquel trozo de carbón de encina de uno de sus bolsillos y fue a depositarlo al pie de la cama. Con aquel gesto sonrío tímidamente y se marchó, jurando que volvería a recogerlo más tarde.

Yo confiaba ciegamente en mi padre, pensaba que seguramente en aquel preciso instante estaría muy ocupado apagando las últimas brasas, recuperando los animales espantados o apilando maderos caídos. Y después, seguro que habría de regresar para relatarnos sin perder un detalle, con el rostro ennegrecido, cubierto de carbonilla, aquella fantástica aventura de madrugada. La casa estaba vacía, no quería moverme de la puerta para así esperarle allí mismo, la humedad y el frío se colaban por los tuétanos, el sol se alzaba débilmente y mientras, yo, no dejaba de mirarme mi pequeña mano, negra y sudorosa, y sobre la palma, aquel pedazo de corazón de encina calcinado.


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FÉLIX HERNÁNDEZ DE ROJAS es un autor que vive en Madrid.

ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por Pedro M. Martínez ©