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La abuela
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Manel Mora

«No se trata de unos exiguos recuerdos tergiversados por el paso del tiempo. Tampoco supone decepción alguna ante la confrontación con la realidad. ¡Realidad! ¿Qué es real y qué no? ¿Acaso la realidad verdadera es aquélla que filtramos a través de la razón?».

En el aire flota un manso olor a leña quemada de una brasserie cercana. El aroma llega hasta mi balcón. Muchas noches me apoyo en la barandilla e inspiro el humo desgajado en el ambiente. Permanezco absorto durante un buen rato, imaginando el crepitar de los troncos. La imagen me subyuga. Aquella emanación me domina y me transporta, irremediablemente, a la cocina de la abuela Pepa.

La abuela, mujer de imaginación especial, había creado una atmósfera deliciosa en la pieza. La personalidad de la abuela Pepa había mimado todos los rincones de aquel espacio y lo había convertido en la estancia más entrañable de la casa. De niño, me quedaba embobado —como ahora, aunque sea otra ventana y otro tiempo— mirando, a través de la ventana del patio, la brega que la abuela se traía en la cocina. Subido en una silla, con los codos clavados en el marco, me pasaba las horas muertas. Aquello era para mí un deleite y una experiencia insólita. Allí confluían el suave aroma de la lechuga recién cortada y puesta en remojo, el perfume de la menta que rodeaba la vieja parra y la fragancia de la madreselva que envolvía el patio.

La vieja se movía entre los pucheros, las cacerolas y las sartenes con la habilidad que proporciona la sabiduría cosechada con el hábito. Nunca daba señales de cansancio. Siempre fresca y lozana, cuando aparecía la fatiga, se refrescaba cuello y mejillas y volvía a concentrarse en los ingredientes de la olla. Laurel, tomillo, albahaca, comino... y otras especies que la abuela recogía con sus propias manos y cuyo enigma guardaba sin descifrar a nadie. De ello resultaba un armónico contraste de esencias y sabores. ¡Qué buena mano tenía para los guisos! De pueblos cercanos, y de otras comarcas, venían a pedirle consejo. «Para conejo con papas ¿...?». «Las espinacas frescas, ¿...?».

Un seco taconeo me indicó que mi madre venía hacia el patio. Efectivamente. Apareció detrás de un barreño con una montaña de ropa mojada. Cruzó el patio apretando los labios. Era obvio que le costaba sobrellevar la carga. Cuando llegó a las cuerdas de tender, empezó a colgarla mimosamente. «Para mi madre la ropa era sagrada. Recuerdo que aún conservo ropa que me compré siendo soltero, y aún tiene el apresto como si me la hubiera comprado recientemente. La verdad, no conozco a nadie que cuide la ropa como lo hacía mi madre».

Sin apartar la mirada del interior de la cocina, le comenté con una entonación gozosa:

—El guiso de la abuela huele muy bien.

—Andrés, cariño, ya te he explicado que la abuelita ya no está entre nosotros. Que se la llevaron volando dos angelitos al cielo.

Me abstuve de contestarle. Seguí embobado con la mirada fija en el interior de la cocina. La abuela, como cada día, continuaba trajinando con sus cacharros. Su figura se perfilaba nítidamente en la alegre blancura de la pared enjalbegada al inicio de la primavera. Con sus facciones morenas. Con un gran brillo marrón en los ojos y con los cabellos castaños limpios, lavados con frecuencia.

Desde allí, la abuela me envió un beso rebosante de ternura. Con delicadeza, se llevó el dedo índice a la boca y con una sonrisa me hizo un guiño de complicidad.

—Ssshhh...


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MANEL MORA SÁNCHEZ
es Profesor titular de Lengua y Literatura castellana de Bachillerato y de Educación Secundaria Obligatoria y Licenciado en Filología Hispánica y Catalana. Ha participado en diversas tertulias literarias y alterna sus tareas docentes con el cultivo de la poesía, género en el que cuenta con un buen número de poemas inéditos. En la actualidad está trabajando en su segundo libro La abuela y otros relatos: narraciones cortas en prosa.

Página web del autor: La buhardilla de Colette (http://www.manelmora.com/)

ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por Pedro M. Martínez ©