La bruja de la
chimenea
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Sofía Campo Diví
La casa,
escondida en medio de unos pinos a la izquierda de aquel camino,
parecía vacía y abandonada desde hacía tiempo. Durante los meses que
soñé con aquel momento no imaginé que la encontraría en estado tan
ruin y lamentable. La carretera para llegar a ella, con agujeros y
socavones a ambos lados, hacía presagiar el estado del lugar a donde
me dirigía.
Como pude, atravesé las zarzas y los matorrales
que se empeñaban en cerrarme el paso. Y cuanto más avanzaba, era más
consciente de que quizá hacía mucho que nadie transitaba por aquel
lugar. Pero como yo tenía poderosas razones para llegar allí, no abandoné
mi tozudez y me dije a mí misma que no regresaría hasta que encontrara
lo que había ido a buscar.
A menudo me habían hablado de ella y eso había
despertado en mí la curiosidad por conocer todos los detalles sobre
su vida. Sin embargo nadie sabía lo suficiente, como para que pudiera
hacerme a la idea de cómo fue en realidad. Así que me propuse investigar
por mi cuenta y sacar mis propias conclusiones. Me dirigí hacia el
lugar donde se supone que transcurrieron los últimos años de su vida.
Lo único que sabía, porque me lo habían contado sus amigos, era que
se trataba de una casa rodeada de viñedos y aislada, como a medio
kilómetro, de un pueblo que se llamaba Eniza.
Siguiendo las explicaciones, que las gentes del
lugar me habían dado horas antes, llegué a lo que se supone que había
sido su casa durante los últimos años. En efecto, la casa estaba rodeada
de viñas que se conservaban en un estado lamentable y triste, dejadas
de la mano de aquellos que debían haberlas cuidado, desde que ella
falleciera. Cuando llegué estaba anocheciendo; pude contemplar la
puesta de sol más impresionante que había visto nunca. El cielo rojizo,
por los últimos rayos, estaba magnífico. Miré a mi alrededor, como
queriendo absorber, igual que una esponja, todo aquello que tenía
ante mis ojos.
Comenzaba a refrescar, así que pensé que ya era
hora de entrar en el interior de la vivienda. Abrí el portón de madera
con gran esfuerzo, ya que estaba hinchado por la humedad. Apenas había
terminado de entrar cuando me sobrecogió una extraña sensación; al
encender la luz y contemplar todos aquellos objetos, creí sentir que
había estado allí con anterioridad. Olía a madera húmeda. A menudo,
no recordaba bien cuándo ni dónde, yo había sentido un olor parecido,
pero lo achaqué todo a mi imaginación y no le di mayor importancia.
La casa tenía dos plantas. En la baja estaba
el salón, la cocina y un cuarto de aseo; en la superior había dos
dormitorios pequeños, pero acogedores. Una minúscula escalera de caracol
comunicaba ambas estancias. Entrando a la derecha había una enorme
chimenea, que todavía conservaba restos en el fogón, y junto a ella,
el atizador de fuego y algunos útiles de labranza. A continuación
una mesita de madera con dos sillas, una vieja hamaca de roble que
me pareció que se balanceaba con minúsculos movimientos, cuando pasé
junto a ella; luego, la escalera de caracol y debajo el cuarto de
aseo. Todo rodeado por muebles de caoba que, aunque se conservaban
en mal estado, dejaban ver que en su día habían sido bonitos y elegantes,
igual que un viejo tresillo que dormitaba, algo destartalado, en un
hueco que había detrás de la puerta.
En mitad de la sala, por llamarla de alguna manera,
una estantería con algunos libros, novelas históricas la mayoría.
Llamó mi atención uno, especialmente voluminoso, que trataba sobre
la primera guerra mundial y que estaba totalmente subrayado; jalonado
de notas, escritas con lapicero; más parecía un manuscrito que otra
cosa. Después de ojearlo, lo dejé sobre la mesa para mirarlo detenidamente
al día siguiente.
Agotada por el viaje decidí que sería mejor descansar
un poco, así que subí a uno de los dormitorios y me recosté sobre
una de las camas. Debí quedarme dormida al instante porque no recuerdo
nada más de aquella noche. En medio de la agitación de mis sueños,
volvieron a aparecer aquellas mismas pesadillas que me atormentaban
a menudo cuando era niña y aunque hacía tiempo que habían desaparecido,
al visitar aquella casa, no entendía porqué, volvían a acosarme esas
imágenes.
«Una mujer hermosa viene a visitarme, me besa
en la frente, la miro de reojo y tiene lágrimas en los ojos. Después
alguien tira de mí con fuerza, lloro amargamente, se me llevan a rastras
y dejo de verla. Vuelvo a mirar hacia atrás y de lejos veo la silueta
de la casa y sobre el tejado la de una bruja de hierro sobre la chimenea».
Este extraño sueño me había visitado durante
cada noche cuando era niña y, por más que intenté que alguien me lo
explicara, nunca me supieron dar una respuesta. Me decían que serían
imaginaciones mías, que me olvidara, que ese sueño no quería decir
nada, se trataba de un simple sueño nada más. Lo curioso era que,
después de tanto tiempo, cuando ya creía enterrados los fantasmas
del pasado, volviera a soñar con aquello.
A la mañana siguiente me levanté con energía
y fuerzas renovadas, para seguir con mi investigación. Hacía una bonita
mañana. Abrí las enormes ventanas y los rayos de sol entraron en aquella
habitación fría y sombría. Las viñas se agitaban por el suave viento,
así que decidí salir al exterior y contemplarlas de cerca. Lo miré
todo a mí alrededor, disfruté de lo que veía y, casi por inercia,
respiré hondo. Abrí los brazos y giré sobre mí misma varias veces,
como si se tratara de un rito, sintiendo el olor de los viñedos, dejando
que la brisa acariciara mi cara. De pronto me pareció que no hacía
aquello por primera vez. Y como si retumbara un extraño eco en mis
oídos escuché las mismas palabras que escuchaba de niña a lo lejos
«deja de dar vueltas, Ada, que terminarás cayendo».
Yo estaba muy susceptible en aquella época, por
mi reciente separación, así que no le di mayor importancia y seguí
con mis pesquisas. Hice un recorrido por la finca y lo encontré todo
bastante dejado de la mano de Dios. Las vides, medio resecas, parecía
que llevaban años sin dar un fruto que valiera la pena. Tal era el
estado de abandono que me sumí en una especie de tristeza porque,
no cabía duda, de que aquella finca debió disfrutar de un gran momento
de esplendor. Cuanto más miraba en torno mío, más sentía dentro de
mí que me había sido arrebatado algo. No entendía la causa de esos
sentimientos, pero me recreaba en ellos y, a pesar de todo, me sentía
bien. Me sentía muy bien.
Seguí caminando y encontré un pozo antiguo, con
una polea medio rota y una cadena oxidada y ennegrecida. Junto a él,
unos cubos llenos de agua podrida, seguramente de la lluvia caída
los últimos meses, y algunos aperos para trabajar el campo. Hacía
años que no veía un pozo de aquellos y guiada por un impulso irrefrenable,
me asomé a su interior. En lo más hondo había objetos de todas las
clases, hierros, maderas podridas, hojas secas y, como queriendo esconderse
entre todos aquellos zarrios, una muñeca de trapo, corroída y rota.
Sentí estremecerse algo dentro de mí. De niña solía jugar con una
de aquellas muñecas. Giré de nuevo sobre mí misma y lo miré todo para
no perderme ningún detalle. Los árboles, las vides, el pozo, las zarzas,
aquella vieja muñeca de trapo. Cuando dirigí la mirada hacia la vieja
casa y contemplé el tejado, vi una chimenea, que no tenía nada de
especial, excepto que sobre ella había una bruja de hierro sentada
con la escoba en alto. Como estaba anocheciendo a mi llegada no me
había dado cuenta de aquel detalle que acababa de dejarme petrificada.
Era la misma bruja de mis sueños de niña; no
me lo podía creer. En aquel momento, me vino a la cabeza aquel libro
que la víspera había llamado mi atención, sobre la primera guerra
mundial, y, como si me sumergiera en mi pasado, recordé a una mujer,
muy guapa y joven, a quien había visto leer, de niña, aquel mismo
libro. Regresé a la casa corriendo y dirigiéndome a la estantería
lo cogí de nuevo. Limpié el polvo que el paso del tiempo había acumulado
sobre él, y acaricié sus tapas con ternura. En esta ocasión lo examiné
detenidamente, con la certeza de que allí estaban las respuestas a
todos mis interrogantes. Leí algunas notas manuscritas de los márgenes
y quedé impresionada. Aquel no era un libro que se pudiera leer en
unos minutos, ni siquiera en unos días, así que decidí llevarlo conmigo
a París, donde vivía, para hacer un estudio detallado.
Al cerrar las tapas para guardarlo en mi maleta,
me di cuenta de que un papel asomaba por su canto inferior, tiré de
él con cuidado para ver qué era y cual fue mi asombro cuando vi que
se trataba de una fotografía. Era el retrato de una mujer que sostenía,
sentada en su regazo, una niña de unos dos años. Sentí un extraño
temblor en mi cuerpo y ríos de lágrimas empezaron a recorrer mi cara.
Miré de nuevo aquella estancia y lo comprendí todo; me dirigí hacia
la hamaca, que la víspera había sentido balancearse, abrazada a aquella
fotografía, me senté en ella y mientras me mecía, en medio de una
llantina incontrolada, comencé a tatarear unas extrañas notas musicales
que había tatareado cientos de veces. Como si el pasado se volviera
presente durante unos instantes, vi a la misma mujer de la fotografía
meciéndome en aquella hamaca, mientras me tarareaba aquella misma
música. Entonces comprendí que todas las historias que me habían contado
sobre ella eran ciertas. Aunque nunca mencionaran que aquella mujer,
cuya vida me habían contado, como si se tratara de una leyenda, era
mi madre...
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*ILUSTRACIÓN: Pedro Sánchez Sánchez ©
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