Victoriano Alcántara
Gabriel Impaglione
Cuando Victoriano Alcántara
cerró la puerta, un escalofrío trepando por su espalda le mordió
la nuca como un reptil fantástico. Afuera la noche ensanchaba sus
latidos sobre los perros atentos. Un viento negro escurría de prisa
su largo vestido.
Entre bota y bota sonando como
tambor lejano contra el piso, la casa callaba meciendo un oleaje de
penumbras.
El hombre bajo la toalla se miró
de nuevo en el espejo. Sólo un breve gesto tenso, todavía. Sin importancia.
Sin rastros de sangre, magullones, dientes rotos. Apenas los ojos
negros dilatados como los perros que afuera deambulaban la noche,
nerviosos. Que andaban atentos con todos sus colmillos atentos, deambulando.
Victoriano —correntino, peón de
albañil, soltero, treinta años— conocía de memoria historias de muerte
y lobizones. Desde chico fue acostumbrándose a relatar apariciones
y abrir senderos por el monte.
En más de una noche de luna llena
clavó sus ojos en la punta de los pies, como si fueran una presa codiciada,
mientras las manos morenas raspaban su cara en busca de cualquier
indicio imprevisto, desesperadamente invadido de miedos y de habladurías.
Su familia no hizo otra cosa que
trabajar por nada, como si trabajar fuera un deber de ocupación gratuita
para los pobres. Mejor dicho: sus padres no hicieron otra cosa que
trabajar por nada. Vales por tabaco y yerba a cambio de veinte horas
diarias de desmonte en los feudos de ilustres apellidos que decoran
las calles de las ciudades. Serpiente y desmonte y hambre.
Los hermanos de Victoriano representaban
un abanico de malos ejemplos, cretinadas e hipocresía santulona sin
igual, sobre cuyos pormenores llegaron a dedicar algunas columnas
los diarios de los pueblos cercanos. El anteúltimo de los Alcántara
fue ubicado de monaguillo en una parroquia, por una tía fanática de
no recuerdo bien qué congregación. En vez de cura, mandadero oficial,
y con la vida asegurada viviendo de arriba en Santa Fe. Adalberto,
el mayor, graduado con honores de contrabandista en la Triple Frontera.
Los mellizos, par simpático si lo había en todo Corrientes, cadetes
desde los doce años en una gran tienda de Resistencia, hasta que los
descubrieron revendiendo mercadería y fueron a parar a la calle, aunque
un concejal de la capital, que andaba entreverado en esos asuntos
de reventa, los hizo entrar a la administración pública de encargados
de no sé qué área de Compras de la Municipalidad. Crisóstomo Segundo,
quien fue dado a luz justo cuando Adalberto inflaba los pulmones para
soplar las velitas de su primer cumpleaños, se dedicó a la política
como guardaespalda de un mandamás del Pacto en Paso de los Libres.
Julián, de quien poco podrían comentar las comadres memoriosas, era
trece meses mayor que el aprendiz de curita. En algún momento de su
vida abrazó la artesanía regional, pero en los últimos tiempos se
ganaba unos pesos como mercachifle y revendedor de baratijas a pilas
en Uruguayana.
Victoriano tuvo hasta los dieciocho
una vida tranquila, anónima, sin roces con sus semejantes. Hizo el
servicio militar en Entre Ríos, y allí comenzaron a chorrearle las
penurias. Le daba por morder a los conscriptos dormidos. Lo molieron
a palos varias veces y hasta conoció las asperezas de la celda gracias
a sus irrefrenables impulsos. Después, enganchado de cabo en el Ejército,
comenzó a hacer carrera. Hasta que un día metálico de enero, un tal
José Ignacio Cabañas, de guardia en los arsenales, lo vio correr en
cuatro patas, zigzagueando entre unos tambores de combustible. Lo
encontraron jadeando boca arriba.
En el pueblo dijeron —que decía
un principal— que se había contagiado alguna porquería con la hija
del despensero, que tenía ideas raras.
No pudo haberse puesto tan malo
ese gurí, se lamentaba un sargento mayor de apellido Loria, que lo
tuvo a cargo cuando manejaba un camión cisterna.
Lo cierto es que a Victoriano Alcántara,
después de algunas juntas médicas, le dieron licencia por tiempo indeterminado.
Los perros gimieron mientras encendía
la lámpara de la cocina. Se calzó las botas y una gorra. El viento
negro regresaba con un bramido que se enredaba en las arboledas. Alcántara,
trabajosamente, garabateó una breve nota con su mano izquierda. Cierta
sirena agitaba a los perros que ladraban diferente. Victoriano descolgó
el Mauser descargado, con mira telescópica.
En otros tiempos supo matar varios
leones de un sólo tiro, comentaría después un hombre conocedor de
las andanzas del milico por el monte. Le hizo un gran favor a la gente,
afirmaría su esposa casi como un rezo, cerrando los ojos y persignándose.
Alcántara se detuvo frente a la puerta cerrada.
La villa, ahora, hervía bajo una
espesa expectativa. Se escucharon pisadas de varios hombres.
—Salí correntino, estás rodeado!
—gritó un agente.
Victoriano acompañó la inconclusa
ronda de la puerta con un leve movimiento de su mano, mostrándose
de cuerpo entero, a contraluz, sin respuestas, ni gestos, ni palabras.
Sin pensar en nada.
Alzó el Mauser hasta el hombro
apuntando despacio. Una lluvia de muerte lo partió en cuatro.
Dicen que al frente de la partida
estaba un sargento gordo y hablador que no dejaba de repetir algo
acerca de una bala de plata.
Victoriano Alcántara quedó allí,
en medio de su sangre, como cualquier cristiano.
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GABRIEL IMPAGLIONE
nació en Ramos Mejía (Buenos
Aires). Escritor y periodista, vive en la actualidad en Italia, desde
donde dirige la publicación Isla Negra
(http://isla_negra.zoomblog.com/).
impaglioneg(at)yahoo.es
Puedes leer varios poemas de este escritor
en Margen Cero:
consulta nuestro índice de autores. Margen Cero ha publicado,
asimismo, dos números de Isla Negra: el
n.º 1 y el dedicado al
Comandante Ernesto Che Guevara.
* ILUSTRACIÓN RELATO:
7.65mm Borchardt & 7.63mm Mauser,
By Drake00 (Own work) [CC-BY-SA-3.0 (http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0)],
via Wikimedia Commons.
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