Jaws!
Héctor
Cortés
Me parecía que una tortuga
era capaz de ir más rápido que el bus en el que me transportaba.
Miraba con tanta insistencia el reloj, como si este único hecho, por
sí solo, aumentaría la velocidad de mi transporte. Igual me sorprendía
dando cabezazos al aire, que deliciosos bostezos.
Un sentimiento apacible de paz
interior me acompañaba, hasta que un pito, un frenazo violento, me
devolvía a la realidad.
Los bostezos se sucedían, uno tras
otro, hasta que de pronto:«—¡Ay mi Dios! ¡no puede ser! —sorprendido
como estaba, trataba de aclarar mis pensamientos—. Eso es..., debo
estar soñando, sí seguro que me dormí y...» —pensaba, intentando calmarme.
Pero no. Aunque, algo tardé en
despabilarme por completo, la realidad se abalanzaba sobre mí con
una crueldad sin precedentes. Me había quedado en un estado de...
¡bostezo eterno! Era algo incomprensible, mi boca, mi boquita que
tantas veces en mi vida había abierto y vuelto a cerrar, ahora se
negaba a obedecerme.
–«¿Qué hacer? ¿Qué hacer?» —esa
era la pregunta que taladraba mi mente.
Lo único que se me ocurrió fue
taparme la boca con un pañuelo. ¿Por qué? Ni idea. La verdad es que
era una verdadera suerte, pues casi nunca llevo uno (de ahora en adelante,
nunca faltará uno en mi bolsillo).
Nunca, el trayecto desde la parada
hasta mi casa, me pareció tan largo como aquel día. El esfuerzo de
la caminata apaciguó en algo mi sobresaltado ánimo. Pero, de pronto,
al susto lo vino a suplantar algo peor. La posición antinatural en
que se mantenía mi mandíbula, comenzó a provocarme un dolor inimaginable,
tanto que a la mitad del trayecto comencé a sentir vértigo, mareos,
que sé yo, todos los males venían en manada. Recordé que cerca de
mi casa había una farmacia, y que al señor que atendía le decían:
doctor. No se me ocurrió pensar, que lo mismo podía ser un otorrinolaringólogo
que un oculista. Bueno, en realidad, entre el miedo y el dolor, mi
mente estaba tan ocupada, que era incapaz de pensar. Y bien pronto
la idea de ver al doctor, ocupó todo mi pensamiento.
—Eaaa oee-an-o —era el sonido que
salía de mi boca, tratando de responder a su pregunta, de ¿qué me
había pasado?
No me entendía nada, y la verdad
sea dicha, yo tampoco me entendía nada.
—«¡Pero que tonto soy!» —pensé,
mientras me llevaba una mano a la frente—. «No puedo hablar, pero
puedo escribir».
Esta fue la original forma de comunicación
que utilicé.
—Váyase al hospital, allí le tomarán
unas placas, y sabrán que hacer.
Estaba indeciso sobre qué paso
seguir. ¿Ir hasta mi casa y llamar por teléfono a algún familiar?
Sería una pérdida de tiempo, era un hecho que no se me entendería
nada. Y tratar de explicar mi situación a algún vecino, también implicaba
una pérdida de tiempo, y el dolor lejos de ceder aumentaba en intensidad.
Me decidí por seguir el consejo del doctor y esperar que no me tocara
un médico loco.
En cinco minutos llegaba al hospital,
eran las 7:30 de la noche, llevaba veinte minutos de suplicio, pero
parecía una eternidad. ¿Han notado lo lento que pasa el tiempo cuando
un dolor acosa?
Presuroso, me dirigí a emergencias.
Al llegar, sólo vi una ventana cerrada bajo el gran rótulo, de fondo
blanco y letras rojas, que pomposamente decía: EMERGENCIAS. Me dirigí
hacia un guardia, que con cara de «yo no fui», miraba detrás de una
puerta de cristal. Con una lentitud pasmosa, entreabrió la puerta.
Usando lo mejor que podía mi nuevo lenguaje y ayudándome con gestos
de todo mi cuerpo, le interrogué sobre quién atendía en emergencias.
Unos instantes después, que hubo comprendido, me dijo:
—Ya vienen, espere un momento.
No sé que cara tendría yo, lo cierto
es que se quedó muy preocupado. No tenía casi fuerzas para avanzar
hasta las sillas de la sala de espera, así que opté por sentarme allí
mismo, a la sombra del gran rótulo, de fondo blanco y letras rojas,
que pomposamente decía: EMERGENCIAS.
La lenta espera, me hizo consciente
de otro detalle. Al no poder mover mi mandíbula con toda soltura,
se me hacía imposible tragar la saliva, y esta se acumulaba en mi
boca, y para deshacerme de ella, era necesario girar mi cabeza, para
que mi boca a modo de recipiente, dejara caer su contenido. Un pánico
difícil de explicar se fue apoderando de mí. Llegado el caso ¿cómo
estornudaría? Y si ¿tenía un acceso de tos? Había escuchado de gente
que moría ahogada en su propia sangre, pero ahogado en su propia saliva...
¡era ridículo!
—«Primi ¿dónde estás? Ya sé, que
deseo pedirte. ¿Dónde estás, hada del demonio!».
Mis pensamientos iban y venían,
sin un orden en particular. Vi entrar una momia a la sala, me entraron
ganas de reír, pero el dolor me devolvió a la realidad. Ante mis ojos
tenía a un tipo, vendado de pies a cabeza, acompañado por dos personas
que lo ayudaban a caminar, o... ¿lo estaban arrastrando?, la verdad
no recuerdo. No sabía cuanto tiempo llevaba esperando, pero me dio
pena ver otro tonto, en espera de que la ventana mágica se abriera.
Me dio tanta pena, que otra vez me entraron ganas de reír, pero el
dolor nuevamente me frenó. En vez de risa, una lágrima rodó por mi
rostro.
—¡Señor! ¡señor! —la voz del guardia,
me sacó nuevamente de mi estado de semi-inconsciencia—. Siga, le toca.
Al comprender lo que me decía,
me incorporé y rápidamente me dirigí hacia la puerta, pues la momia
(y sus dos acompañantes) también avanzaba con la firme intención de
arrebatarme el turno. Me dio algo de pena, pero ¿qué podía hacer?
Era él o yo.
A la enfermera que me atendió,
tal parece, que le daba lo mismo tener enfrente un muerto que un vivo.
Con una actitud, por demás chocante, me pidió que me expresara claro,
luego de escuchar mi nuevo y hermoso lenguaje. Pensó que no hablaba
bien, por la gran cantidad de saliva que, era notorio, tenía en la
boca.
—¡Escupa le digo! —me ordenó un
par de veces, al ver la rara forma en la que lo hacía.
Mi indignación fue tal, que aún
a riesgo de ser sacado a patadas de allí y olvidando el dolor y el
cansancio, grité: ¡No puedo! Bueno, en realidad dije algo como:¡oo
eeooooo!
Aproveché el momento de sorpresa
—que la había dejado tiesa como una estatua—, para pedirle papel y
lápiz, y procedí a explicarle mi estado actual. Puso una cara...,
peor que la del guardia. Empecé a cuestionarme seriamente sobre mi
apariencia. Su indiferencia inicial fue suplantada por una evidente
preocupación. Tomó mis datos con gran celeridad. Luego me acompañó
hasta un pasillo, y me dio las indicaciones para llegar a la sala
de rayos X.
Para variar, me tocó también esperar
para sacarme las benditas placas. Adentro, un tipo al que trasladaban
en una camilla, era colocado en posición, para ser atacado con los
susodichos rayos. No sé cuántos huesos tendría rotos el tipo, pero,
cada vez que lo movían, gritaba de dolor. Su dolor y el mío propio,
intranquilizaban mi espíritu más de lo debido. Decidí alejarme.
Estar ya adentro del hospital,
la verdad que me hizo pensar que ya pronto terminaría el martirio.
El reloj que tenía enfrente, marcaba las 8:05 de la noche. Dejé de
verlo, porque tenía la impresión de que adrede, el segundero avanzaba
tan despacio. El dolor y la fatiga, se habían convertido en mis compañeros
inseparables. La verdad, es que estoy seguro que no lloraba... porque
no podía.
El dolor, que para ese momento
entumecía todo mi rostro, hacía que tratara de desviar mi atención
a otros sitios. Mi pensamiento se convirtió en un gitano del mundo
de los sueños. De pronto me veía (ni idea del porqué) en media calle
maldiciendo a un hada y al banco de España. Luego como por ensalmo,
aparecía ante mis ojos, ¡la playa!, que delicia. Otra vez el banco
de España. Un cajero mal encarado me decía: —¡Su turno, señor!...
¡que espera, muévase!
—Su turno señor, oiga, su turno
—de pronto, regresé de mi viaje imaginario, al escuchar al dependiente
de la sala de rayos X, dirigirse a mí.
—«Qué tipo tan mal encarado» —pensé.
—Ubíquese en la mesa, por favor.
Tan buenos modales, me hicieron
dudar un momento, de si estaba aún dormido o ya había despertado.
Me coloqué con mucho cuidado sobre la fría mesa metálica. Colocarme
boca abajo me producía mareo, y colocar un lado de mi cara sobre aquélla
superficie, me producía mareo y dolor. Sólo me reconfortaba la idea
de que pronto todo aquello terminaría.
—Pero... ¿qué demo... ? ¡Aaayyy!
Suéltame animal. ¿Qué ha... ? ¡Aaayyyy! —repentinamente, una mano
ruda, me apretaba con fuerza sobre la mesa, creí que el muy troglodita,
intentaba convertir mi rostro en parte de aquel frío metal.
El dolor que sentía se triplicó.
Si me desmayé o no, creo que nunca lo sabré. Me estaba levantando
con mucha dificultad de la mesa, totalmente grogui, cuando en menos
de lo que uno tarda en pestañear, nuevamente la misma mano me obligaba
a presentar al metal, la otra mejilla. Todo fue tan rápido que apenas
pude...
—No, otra vez no. Por favor no...
¡aaayyyy! ¡Ya bastaaaaa! Duele, ya no ¡aaaaayyyyyayay!
No recuerdo mucho, sólo que todo
me daba vueltas al salir de aquella sala de torturas. Jadeaba, sudaba
profusamente y hasta creo que lloraba. Recordaba, como un masoquista,
en que circunstancia se sentía más dolor. ¿Las cortaduras con clavos
o con vidrios? ¿los dolores de estómago? ¿las muelas? Si, de hecho
las muelas dolían mucho. Sólo de pensar que este suplicio, era superior
(y en mucho) a todos aquellos dolores, me hizo desear morirme ahí
mismo. No sé cómo ni cuando, lo cierto es que había llegado nuevamente
al lugar donde ví por última vez a la enfermera. Había camas, muchas
camas. Y gemidos, muchos gemidos. Personas, de blanco unas, de verde
otras, caminaban de un lado a otro.
—¿Ya se sacó las placas?
Era la misma enfermera, con la
misma cara de preocupación que tenía la última vez que nos vimos.
Asentí, y luego la vi salir rauda, en dirección de la «sala de torturas».
Mi reloj marcaba las 9:10 de la
noche, cuando vi a la enfermera hacerme señas para que entrara en
una habitación. Todo en aquel lugar era desagradable. A un tipo le
cortaban algo en una cama. Otro, mientras, limpiaba sangre regada
en el piso. Por primera vez fui consciente de la importancia de no
ser asquiento. Sólo de imaginarme un vómito en aquellas circunstancias
¡mi madre!
Ojos que no ven, corazón que no
siente. Reza un dicho. Y cuanta razón tiene. Al ver las placas, me
parecía simplemente imposible que mis mandíbulas formaran semejante
abertura. No sé cuantos grados tendría aquel ángulo, pero por el dolor,
yo estaba seguro de que... ¡los tenía todos!
Mientras el doctor miraba las placas
con un aire de afectación, yo me convertía en atracción de circo,
pues los practicantes se arremolinaron alrededor mío.
—Deje ver —dijo uno con cara de
idiota.
Aunque mostré (lo mejor que pude)
cara de disgusto. Tenía en frente un verdadero grupo de imbeciloides.
Yo era su conejillo de indias, y ellos querían experimentar. Accedí.
Los comentarios eran de lo más
banales: —Mírale ve. —Si me pasara a mí... no se qué. —Ahhh. —Y ¿cómo
le pasó?—. Me dieron unas ganas de decirles: —¡Váyanse a ver sus culos!
¡Déjenme en paz! —pero no podía hablar y además, estaba tan dolorido
y cansado, que los dejé hacer.
Sentí lástima de los conejillos
de indias, tener que soportar tantas idioteces. Hay que tener ¡estómago!
Finalmente, el médico dio su veredicto:
—Es claro —dijo, siempre en el
mismo tono tan ridículo—, para abajo y para arriba, de forma tal que
empaten.
La verdad, yo esperaba que no estuviera
hablando de un partido de fútbol.
Me indicaron una silla, en la que
debía ubicarme. Observé, mientras el doctor se calzaba unos guantes
y la manada de zopencos clavaban sus ojos en mí. Luego, con una mano,
el doctor me sujetó fuertemente la mandíbula superior, y con la otra
hizo exactamente lo mismo con mi mandíbula inferior.
Yo desconocía, si mis mandíbulas
serían capaces de abrirse aún más, lo que no desconocía es que me
iba a doler y mucho. Y para mi desgracia no me equivoqué. Dolía, la
maniobra aquella dolía mucho.
—¡Aaaayyyyayay! ¡Ya no! ¡Aaaaayayayayayyy!
Lo que vino después fue sublime.
Alcancé un nivel tan alto de dolor como jamás creí se pudiera. Veía
estrellas, de todos los colores y las formas posibles. Me había convertido
en la encarnación misma del dolor.
Cuando el matasanos me soltó por
fin, todo seguía igual, la mandíbula no se había movido un milímetro.
Miento, no todo seguía igual. El dolor, si, el dolor había cambiado,
no sólo en intensidad, sino también en la zona de influencia, pues
ahora me dolía ¡todo el cuerpo!
Permanecí durante unos instantes,
en un estado de semi-inconsciencia. Tenía los ojos abiertos, pero
francamente no era capaz de enfocarlos en un sólo lugar. Voces lejanas,
llegaban a mí. «Es imposible». «No hay cómo». «Hay que inyectarle...
no se qué». «Relajar los músculos con... no sé cuanto».
Una enfermera se me acercó. Me
dijo que tal vez sería necesario comprar algo, y que si tenía dinero.
Utilicé mi viejo método de comunicación: papel y lápiz. Eran las 9:45
de la noche. Suponía que mi hermano ya estaría en casa. Di su nombre
y número de teléfono, además de indicaciones para que sacara cierto
billete de cierto cuadro.
Tenía mucho miedo. Pensar que pasaría
más tiempo así. Que me inyectarían... vaya usted a saber que clase
de mejunje, y sobre todo ¿por dónde!. Pero que más daba, total suponía
que lo peor ya había pasado. Eso hasta que llegó otro galeno, que
mirando las placas y con la misma actitud afectada del anterior, dijo:
—Es claro, para abajo y para atrás,
de forma tal que empaten.
Al verlo calzarse los guantes,
me quería morir, sentía que el alma se salía del cuerpo, la respiración
se me cortaba, el corazón me llegó a la garganta. Quería salir corriendo
de allí, pero estaba tan exhausto, que sólo intenté hacer un gesto
de: ya no más, al que nadie prestó atención.
Todo fue igual, parecía una repetición
del suplicio. Manos en las mandíbulas. El mismo intenso dolor. Creí
que ya no podría más, me sentía desfallecer. Apreté con fuerza los
puños, apreté los dientes, y luego... ¿qué? ¿Apreté los dientes, dije?
Sí, ¡apreté los dientes! Mi boca... ¡se cerraba de nuevo!
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- ILUSTRACIÓN: Fotografía
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Pedro M. Martínez ©
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