El verano
Luis Torregrosa
En los
primeros días de Junio empezamos a sudar el verano. Fue un
verano imperativo que se alejó hasta octubre y dejó el suelo de los
campos cuarteado y lijo, y el asfalto caldoso de brea antigua, y los
árboles lánguidos, y los hombres faltos de ganas y juicio. Fue un
verano culpable. Hasta mediar la estación agradecimos la implacable
justicia solar que compensaba la escasa primavera que nos había dejado
el invierno. Entonces ya debimos haber comprendido que aquel era un
año extraño, sin transiciones, como un péndulo imposible que descansara
largo en un extremo para aparecer luego en el opuesto sin apenas advertirlo.
Por la Virgen de Agosto nuestras miradas se dirigieron a menudo al
corredor de las tormentas, pero los hilachos de nubes holgazanas que
se paseaban por él eran una burla que irritaba a los más y preocupaba
a los viejos.
El primer cadáver apareció en el sueño de un extraño, un forastero
de los que gustan de husmear costumbres de pueblo ajeno. El hombre
hizo un relato impreciso al oído de unos cuantos vecinos mientras
se desayunaba en la pensión. «Pueden creerme si les digo que jamás
sentí nada igual. Era la imagen de una fantasía vestida de mujer,
inaprensible a mis sentidos y tan cercana». La vio tendida, todopoderosa
sobre la esencia, sobre la realidad, pero muerta ya, diluyéndose en
la sustancia de lo cotidiano. Agustín, el más soñador de los viejos,
hizo un rictus de preocupación al escuchar aquel relato del extraño.
Algo había perdido.
Desde ese día todos nos apresuramos sobre lo efímero. Cesaron las
canciones de cuna que las madres dedicaban a los críos, los bellos
relatos de dragones y caballeros, de duendes y princesas. Nadie recordaba
ya las historias de Juanito Volador que sostenía que siempre era necesaria
una ilusión aunque esta fuera una locura y dedicó sus años jóvenes
a imitar las máquinas de Leonardo. Se apagó el ánimo y la fábula.
Sólo quedó la realidad.
El segundo cadáver nunca apareció, pero lo intuyó el porquero. Los
cerdos llevaban días hocicando en el mismo lodazal teñido de sangre
fresca, y sobre la superficie del charco de orines se reflejaba nítida
la imagen de un niño, casi se diría de un ángel, sorprendido por la
brutalidad.
Y otra vez Agustín, siempre tan inocente, sintió una punzada de auténtico
dolor, como si le arrancaran sus más hermosos años.
Ya no hubo más risas ni llantos en la plaza, ni correrías ni juegos,
ni pelotas ni aros. Los niños se mecían adormilados a la sombra, sobre
las hamacas, con la cara agria y la mirada huidiza. Y los adultos
comenzaron a mirarse con temor, a buscar en cualquier gesto ajeno
una amenaza, una excusa para la pelea.
Del tercer cadáver vimos la sombra gigantesca de su alma cruzar veloz
el pueblo y, tras ella, infinidad de pequeñas formas, algunas reconocibles,
que se apresuraban a escapar de las casas como volutas de un humo
denso al que arrastraba el tórrido viento del sur. Todavía hubo quien
vio alzarse en la distancia el perfil de su joven imagen pescando
en el río tiempo atrás, o la figura difusa del organillero que amenizaba
en el pasado las fiestas mayores, o el olor de la brisa del mar, o
la escarcha de las mañanas de invierno cosida a las telarañas, o un
beso, ese primer beso que se atesora como el más hermoso de los recuerdos.
Y Agustín, que por tan viejo era la memoria del pueblo, se quedó con
cara de asombro, vacío.
Desde entonces, nadie paseó por la alameda, ni sintió nostalgia, ni
fue capaz de rememorar una caricia.
Pero un día vi caer una lágrima por el rostro ajado de Agustín mientras
se esforzaba por ofrecerme una sonrisa. Olía a pan recién hecho y
en el cielo dominaban las densas nubes y en el suelo el
rocío. Se había acabado el verano.
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Ilustración relato: Fotografía por
Pedro M. Martínez ©
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