Cotidiano
César
Tiraferri
Los seres
humanos somos simples, si se quiere, en nuestra complejidad.
La mayoría de nuestras actitudes son reflejos, consecuencias instintivas.
Por ejemplo, cuando uno siente comezón, se rasca. No importa de qué
manera, notoria o disimuladamente. Quizá un poco tardía, la respuesta
está. Así es el caso de un tal Alberto, al que, sin ir más lejos,
le picaba la nariz. Todo se inició temprano a la mañana, cuando Alberto
despertó de un sueño ahora olvidado. Se levantó de su cama y caminó
tropezando hasta el cuarto de baño, donde se miró un largo rato en
el espejo. Sin mayores deducciones sobre su estado, ese estado que
sólo dan las malas noches o las demasiado buenas, dio media vuelta
para regresar a su habitación. En el preciso instante en el que giró
su cabeza, una pequeña molestia casi imperceptible comenzó a hacerse
notar. Alberto no le dio importancia. El dolor era soportable, él
estaba demasiado dormido y «ya iba a pasar». Aún era temprano, así
que decidió volver a dormir. Luego de una hora y media, al fin el
reloj despertador retumbó en los oídos de un Alberto afiebrado, y
con un dolor en su cabeza que ya no podía pasar por alto. Apurado,
palpó su rostro desordenadamente, sin poder definir el lugar exacto
de su dolor. Intentó tranquilizarse, y descubrió que el origen de
este padecimiento se encontraba en su nariz. Instintivamente, y sin
tapujos, pues se encontraba sólo en su casa, introdujo su dedo meñique.
Nada parecía extraño. En esa primera exploración no encontró nada
fuera de lo normal. Corrió hasta el baño, y tomó varios calmantes
del botiquín. Los introdujo en su boca y los tragó con ayuda de un
poco de agua. Mientras esperaba que el efecto de los calmantes lo
tranquilizara, de un pequeño cajón de la cómoda aferró unas pinzas
muy pequeñas, que él usaba para pegar estampillas. De vuelta frente
el espejo, comenzó a meter las pinzas intentando mejorar su revisión
táctil. Logró alcanzar una pequeña punta de algo. No sabía qué era,
o más bien imaginaba lo obvio. Delicadamente intentó extraer lo que
él creía el origen de su malestar, si bien el dolor ya había pasado.
Su sorpresa no fue pequeña cuando vio que se trataba de un hilo de
lana. Siguió tirando de él, esta vez con las manos. Continuó haciéndolo,
al principio con cuidado y delicadeza, pero conforme seguía saliendo,
su impaciencia crecía. Extrajo lana hasta llenar con ella el lavamanos.
Pensó en cortarlo, pero antes de tomar las tijeras se detuvo por un
miedo instintivo a sentir más sufrimiento. Cansado de tirar, y un
poco agitado, con las manos a los costados y arrastrando los pies,
caminó hasta su cama, donde se sentó. Dejó claro, un rastro de lana
desde su nariz hasta el baño. Alberto miró sus pies, luego sus manos,
y entre sus manos y su contemplación estaba esa lana roja y suave,
evidente y llamativa. La siguió con su mirada, y no pudo evitar una
pequeña sonrisa. Decidió ir a su médico. Se vistió enseguida, claramente
con una camisa y un saco. Hizo un ovillo con la lana del lavamanos
y lo metió en el bolsillo de su traje. Los pormenores del viaje hasta
el consultorio no son más interesantes que las caras que puso el médico
de Alberto cuando, en su sabiduría, debió extraer la lana hasta el
final. Lo que el pobre médico, o mejor dicho su corazón, no pudo soportar,
fue cuando luego de dos horas, comenzaron a asomar las agujas de tejer.
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loungestudios[at]hotmail.com
ILUSTRACIÓN
RELATO: Fotografía por
Pedro M. Martínez ©
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