Novela Río

Capítulo XII

Al salir, se cruzaron con un grupo de hombres que entraban conversando en voz alta y haciendo bromas. Uno de ellos, de anteojos y barba entrecana, le dijo algo sobre el peinado a Hortensia, que iba adelante, bajando por la escalinata. Gastón se apresuró a alcanzarla y tropezó con otro, muy grueso y sudoroso, que masculló un insulto entre dientes. Ya se volvía para encararlo, cuando se sorprendió al ver a otros dos, que irrumpieron como aparecidos de la densa enredadera que tapizaba el muro de la derecha. Se quedó inmóvil un instante, pensando que debía haber allí una entrada oculta en la espesura. Hortensia advirtió su vacilación y le tocó el codo para alertarlo:

—Sigue de largo, después hablaremos de eso, no te detengas por nada.

Subieron al Fiat.

Ajenos a las intenciones de la pareja de adelante, Carlos y Violeta, se acomodaron, muy abrazados, en el asiento de atrás. Gastón, escuchaba, sin desearlo, los murmullos y los suspiros mezclados con algunas palabras dulces, que se regalaban mutuamente en aquélla madrugada lenta y calurosa del último día de junio; sus voces se mezclaban con el crujido de las llantas sobre el ramaje seco y los susurros sibilantes de los insectos noctámbulos.

El coche recorría en zigzag el camino de regreso y viboreaba, bramando, por las suaves cuestas o se lanzaba, resoplando, por las leves pendientes, hasta que aminoró la marcha, muy despacio, al descubrir las luz celeste del hostal. Gastón giró por la rotonda de acceso, ubicándose detrás de una fila de dos o tres autos y recorrió el breve trayecto circular hasta encontrar una cochera desocupada.

—¡Sitio atractivo y muy moderno!, podríamos bajar a tomar unos tragos en el bar y luego vemos… —propuso Carlos descendiendo de prisa y con muy buen humor.

—Haz lo que te plazca, Carlos. Yo voy a recorrer el parque con Hortensia, allí hay una flecha que indica un desvío hacia un local de comidas, voy a ver si lo encuentro, pues tengo hambre, comí poco y muy temprano.

—¿Y si no vuelves, me quedo de a pie?

—Te dejo las llaves y el auto, es una noche muy bella y prefiero caminar…

—Está bien, si te has puesto romántico, aunque no hay luna, pero cuidado con el monte no habrá lobos, pero puedes toparte con algún tigre, mira que ven bien en la oscuridad…

—Yo también veo, Carlos, no te preocupes…, además no voy con Caperucita sino con el hada del bosque, que conoce sus frondas y va a guiarme por un camino seguro.

Mientras una pareja se perdía entre las luces parpadeantes de la marquesina, la otra avanzó por el parque fosforescente bajo el resplandor tamizado de las farolas, descendiendo por el terreno en declive hasta escurrirse, en la abigarrada floresta, por una gibosa picada, salpicada de azules enebros entre la roca viva. Hortensia cambió los zapatos de tacón por un par zapatillas chinas que llevaba en su bolso y se adentraron, sorteando los charcos, por un desfiladero vegetal pujante de maleza que parecía no tener fin. El haz de la linterna dibujaba lunas fugitivas sobre los matorrales, pero a los treinta metros, la maraña verde acabó de golpe, abriéndose en un abanico de hojas y descendieron, monte abajo, en la oscuridad, en torno a la pradera, que avanzaba a través de cercos de piedra sobre una extensa zona de pastoreo, recorrida por bajas paredes con tejados y apriscos. Detrás del cerco de piedra, disimulado entre las sombras de árboles esqueléticos, Gastón descubrió la silueta inconfundible de un Peugeot.


—Apúrate, nos queda una hora para el amanecer —dijo la joven, sentándose frente al volante y poniendo el coche en marcha.

—No vamos a llegar a tiempo —replicó Gastón— son más de las cuatro.

—Por supuesto que sí, entramos por el camino del bajío y estamos en diez minutos.

—Todavía no me has dicho nada de ti.

—¿Te sugiere algo la Secta de Noayé?

Gastón permaneció en silencio, mientras volteaban por una senda pedregosa, escuchando el golpeteo de los guijarros que apedreaban el auto. De pronto, todo se aclaraba: Hortensia andaba tras la secta.

—Hace tiempo que les voy siguiendo la pista y ahora, estoy llegando a la confirmación de mis sospechas.

—¿Y qué te hizo pensar que yo estaba también en lo mismo?, ¿para quién trabajas?

—El Tigre le habló de ti a Katia después que bailaste flamenco, estaba furioso…, además nadie se hubiera animado a desafiarlos en su propia casa.

—¿No te he molestado a ti con todo eso? ¿Por qué te juegas tanto?

—Son respuestas que ya no interesan, recuerda el dicho de "El fin justifica los medios". —contestó, muy distante, Hortensia y se encerró en el mutismo.

Luces lejanas y matizadas descubrían un funambulesco caserío flotando sobre el horizonte entre nubes vaporosas. La noche era aún viajera, aunque iba abandonándose desmayadamente en celajes cenicientos que preludiaban la alborada.

—Allí están los tambos —aclaró Hortensia, apretando el acelerador, dos kilómetros más y llegamos.

Encinas y fresnos brotaron, repentinos, en el paisaje como custodios insobornables de la llanura. El cielo era una paleta de encendido rosicler y las chapas agrisadas de un tinglado platearon a la distancia.

—Voy a parar, ese depósito está a cincuenta metros de "Las diez rosas" y el Tigre iba por allá con frecuencia la semana pasada.

—¿Qué guardan ahí?

—No sé, muebles en desuso, cosas viejas, pero vamos a averiguarlo…

Gastón sintió un sobresalto.

—¿Y en el muro de la salida, Hortensia, a la derecha de la pérgola había una puerta, no es verdad?

—Eso es otro asunto…, pero me intriga el cobertizo, sola no he podido inspeccionarlo, ahora es el momento, todos duermen…


La mujer estacionó el coche entre los árboles y caminaron veinte metros hasta la entrada del galpón. Gastón observaba con atención el paraje, mientras seguía avanzando, cuando su pie tropezó con una saliente, cerca de la entrada. Se agachó para ver mejor: era un fragmento de plato enterrado en el suelo con una punta filosa y estaba manchado de sangre seca. Sintió que le bombeaba el corazón a destiempo y, respondiendo a un impulso irracional, corrió con mano férrea el cerrojo oxidado que sellaba la puerta por fuera y de un solo brinco sorteó la empinada escalera, enfocando las paredes del sótano con la linterna. De inmediato, percibió el olor nauseabundo junto con la ciega carrera de ratas desbandadas y vio la llave de la luz en la pared de la derecha, al mismo tiempo que descubría un hueco negro que se hundía vertical en la penumbra. Saltó de a tres los peldaños carcomidos y se halló en el corredor, frente a la puerta del antro. De una zancada entró en el húmedo cubil. Vio los fragmentos de un diario esparcidos por el piso y su cuerpo fue un temblor unánime, al reconocer la peineta de hueso con girasoles tallados, sobre el cotín mugriento, tenía la prueba irrefutable de que Elvira había estado allí.


Lo despertó una fiesta de gorjeos y campanas, al entrar en Carabanchel . Se había quedado dormido en el trayecto junto a una extraña valquiria, de nombre eslavo, trenzada a lo garota que volaba en un Peugeot. Volvía del día más largo de su vida dejando atrás la noche de los tiempos y Hortensia era el perfil hierático y arcano de la esfinge. Intentó el diálogo, aunque sabía anticipadamente que sobrevendría el silencio y, al estacionar frente a la puerta, le volvió a preguntar, antes de descender:

—¿Quién eres tú, dime tu nombre verdadero?

—Nadia…, ya te lo he dicho antes.

Caminó hacia el portal y giró su cabeza para mirar el auto que se alejaba y doblaba en la esquina, vio el cabello flotando y pensó en un trigal mecido por la brisa.

Entró en la casa, eran más de las diez., pero todo estaba en silencio. Frente a su dormitorio lo aguardaba la mesita rodante con el desayuno, como todos los domingos, y una nota de su madre: habían ido a misa de once, "porque más temprano tuvimos la visita de Andreíña y su madre, han traído una torta de ciruelas y moras que es un poema, está en la nevera, no quise despertarte, pero no dejes de probarla, es exquisita" —le escribía Nuria—. "La señora está muy agradecida y la niña es un querubín. Me han dicho que tú conocías a la autora de la receta y que hay que acompañar el postre con un copete de crema chantilly, fíjate en la jarrita de porcelana".


Cuando Elena terminó de vestirse, ya hacía un buen rato que Ramiro la estaba esperando en el pintoresco patio andaluz. Se contempló en el espejo que cubría una de las paredes del amplio vestíbulo, cuyo marco revelaba la gracia del arte mudéjar, y le gusto su aire de cíngara. A través de los cristales, lo vio a Ramiro, afuera, recostado en uno de los bancos, fumando un habano ; tenía los ojos entrecerrados, persiguiendo, tal vez, alguna absurda quimera.

Lentamente caminó hacia la puerta, no quería perturbarlo. Al pisar las rojas mayólicas, descubrió un cielo reluciente de estrellas, y un leve susurro del follaje, que venía de los rústicos tiestos rebosantes de flores, y el suave balanceo de las hiedras, trabajosamente entretejidas, saludaron su paso.

Este era uno de los ritos que practicaban cada vez que visitaba la casa de su hermano. Siempre se imponía algún intercambio confidencial y ese parecía ser el escenario más apropiado para llevarlo a cabo.

—Planeando alguna superproducción o algún problema de faldas... —arriesgó Elena sonriendo—; conociendo tu estilo me inclino por la segunda posibilidad.

—Ramiro dejó escapar una carcajada.

—No, si bien digo que tú puedes leerme el pensamiento.

Y al instante, Elena tomaba entre sus manos la cabeza de su hermano, como cuando eran niños, y le besaba la frente.

—¡Oh!, pero..., déjame mirarte, qué guapa estás, mi dios. ¿Dónde has encontrado esas prendas?

—Has visto, me puse a revisar el guardarropa y las descubrí. Ya me había olvidado de ellas; las había comprado en Sevilla, te acuerdas, en aquel viaje relámpago que hicimos.

—Ah, ya recuerdo, qué bien te queda, pareces escapada de una novela de Cervantes.

Era cierto, aquella falda gitana de una tonalidad rosa suave, con amplios volados que remataban en una puntilla de encaje, combinaba perfectamente con la blusa transparente de mangas anchas y sugerente escote.

—Espera, se me ha ocurrido una idea...

Salió volando Ramiro, y no había que ser adivino para saber que había ido a buscar su cámara.

Elena aprovechó el momento de soledad para acercarse a la fuente. Sus dedos largos y finos acariciaron la melena del rugiente león de cuya boca salía un chorro de agua diamantina, que con frescura caía en una alberca canturreante. Reparó en los ojos de la fiera y le pareció que tenían un reflejo extraño, y sintió cómo un leve escalofrío recorría su cuerpo, al acordarse de unos ojos salvajes de los cuales venía huyendo. Pero esto duró un segundo, el chasquido del agua al caer le recordó que estaba en un lugar mágico donde se aliaban el embrujo de la noche de Granada con la presencia de un estilo arquitectónico que se había eternizado y respiraba en las cerámicas trabajosamente decoradas y en cada elemento que el arte morisco había dejado como herencia.

—Ya estoy de vuelta, no he podido resistirme a la tentación de sacarte unas fotos.

Y ahí estaba, blandiendo la cámara como un trofeo e indicando a Elena una y otra pose junto a los árboles o cerca de la fontana.

Ella disfrutaba acatando al pie de la letra, cada una de las indicaciones; parecía que su cuerpo se amoldaba dócilmente a cada posición. Esto era lo que más le gustaba, posar, y este descubrimiento, aunque tratara de negarlo se lo debía al Tigre.

—¡No te muevas! ¡Bien! ¡Bravo!, eres magnífica posando.

Parecía un juego, un juego que venía repitiéndose desde la infancia, porque cuando estaban juntos tenían la posibilidad de ser chiquillos otra vez.

—Listo —dijo Ramiro— con esto ya tengo material para mi nueva publicidad.

—¿Qué dices? —inquirió Elena.

—Sí, estoy metido en un comercial para una agencia de turismo; no te lo dije antes para que te sintieras más libre, más natural y creo que lo hemos logrado; van a quedar sublimes.

—Esto me hace sentir realmente importante —murmuró Elena— y te aseguro..., que estoy pensando seriamente en venir a vivir aquí...

—Sería maravilloso, hacemos un dúo genial.

Sin embargo, algo había quedado flotando en el aire y Elena no iba a dejarlo pasar.

—Ahora, hay una cuestión que me preocupa, cuéntame en qué andas, estoy muy intrigada; nunca te vi tan pensativo.

—Te diré... hay una gitana de allá, del Sacromonte que me tiene loco.

—¡Olé!, y ella...

—Es una mujer diferente, única, se me resiste y eso la hace más interesante; creo que es la primera vez que me gusta alguien seriamente. Si todo sale como pienso, esta noche la vas a conocer. Le daré celos contigo, tú sígueme la corriente y la tendré pronto a mis pies.

Nunca lo había visto así, esta vez, indudablemente, lo habían atrapado...


A medida que se acercaban a las cuevas, la ansiedad de Ramiro, que no dejaba de hablar, iba creciendo. Elena se demoraba mirando el cielo nocturno y miles de luces, desde los montes, parecían diminutas linternas que les señalaban el camino.

La gruta apareció ante su mirada como una escultura gigantesca. Era la cabeza de un dragón que hendía la noche con su boca enorme y brutal.

Por allí pasaron entre antorchas de chispeante fuego que iluminaban los anchos escalones de piedra hasta desembocar en un amplio salón. Ahí dentro, la música desataba sus acordes con furia y un zapateo insistente atrajo la vista de Elena que se detuvo en el centro, donde algunas parejas retorcían sus cuerpos y en una algarabía de volados, trenzas y golpeteos de manos, desentrañaban el sortilegio de la danza gitana.

Ramiro saludó a unos amigos y seguidamente ocuparon una mesa, un poco retirada, desde la cual se tenía una visión panorámica. Elena observaba detenidamente las toscas paredes donde colgaban atrayentes abanicos y de tanto en tanto, un gracioso mantón regalaba a los presentes la nota costumbrista. A su espalda, un inmenso mural invitaba a una corrida de toros, donde las diferentes gamas del rojo jugaban, iluminadas, a tender una trampa mortal al gallardo torero.

Casi sin querer, la atrajo el vocerío que provenía de una mesa donde un grupo de bulliciosos gitanos palmoteaban y reían, exultantes de vida y enardecidos por el baile. Entre ellos, sobresaliendo del conjunto, había una gitana que tenía los ojos ardientes, clavados en Ramiro y entonces no tuvo dudas de que esa era la elegida. La estudió con detenimiento: una cabellera negra, ondulante, caía sobre la espalda en deliciosa cascada y un talle sinuoso quedaba resaltado por una faja de raso color granate; el busto firme sobresalía en una pechera cruzada de bandas drapeadas y las amplias faldas superpuestas de colores brillantes apenas disimulaban las insinuantes caderas.

Notó que su hermano estaba hipnotizado por esa beldad y no pareció darse cuenta cuando Elena murmuró:

—"¿Es ella?".

Mas, súbitamente, se sintió arrastrada por él hacia la pista. Hacía esfuerzos para no sonreír, ya que había descubierto el plan del tierno enamorado.

En las fiestas familiares, muchas veces habían demostrado que se entendían a la perfección en el baile, de modo que ahora los pasos y las posturas iban surgiendo espontáneamente.

Elena pensaba que la gitana ya había comenzado a odiarla, y no se equivocaba, pues pudo descubrir un gesto de furia en su rostro.

Ramiro estaba radiante, su objetivo estaba logrado y pudo comprobarlo cuando, al pasar por la mesa, ella contestó fríamente su saludo.

—Ya está —dijo—, he ganado la partida; la próxima vez que venga caerá en mis brazos.

Elena pensó que en el fondo seguía siendo el chiquilín de siempre, pero cómo se divertía con él...


La silueta del dragón iba quedando atrás, sumergida en un sueño de luces iridiscentes y la oscuridad fantasmal de la noche caía sobre ellos que volvían cansados, pero felices.

—Me siento un poco fatigada —comentó Elena.

—Es que hace mucho que no practicábamos y como siempre nos lucimos.

—No exageres, sólo dimos una lección de celos.

—Viste cómo estaba, ¿qué te pareció?

—Muy bonita, interesante, ¿te gusta mucho?

—Muchísimo, creo que es "la mujer".

—Pero, la familia...; la vi rodeada de toda una tribu.

—Son buena gente, son gitanos refinados; soy amigo de los primos.

—Veo que has desplegado toda tu artillería.

—Esta batalla tengo que ganarla...

Y la voz de Ramiro quebró el aire: "Hace tiempo que sueño con ella...".

—No me dijiste cómo se llama...

—"Noelia,, Noelia, Noelia, Noelia, Noelia...".

—Estás decididamente loco.


Desde el balcón del hotel, la noche de carnaval chispeaba de sabor y lentejuelas acompañando el carisma melodioso de la cantante y la estruendosa batucada que zarandeaba las calles sonoras. Toda la geografía y la historia esfumaban sus confines para amalgamarse en aquel crisol de etnias, fulgores y ritmos que pintaba acuarelas de luz y de color por las veredas insomnes de Porto Alegre. Lena pensó inmediatamente en su prima Rocío y recordó las fugas con ella al cortijo y a las zambras, en mitad de la noche. Se rió al recordar cuántas veces se había preguntado, en algún escape de efluvio adolescente, si aquel padre suyo tan soterrado y tapiado en el foso del anonimato como el más recoleto de los cartujos, no habría podido ser algún pariente de la tía Noelia.

—¿Bajamos, Santiago?, quiero participar de la fiesta...


La fachada de la casona le pareció más distinguida que nunca; y más luminosa se veía ahora la aldaba en el macizo portón bajo la lumbre.

La noche había sido perfecta y en medio de tanto jaleo no había lugar para ningún cuestionamiento.

Cuando entraron, Ramiro se ladeó para no pisar un papel; lo levantó y lo abrió con nerviosismo.

—Telegrama, parece que lo recibió mi vecino.

Y mientras lo leía, un grito de angustia escapó de sus labios.

—¿Qué pasó?

—Es de mamá, escucha, ha pasado algo tremendo...

—¡No me asustes!

—Mira, es terrible, Elvira ha desaparecido sin dejar rastro, parece un secuestro; la casa ha sido registrada por la policía; mamá está desesperada y también pregunta si sé algo de ti.

Elena sintió que se hacía un vacío a su alrededor y su vista comenzaba a nublarse.

—¡Qué te ocurre, siéntate, tranquilízate; ya pensaremos algo!

Pero Elena pensaba mil cosas a la vez. Si a Elvira le ocurría una desgracia, no se lo perdonaría nunca. ¿Tendría que ver con ella, con el Tigre, con la secta...? ¡Cómo se había complicado todo en un momento!

Las palabras que su hermano le repitiera en esos días giraban y se agrandaban en su mente: "Tienes que terminar de una vez por todas con esa vida, estás hundiéndote cada vez más, deja todo y vente a vivir aquí; yo te conseguiré un buen trabajo...".

De repente, una duda cruzó como un rayo por su cabeza y mirando aterrorizada a Ramiro se lamentó:

—¡Han registrado la casa! ¡La ficha de afiliación...!


El auto rojo aparcó junto a la acera, a unos metros de la entrada de la casa materna y los hermanos descendieron; Ramiro estaba cerrando la portezuela, cuando vio a su izquierda un par de gorras grises que avanzaban por encima de su cabeza:

—¿Señorita Elena Ayala Fleyer?

—Soy yo —contestó la joven con inquietud.

—La estábamos esperando..., vamos a trasladarla a la Dirección General de Seguridad.

—¿Y por qué motivo? —preguntó Ramiro, nervioso, adelantándose.

—No interfiera, señor, a usted no lo conocemos, la necesitamos a ella..., en averiguación de antecedentes, desde hace tiempo pesa una denuncia contra la señorita y la estábamos buscando..., como no tiene dirección fija, hemos visitado un departamento, casi vacío en el centro, registrado como domicilio, pero nos pareció que no se ocupaba desde hace tiempo...

—Estaba conmigo, en mi casa de Granada, soy Ramiro Ayala Fleyer y mi cara os debe resultar familiar, trabajo en televisión..., hemos vuelto juntos por la desaparición de nuestra hermana menor, supongo que vosotros estaréis al tanto... ¿Tenéis orden judicial para este procedimiento?

—Por supuesto, ha habido cargos importantes y la señorita está desde hace mucho en la lista de colaboradores de "Juventud Activa", del Centro de Estudiantes de Arquitectura.

—No estoy asistiendo regularmente a la Facultad, ni siquiera en condición de alumna libre ni de oyente, estoy prácticamente afuera desde hace dos años y no participo en ninguna agrupación, debe tratarse de un error —explicó Elena, muy alterada.

—Se lo tendrá que aclarar al juez, nosotros sólo cumplimos sus órdenes —contestó otra voz metálica, sin inflexiones—. Aquí está su ficha...

—Yo la voy a acompañar, pero antes queríamos saludar a nuestra madre, si es posible...

—Usted puede hacer lo que guste, señor, pero la señorita está incomunicada, lo lamentamos...

Había regresado Esteban con su generosidad natural y su sencillez, asumiendo el cuidado definitivo de Orfeo, no habría más cambios: él se lo quedaba, aunque le permitiría a Gastón pasearlo de vez en cuando: era la mejor decisión y la aceptó con alivio, no le quedaban fuerzas para culparse y respiró hondo.

Al atardecer llegaron juntos hasta la dehesa y Gastón repitió el camino que le había enseñado aquella Nadia, intangible, quien con el paso de las horas, le parecía una figura más mítica que real, fugitiva de una saga y fundida en el polvo rubio de los sueños con la imagen de Elena, flotando, ambas, como doradas burbujas de champaña, de whisky o del fino andaluz de la madrugada y, si no fuera por Carlos, quien le recordara telefónicamente que tenían que repetir los tres aquella noche fenomenal, la hubiese guardado para siempre entre las visiones bellas y dudosas que se almacenan en las trampas de la memoria a lo largo de la vida.

Pero la imagen de Elvira se le imponía nítida, clara y real por encima de todas las otras. La veía en todas partes y su presencia se le hacía necesaria a través de un marasmo de sensaciones primarias, indiferenciadas que se alzaban por encima de todo raciocinio.

Era casi una obsesión, no sólo espiritual sino que físicamente iba agigantándose hacia un deseo francamente abierto de su presencia, una necesidad corporal que avanzaba más allá del sexo, hacia la búsqueda del mismo ser de Elvira que tangencialmente se le negaba, una búsqueda tan integral y trascendente que jamás hubiera sospechado, que se pudiera emprender, tal vez latente y contenida a través de tantos años de amistad, pero que ahora se hacía evidente y se desenmascaraba, compulsiva, ante su propia sorpresa, frente a la incertidumbre y el riesgo de la situación límite que se prolongaba día tras día, privándolo de su persona, que era lo que más quería.

La tarde anterior había preguntado por la joven a un zagal al cruzar la pradera y luego reiteradas veces a unos labradores, si no habían visto a alguna muchacha madrileña perdida, pero sólo le habían respondido lacónicamente, casi con recelo y en ese silencio, en esa reticencia desconfiada del campesino había sospechado más una intención de ocultar deliberadamente a alguien que se quiere proteger, que la natural hosquedad de la campaña frente al hombre de ciudad.

Y si está libre, ¿por qué no regresa, por qué?

Basta, Gastón, estás enfermándote. Deja que la policía haga lo suyo, ya la van a encontrar, ya sabes que se ha escapado, que la secta no la tiene. Ten paciencia —le aconsejó Esteban.

—¿Pero por qué no regresa si está libre, ¿por qué?

Volvía a su casa otra vez solo y desalentado, parecía que se la hubiera tragado la tierra.

Entró en el jardín y su madre le salió al paso con una sonrisa. Estaba regando los canteros y recogiendo las hojas secas con Andreína que corrió a su encuentro abrazándolo efusivamente.

—Gastón, Gastón, te están esperando en la bohardilla, apresúrate.

Su madre lo acarició con la mirada asintiendo, al borde del llanto.

—La encontraron, hijo, está arriba. (Continúa...)


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CAPÍTULO I - CAPÍTULO II - CAPÍTULO III - CAPÍTULO IV - CAPÍTULO V - CAPÍTULO VI CAPÍTULO VII - CAPÍTULO VIII - CAPÍTULO IX - CAPÍTULO X - CAPÍTULO XI - CAPÍTULO XII - CAPÍTULO XIII - CAPÍTULO XIV - CAPÍTULO XV - CAPÍTULO XVI CAPÍTULO XVII - CAPÍTULO XVIII - CAPÍTULO - XIX y EPÍLOGO

Portada de la Novela - Reseña de participantes


▫ Novela escrita por los lectores de Margen Cero en 2002 y 2003. Página reeditada en julio de 2020.

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