Novela Río

Capítulo VII

Elvira volvía en bicicleta de lo de Claudine, quien le había conseguido un empleo de ilustradora en diseño de telas. Como toda la familia Ayala Fleyer, ella, también tenía buena mano para el dibujo y se sentía entusiasmada de conseguir un trabajo formal con el fin de aliviar las finanzas de la casa que no andaban muy bien en los últimos tiempos. Salvo los aportes de Elena, que seguía colaborando, aunque ya no vivía allí, no contaban con otra cosa, pues la pensión del padre no era suficiente para el mantenimiento de la residencia y de la herencia no quedaba ya nada. Además, su hermana se había esfumado y no sabía nada de ella desde la discusión.

El resto de los hermanos venía poco y llamaba menos. Algunos tenían sus propios compromisos familiares: Rafael, Silvia y Carmen estaban en plena crianza de sus hijos. Los demás vivían en otras provincias como era el caso de Ramiro, que era locutor de un canal en Granada. Con Eugenia no se podía contar desde hacía muchos años, porque se había casado con un canadiense, quien la había llevado a su país. Quedaban Luis y Laura que vivían solos, pero no ganaban mucho como maestros rurales de primaria.

A pesar de todo, la madre había decidido conservar a una mucama que trabajaba por horas, y que venía dos veces por semana más por afecto a Doña Lucía, que por otra cosa, pero Elvira tenía que ocuparse de muchas tareas para que la casa se mantuviera aseada. Asimismo, sus deseos de independizarse parecían haberse realizado, aunque se demoraba el trámite, porque su certificado de nacimiento tenía defectos, que no alcanzaba a comprender, por eso había consultado a Don Enrique , el escribano, pero, después del asalto que había sufrido Gastón un mes atrás, no lo había querido molestar, sobre todo porque él no la había llamado al regresar de la clínica.

Después de la tarde del beso, no habían vuelto a verse solos: durante las visitas, siempre estaba rodeado por amigos o aparecía la familia. Tampoco la había llamado al volver a la casa. ¿Acaso había olvidado aquel momento de intimidad? Por si acaso, ella tampoco había insistido, pero le dolía, porque él había sido siempre muy sincero y temía que aquel instante de dicha hubiera sido sólo producto de la fiebre y los sedantes.

Al doblar la esquina, vio a Doña Nuria regando las plantas y se acercó a preguntarle por su trámite y por la salud de Gastón. El primero estaba listo: Don Enrique la atendería enseguida. En cuanto a su hijo, ya estaba bien, se había marchado con Esteban y Carlos a la costa. Necesitaba aire puro para reponerse del todo.


La noche cómplice y seductora envolvía con su suave caricia aquella casa de citas, que algunas veces recibía la visita de ciertos personajes poco adictos al régimen, y otras, la de gente ligada al ambiente artístico, los famosos hombres devoradores de madrugadas y amantes de la vida sin obligaciones y de los amores fáciles.

Este que llegaba, pertenecía al último grupo y venía muy displicente, rodeado de los amigos inseparables, con ese andar felino que lo caracterizaba y que lo había hecho merecedor de ese apodo con el que todos lo conocían.

Pero lo curioso era que casi nunca llegaba solo, siempre envuelto en las risotadas burlonas y los gestos desmedidos de sus acompañantes. Nunca solo, como si el amor hubiera que hacerlo en grupo.

Esta noche, sin embargo parecía más nervioso que de costumbre y cuando se sentó, no quiso que nadie lo acompañara .Buscaba con la mirada y revisaba cada detalle de aquel siniestro decorado .Parecía sumido en un denso letargo, del que solo una persona lo podía despertar.

Sin duda ella no había acudido a la cita obligada, o quizás se hubiera ido en brazos de alguna aventura de turno. Lo cierto era que estaba perdiendo poder sobre ella y esto provocaba su furia.

Entonces, dando un puñetazo sobre la mesa que hizo vibrar la copa, alzó la vista desafiante y rugió:

—¡Katiaaa!


El ojo fotográfico del Tigre captó en picada la silueta roja y ondulante que ascendía, sinuosamente, por la escalera del puentecillo de madera, hizo un encuadre, paulatino, de los detalles, demorándose en el pelo cobrizo y largo, siguió un parcial de ojos, sombreados de verde esmeralda y se detuvo otra vez en la boca escarlata, muy pintada.

La checa reptaba con parsimonia en un zoom moroso, seguro y envolvente como su voz baja y modulada, saludando con la mano y la sabia sonrisa a la concurrencia como una reina de corazones.

Aún conservaba su hermosura antigua, aunque estaba retirada del viejo oficio y administraba "Las diez rosas", generando con sus lánguidos modales, la ansiedad y el misterio entre la concurrencia ansiosa de placer y de olvido.

El Tigre se demoró en el primerísimo primer plano plano del rostro y descendió lentamente por el talle hasta un parcial de caderas, muy lento y minucioso para centrarla, luego, de cuerpo entero, girando en traveling a través del arco y caminando despaciosa y solícita hacia él.

—¿Dónde está Elena, Katia?

—Pero,¿qué te pasa, hombre?, cálmate, Amapola me dijo que la vio llegar a eso de las doce, estará por ahí...tú sabes. La caja ha dado buenos dividendos este fin de semana, cambia el humor,¿quieres un trago?

—No, ella tenía que estar aquí, teníamos otra sesión de fotos, yo la vine a buscar para llevarla al estudio. Me ha plantado.

—A Elena le gusta el dinero y tú no se lo escondes, Tigre. Ten paciencia, ¿quieres bailar conmigo o prefieres que llame a una de las rosas?

—No es eso, Katia, esta tía está hablando demasiado, pero ya le dimos un escarmiento a su gaché, ése no va a meter más la nariz en nuestras cosas. Vamos a bailar, Checa y pídeme un vodka.


Alguien le había comentado, en un recodo del camino, que rodeando el camino del este hacia Puerto Deseado, encontraría una cabaña similar a ésa. No recordaba bien quién había sido, porque la información había surgido al azar, durante el viaje al sur argentino tan largo y lleno de peripecias.

Cuatro veces tuvo, Santiago, que cambiar el aceite y dejar enfriar el radiador para seguir el viaje. Ahora el marido dormía, exhausto, con la cabeza sobre el hombro de Elenita o Mi Lena o Lena como acostumbraba a llamarla él, porque decía que cada uno debe elegir su nombre y su destino sin repetir el de los padres.

Había sido Pepe, el viejo asistente del notario, quien le había hablado de un bailarín de tangos y después fue la búsqueda afanosa en el consulado y el avión de Iberia y el rastreo infecundo en cada rincón porteño con la llegada a Buenos Aires. Nadie conocía a Gustavo Farrán, la orquesta típica se escuchaba poco, porque el rock y la cumbia habían invadido las empresas discográficas, desde hacía tiempo. Sin embargo, al dejar la capital y tomar las rutas provinciales, el ritmo rioplatense comenzaba, poco a poco, a ganar las emisoras de radio.

Lena conducía feliz, iba hacia sus orígenes, iba hacia el sol. Había visto en los paradores muchos niños de ojos de azabache como aquel día lejano en una playa española y llevaba en el dedo el anillo de su madre como talismán infalible.

Un ocre desteñido era el color dominante del paisaje, entre algunas gamas de verde pajizo, que había perdonado el rigor iterativo de los vientos. La impaciencia crecía cuando había que aminorar la marcha por la niebla espesa de la ruta y dejaba en su reemplazo una ansiedad creciente que distraía su pulso.

Recordaba de memoria las palabras del diario de su madre: "Cosme me ha devuelto el anillo que le di el otro día como parte de pago. Es un buen hombre y creo que me quiere de veras, pero estoy bien así. Ramiro me va a presentar en un canal para ayudar en la escenografía de un teleteatro. Dice que pagan bien...".

Un brusco viraje, un volantazo y una cubierta que llora condolida.

Santiago se acomodó en el asiento y la reconvino con voz calma:

—Lena, voy a manejar yo, estás soñando despierta y por poco volcamos. Frena en la próxima estación de servicio, recuerda que este viaje es de placer, no te olvides que tienes que encontrar a ese señor...

Comenzaba la región de los bosques y el paisaje se volvía más pintoresco: el aire olía a pinos y empezaba a llover.


—Pasa, Elvira, siéntate.

—Gracias, don Enrique, me dijo su hermana que ya estaba mi partida.

—Sí, aquí la tengo, ya la puedes presentar en el trabajo, pero he tenido que salvar algunos nombres, no ha sido fácil.

—¿Nombres de quién?

El escribano la miró, algo incómodo. ¿Era posible que ella no hubiera sospechado nada en veinte años? ¿Por qué le había tocado darle la noticia a esa jovencita, habiendo tantos hermanos y cuñados?

—Mira, Elvira, esto es algo serio, pero tienes que aceptarlo porque es la verdad, que no siempre se conoce en el momento adecuado y puede sorprendernos y hasta dolernos un poco.

—Cada vez comprendo menos, don Enrique, ¿qué pasa?

—Pasa que tú eres hija de don Diego, pero no de Doña Lucía.

—¿Cómo ha dicho, don Enrique?

Elvira lo miraba incrédula con los ojos muy abiertos y el rostro demudado.

—Tu madre era una buena mujer, que murió en un accidente de tránsito cuando tenías menos de un mes.

—¿Y quién era, cómo se llamaba mi madre?

— Ruth, se llamaba Ruth y era secretaria de don Diego.

— ¿Usted la conoció?

—Sí, pero no sospeché nunca nada, te hubiera preparado o hubiera hablado con tu madre..., con tu madrastra.

El rostro de Elvira expresaba una tristeza infinita:

—Doña Lucía es buena, pero ahora me doy cuenta de muchas cosas...

—¿Quieres que llame a Nuria y que hablemos los tres?, tal vez con una mujer puedas llorar sin freno para desahogarte... O quizá prefieras que hable con Lucía...

—No gracias, don Enrique, ya me voy. Por ahora no hablaré con nadie de esto. Otro día volveré para que me hable más de mi madre.

—Tienes que pensar ahora en ese buen trabajo que has conseguido y aceptar poco a poco tu identidad.

—Claro, por supuesto, eso haré, hasta luego don Enrique, ah, me olvidaba, ¿cuánto le debo?

—Nada, Elvira, vete en paz.


Y habían llegado junio y los veinticuatro a pleno sol y bajo las estrellas, frente al Mediterráneo, lejos de Nuria que añoraría sin duda al hijo ausente, aunque estaba mejor allí, fuera de peligro y flanqueado por los mejores amigos. Un palo iba y venía con la ola y el perro, que se lo alcanzaba a Esteban en una fiesta de ladridos, zambullidas y piruetas repetidas.

Bajo la carpa, los miraba jugar y recordaba que lo habían encontrado, perdido y lastimado, el primer día que llegaron y lo adoptaron de inmediato con el nombre de Orfeo, porque durante la convalecencia, había recuperado su amor por la música y su guitarra lloraba de a ratos un aire flamenco, o susurraba con él la bossa nova o gemía triste con el punteo insistente de una milonga pampeana.

Carlos nadaba a lo lejos, mientras Gastón avizoraba atentamente el horizonte azul, entre nubes viajeras y planeos alegres de gaviotas. A pleno sol, la arena brillaba invitando al descanso y los turistas merendaban felices o hacían corrillos en torno al cantor que acariciaba con su dulce voz el aire marinero para la gloria del día perfecto.

Era la paz deseada por todos y la energía perdida volvía a alimentar el cuerpo y el espíritu con el regalo de las vacaciones. Gastón pensó en Lagoinha, en los cangrejos blancos que se mimetizaban con la arena y miró el mar que se ofrecía, generoso, a sus ojos, en Jureré, cuando trepaba por las callejuelas verticales hasta alcanzar la fortaleza para descender, luego, trabajosamente, morro abajo, a la playita escondida entre salvajes alamandas de oro.

Las cuerdas jugaban bajo sus dedos , mientras cadenciosamente y con mucha gracia repetía la voz melodiosa, "Olha que coisa mas linda... é ela menina...".


Comprobar que se ha vivido en el engaño durante veinte años le resultaba demasiado fuerte, demasiado doloroso, sobre todo estando tan sola, aunque ahora sabía definitivamente, que siempre lo había estado.

Desde la muerte de su padre, no había recibido mimos. Sus hermanos eran muy mayores y, con excepción de Elena, que le llevaba nueve años, nadie había reparado mucho en ella ni le había dedicado su tiempo. Sólo rescataba del pasado un afecto distante, como la aceptación de su presencia, porque no podía ser de otra manera. Pero había percibido, desde la niñez algo confuso e incierto, algo que andaba mal, algo que no cerraba del todo en la familia, aunque se consolara con la frágil explicación de la diferencia de edades. Había presentido muchas veces, intuitivamente, el resentimiento tácito o el callado rechazo, y ahora descubría de golpe y, por azar, que ese algo que no encajaba, o más bien ese alguien, era ella misma.

Miró hacia la bohardilla y pensó que Gastón también la había abandonado: estaba lejos con sus amigos y tal vez no recordara nunca las palabras de amor y las caricias que se habían brindado.

Cruzó la calle y entró por la cochera para dejar la bicicleta, pensando que Doña Lucía vería probablemente en su rostro, el de la otra mujer que había tenido su padre. En cambio ella la había amado como a su mamá y la amaba todavía, más que nunca, aunque tenía en sus manos la evidencia de que era hija de Ruth, sólo un nombre breve y bonito, escrito en un documento corregido. Ya ni siquiera se sentía alguien. No era nadie. No era nada.


Empujó la puerta de la casa, ensimismada, distraída. ¿Cómo podría hablar con su madre en ese estado emocional en el que se encontraba sin que la traicionaran las palabras? Se sentía, ajena, era otra flotando frente a ella, irreconocible y lejana. Era la observadora de sí misma, que se descubría por vez primera y no la conformaba su nueva versión. Pensó que tal vez, Elena, con su vida desenfrenada y sin prejuicios, había tenido la oportunidad de elegir y, aunque hubiera seguido un camino equivocado, se había liberado de ese determinismo asfixiante que la había condenado a ser ésta que era ella y de ninguna manera hubiera querido ser.

De repente, sintió el abrazo suave alrededor de sus piernas. y las alegres voces infantiles la devolvieron a su realidad.

—¡La tía, llegó la tía!

—Tía Elvira, vamos a jugar con los títeres, arma el teatrillo.

—¡Cuéntanos las historias de los monstruos verdes!

Les sonrió, agradecida y reconfortada. Miró al mayor, al de Rafael, y reconoció sus propias pequitas y la nariz respingada. Luego llegó la voz inconfundible de doña Lucía:

—Menos mal que llegaste, Elvira, ya no sabía qué hacer con este jardín de infantes que me han dejado Carmen y Delfina. Se han ido a una de esas reuniones de cosméticos, tú sabes cómo son.

—Despreocúpate, mamá, yo me encargo. Vamos a hacer churros, ¿no es cierto, pequeños? ¿Quién me quiere ayudar?

La vida continuaba. (Continúa...)


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Portada de la Novela - Reseña de participantes


▫ Novela escrita por los lectores de Margen Cero en 2002 y 2003. Página reeditada en julio de 2020.

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