Novela Río

Capítulo XV

La noticia sacudió a Carabanchel. La imagen de doña Lucía y sus nueve hijos estaba prendida de los ojos de todos los vecinos con el adhesivo irritante y salobre de las lágrimas.

Muchas comadres la habían visto pasar por la acera con su prole interminable de indomables chiquillos que la iban dejando cada vez más bajita y más insignificante, a medida que iban creciendo y emprendían el vuelo. Conocían su lucha férrea para que todos estudiaran y los sinsabores que había tenido con aquel marido galanteador, apuesto como ninguno, del que se contaban tantos lances y amoríos de alcoba.

No había vieja que no hubiera suspirado por el contador bayo y rubicundo, ni mercera de barrio que no le llevase las arqueos de su próspero negocio como excusa para escuchar los requiebros o las bromas suspicaces de don Diego que no perdonaba a ninguna, por más mojigata o amiga del novenario que fuese, cuando "La Moraleja" era la casa más soberbia de la zona y sus cristales de colores la envidia de todo el mundo.

Pero fueron quebrándose, poco a poco, justamente, cuando las dos antiguas casonas de enfrente se demolieron para edificar una elegante mansión con entrada por dos calles, que se habilitó después como notaría retomando el estilo de los vitrales en la fachada, que en esta ocasión se propagaron lujosamente por toda la esquina.

Como ocurre a menudo en estos casos, mientras una casa iba envejeciendo y deteriorándose, la nueva se erguía cada vez más bella y señorial, como si los edificios tuvieran alma y acompañaran, fieles, la apariencia y el bolsillo de sus dueños.

Nadie ignoraba tampoco que la última de las niñas había llegado fuera de tiempo y las habladurías, en su momento, no habían dado respiro a las aceras, se decía que doña Lucía hacía muchas diferencias, pero, bueno, había que justificarle ese pecadillo de madrastra discriminadora, porque era una santa como pocas.

Los viejos chismes, por supuesto, terminaron por aburrir a todos y se olvidaron por completo con el escándalo de los de enfrente, cuando la hermana del escribano que era artista trashumante de cuplé, volvió de Sudamérica, divorciada o abandonada, con el retoño a cuestas de un cantor de tangos argentino de segunda categoría.


—Ni bien Katia lo vio entrar en "Las diez rosas", se dio cuenta de que habría tormenta, por el rostro crispado que traía. El andar zigzagueante denunciaba que estaba algo excedido en copas, y como siempre en estos casos, la emprendería con ella.

La saludó con frialdad y con un gesto bastante descortés, le indicó que lo siguiera. ¡Nada bueno le esperaba!

Apenas ella había cerrado la puerta, cuando un chorro de palabras salió de la boca del hombre, bramaba, y esta vez debía ser algo muy grave...

—Están cercándonos, ¿te has enterado de la noticia?

—¿Cuál, es sobre tu estudio? ¿No habías arreglado ya todo con tus famosas influencias?

—No, tiene que ver con Elena, cayó presa y esto puede traernos complicaciones. No te olvides de que también lo tienen a Álvaro.

—Elena... pero...¿no la habían visto en Granada?

—Parece ser que volvió y no sé qué habrá pasado; alguien la delató y está muy enredada.

—Entonces, en cualquier momento pueden caer por acá. Avisa a todos que suspendan las reuniones.

—¿ Crees que ella sospechaba algo?

—Imposible, venía los días en que no había actividad abajo ¿ no habíamos quedado en eso?

—Sí, pero quién sabe si alguna vez...

—No debemos tener dudas. Las cosas se están poniendo difíciles, y ya no podemos seguir sosteniendo esta farsa.

—Esta farsa es nuestro negocio —recordó El Tigre con cierta impaciencia.

—Pues, diles que no nos pongan en peligro, que por un tiempo se reúnan en otra parte, y al artesano ese, que no se le ocurra poner los pies por acá.

—Te olvidas cuál fue el trato: vía libre para nuestros asuntos, a cambio de dejarlos encontrarse aquí; dónde crees que estarían más seguros... ¡Quién imaginaría que este antro del placer sirve de telón para un subterfugio político.

—Cállate, no ves que pueden escucharte.

—Bueno, mujer, tampoco es cuestión de que te persigas tanto, aunque hay gente cerca que no me merece mucha confianza...

—¿A quién te refieres?

—A la nueva, esa rubiecita fisgona que baila tan bien y se hace la interesante.

—Ah, Hortensia..., sí, ya me está resultando un poco metida y por lo visto, ya te has tirado un lance con ella.

—No todavía, pero muero porque me regale una noche... Pero tú vigílala, sabes que tengo un olfato felino; mientras tanto, veré cómo puedo convencer a esos tíos de que se reúnan en otro lugar momentáneamente.

—Te lo dejo en tus manos, sabes cómo manejar ese tema, y a las mujeres ni que hablar..

—Pero no he podido contigo, mi querida.

—Bah, déjate de sensiblerías que tengo que seguir atendiendo; ha venido una clientela de primera..., y por hoy, no tomes más, después dices tonterías.

Una carcajada del Tigre retumbó entre las paredes y llegó al saloncito, donde algunas de las chicas se miraron y sonrieron con complicidad. Entre ellas, Hortensia, que hábilmente había podido escuchar algunas palabras sueltas y no sabía cómo disimular su preocupación.

—Siempre pasa lo mismo —insinuó Violeta— viene hecho una fiera y luego la vieja lo deja mansito.


Uno por uno vieron en Carabanchel desfilar a los hijos que se habían desbandado, reunidos en el viejo nido para dar el adiós a la madre. Hasta Eugenia viajó desde Canadá, cuando ya la habían enterrado para llegar en el momento justo de la despedida del cortejo fúnebre en la entrada del cementerio. Un regreso inútil que ya no serviría más que para reconfortar su propio ánimo con las palabras de los hermanos, quienes le contarían cuánto la había extrañado doña Lucía en las fiestas de Navidad, cuando pasaba revista a todos sus hijos y acariciaba el plato vacío con la ilusión de verla aparecer en cualquier momento.

Pero la expectativa general se había colmado durante la noche del velatorio con la llegada de Elena, muy pálida y llorosa, envuelta en un gabán liviano muy oscuro que contrastaba con el cabello dorado recogido en un pañuelo de gasa negro.

Gastón la vio bajar del auto policial, acompañada por uno de sus abogados y trató de acercarse a saludarla, pero ella desvió la mirada inmediatamente. En el velatorio la vio rodeada de todos sus hermanos en una esquina del salón, mientras que en la otra, Elvira estaba flanqueada por sus compañeros de trabajo y le hizo un gesto distraído con la mano frenando por anticipado la menor tentativa de diálogo. Se quedó con Pepe, Claudine y algún vecino ocasional, conversando trivialidades, mientras veía pasar a los hermanos mayores que agradecían las condolencias, aunque no parecían recordar a nadie.

Se hablaba de la casa, de las deudas de la familia, de la posible venta de "La Moraleja", porque Don Diego había sido el mejor de los contadores para los de afuera, pero el peor administrador del patrimonio de su casa, hipotecada por su viuda diez años atrás, cuando al morir la había dejado prácticamente en la ruina, con todos los hijos en carrera y encima una hijastra de premio.

A la medianoche aparecieron los Hadenbalt, precedidos de un ramo de orquídeas, que un muchacho dejó junto al féretro. Los suizos eran dos gotas de agua, probablemente mellizos, con el pelo casi platinado y de gran estatura. Debían haber pasado los treinta hacía tiempo, porque parecían mucho mayores que Elena y se quedaron acompañando a Elvira toda la noche frustrando una ingenua esperanza de acercamiento.


Al día siguiente la llamó por teléfono. Con tanta gente que se comunicaba con la casa y el dolor de la herida reciente no habría tomado prevenciones para atender y Gastón la sorprendió en el preciso momento en que entraba:

—Tengo que hablar contigo ahora mismo, no pongas trabas, porque ya estoy allí —le dijo con voz resuelta y salió echando chispas de la notaría. Esta vez no iba a negarse, ¿por quién lo había tomado?, se dijo dando dos timbrazos rotundos que resonaron en la sala silenciosa.

Elvira abrió la puerta enseguida, parecía una niña de quince años vestida de negro, tan grácil y más delgadita que nunca con el luto repentino. Él la abrazó y la besó intensamente sin darle tiempo a rechazarlo y cobrándose con intereses todo el cariño que le había escamoteado los últimos días. La joven no opuso resistencia, la casa estaba desierta y caminaron hacia el dormitorio: se querían, se necesitaban y eso era lo más importante.

Oscurecía cuando cruzaron la calle tomados de la cintura y subieron al Fiat.

Gastón conducía con una mano y con la otra le acariciaba el cabello suavemente, pues adivinaba que estaba llorando. Dio varias vueltas por el centro, quería distraerla, ya que se había dado cuenta de que los hermanos se habían marchado y había quedado absolutamente sola. Estacionó frente a un café discreto, con luz baja y cortinas blancas en las vidrieras. Tenían mucho que decirse y ella, inesperadamente, lo dejó atónito, cuando acababan de hacer el pedido, lanzándole, sin retaceos, lo que pensaba de él y la temida pregunta, repentina, como un murciélago, cayó en picada, sobre la íntima penumbra del saloncito: él tendría que aclararle inmediatamente quién era esa rubia que habían mencionado sus amigos.

Gastón pensó que el cielo raso del local se le venía encima y le habló de Nadia, sin medir el riesgo de sus palabras, porque fue lo primero que se le ocurrió:

—Ya te había contado antes, ¿te acuerdas de aquélla rubia que simulaba trabajar en un club nocturno para seguir la pista de la secta? Cuando te raptaron pensé que le habían tendido una trampa a Elena, que la buscaban a ella y la habían confundido contigo, la encontré en ese lugar.

Le repitió que Nadia lo había ayudado a buscarla y cada vez se enredaba más con explicaciones improvisadas, puesto que la verdad era tan peligrosa como un disparo a quemarropa, sin embargo la reacción de Elvira no se hizo esperar: "Pues, ¿cómo era eso?, ¿a esa Nadia la había conocido en Alicante?, ¿a una misteriosa detective de cabaret le había comprado un traje de novia?".

Y él cada vez más hundido en la silla, avergonzado de su propia torpeza, mientras oía los gritos de una Elvira totalmente descontrolada y el camarero, inmutable, observándolo todo, sin saber qué hacer con la bandeja en alto y los cafés hirviendo. Varias personas de las mesas vecinas parecían divertirse con la tragicomedia que estaban presenciando y se sentía abochornado e infeliz.

—¡Eres un cínico, no quiero verte más, que Dios te ayude, te odio, mentiroso!

Dos meses después Elvira había partido a Suiza sin darle una segunda oportunidad. La casa estaba cerrada y Pepe le había hablado de un probable remate judicial. Sabía a través de sus visitas a los tribunales y las charlas con amigos, que habían apelado la sentencia de Elena, que estaba por obtener un permiso de excarcelación, y esto le dejaba cierto alivio, por lo menos para ella las cosas habían mejorado, pero su desolación era total, sobre todo después que su madre le contara el incidente del vestido, cuando Nuria supo que Elvira había viajado y Gastón le alzó la voz por vez primera, reprochándole, desesperado, que se hubiera metido en sus cosas, aunque, pasado el arrebato de ira, le pidió disculpas y se concentró en aprobar las últimos exámenes para obtener de una vez por todas su licenciatura en leyes.

Una novedad le llegó justamente el día de su graduación, antes del Año Nuevo, pero esta vez vino de don Enrique, quien parecía el único feliz en aquellas fiestas: se casaría pronto con Fernanda, la madre de Andreíña, pues los dos estaban muy enamorados.


Fue una boda sencilla sólo para los íntimos, que se celebró en la Iglesia del Carmen en la segunda semana de febrero.

Pepe salió de padrino de la novia, quien lució con elegancia el traje de "La bella prometida", inesperado regalo de Gastón en un arrebato de generosidad o de despecho, porque a veces se llegan a aborrecer las prendas que nos han traído mala suerte.

¿Quién podría lucir aquel traje tan costoso, que había sido comprado para una amante de tres días, que nunca llegó a verlo, y despreciado por una novia, que había huido a Suiza después de probárselo?

Nadie mejor que la esposa de un tío que lo había amparado desde niño.

La página de sociales en los diarios madrileños le dedicó una nota importante a aquellos esponsales y le hizo tanta publicidad al vestido, que la tienda envió de regalo un bello cubrecamas artesanal para la feliz pareja.

Sin embargo, Nuria guardó celosamente la redecilla de perlas en sus cofres de disfraces, porque no quedaría nada bien para la permanente con reflejos de su cuñada; sólo podía imaginarla sobre el cabello oscuro de Elvira y sentía pena de que un romance tan fresco se hubiera cortado abruptamente. Su hijo parecía una sombra errabunda por la casa; se había transformado en un oscuro duende de bohardilla, todo pómulos y ojeras violetas, siempre silencioso y solitario. A veces lo encontraba dormido entre papeles y tratados interminables. Ya no sonreía y los graciosos hoyuelos, que le daban aquel aire de niño angelical, eran dos marcas verticales de tristeza.

Con todo, Nuria acompañó a su hermano al altar, tan emocionada como sorprendida y, ¿por qué no decirlo?, un tanto preocupada por la situación incómoda en que quedaban ella y su hijo. Fernanda era simpática, aunque sofocante y pesada en su empeño excesivo por magnificar su situación de viuda menesterosa, que había sido tocada por la fortuna al conocer a don Enrique Miranda y su adorable familia. No había duda de que Andreíña tendría el mejor protector del mundo en el notario, aunque le parecía que todo había sido planeado por la enfermera.

Pero le daba vergüenza su egoísmo, cuando se preguntaba si su hermano habría esperado pacientemente el título de su hijo para tomar aquella resolución. ¿Desde cuándo había acariciado la idea de un nuevo casamiento? ¿Acaso ella había sido el impedimento durante todos esos años? ¿ Y ahora qué papel jugaría una hermana, allí, si la señora de la casa era doña Fernanda Velazco de Miranda? Por más cariño fraternal que le profesara el escribano, tenía una nueva familia y a lo mejor se estrenaba en su nuevo matrimonio con el ramillete de hijos que no había podido darle su primera esposa: todavía era joven y su flamante mujer no contaba más de cuarenta.

Por otra parte, era lo justo, aunque le molestara que se lo hubieran tenido tan callado, como si la enfermera hubiera preparado minuciosamente un plan de salvamento que la liberara para siempre de la estrechez y el olor a desinfectante. ¡Con razón tantos postres y licores caseros! Si bien no pensaba que su cuñada era una trepadora, tampoco descartaba la idea de que hubiera querido buscar una vida desahogada y risueña para ella y su hijita junto a un hombre mayor de buena posición. Y su hermano, no sólo era un buen partido, también adoraba a los niños y estaba bobo con su Fernanda.

Ahora se le aclaraban los repentinos cambios de hábito en los últimos tiempos. El notario ya no se acostaba temprano: o bien tenía una mesa de bridge los miércoles a la noche o lo esperaban para una partida de ajedrez en el Colegio de Escribanos todos los sábados. Seguramente pasaba las veladas con ella, ya había notado que Andreíña no lo espiaba más a escondidas como antes y a veces se atrevía a entrar en su despacho para mostrarle dibujos o para que le revisara las cuentas, pero lo había tomado como una reacción natural de una niña privada de afecto paternal.

La convivencia no sería fácil para nadie y Gastón no parecía darse cuenta, indiferente a todo lo que no fuera obtener su Licenciatura cuanto antes.


"Llueve y está mojada la carretera/ que largo es el camino/ que larga espera...".

Avanzaban raudamente por la BR 101, flanqueados por verdes praderas onduladas, salpicadas de extensos charcos, que delataban lluvias recientes bajo un abombado cielo de acero cada vez más bajo y amenazante, a punto de descargar su impaciencia sobre el indefenso capó de la camioneta que habían alquilado en Porto Alegre.

De trecho en trecho pacían a su albedrío blancas vacas cornamentadas, iguales a las miniaturas del pesebre de Nochebuena que había pertenecido a su legendaria abuela materna y que cada año abrevaban junto a la aguada de un retablo diferente, tras el eco de los suspiros o la huella de la nostalgia de algún tío, como si cada uno de ellos sintiera que nacía otra vez como el Dios-Niño, al cumplir con el sagrado ritual que los acercaba, de alguna manera, al Portal inolvidable de la infancia.

Lena evocaba la alegría desbordante de su madre cuando les tocó el turno de arrear aquel simbólico ganado hasta Granada: "Ramiro, cuando pases por Madrid, no te olvides de traer el Belén napolitano y que no se te rompa ninguna pieza; ten cuidado, mira que Melchor está rajado.

Y recordaba que, sentada con sus primos en el porche, contaban las bestezuelas: "Éste es el hermano buey, ésa la hermana cabra, el zagal va junto con el hermano lobo, Rocío, de veras, porque mi maestra nos ha leído un poema sobre San Francisco, tú no sabes nada..." y distribuían las figuras una y otra vez sobre la maqueta con montañas de papel reciclado y telgopor que había armado especialmente su madre, quien nunca llegó a enterarse de que había escondido el borrico gris entre sus juguetes, porque se parecía mucho a Platero y no quería devolverlo.

Una zeta luminosa se encendió súbitamente sobre la oscura madeja de cirrus desgreñados y se sobresaltó al oír el estruendo cavernoso del trueno.

Lena, miró el rostro preocupado de Santiago que quería llegar a la isla mágica antes de que los alcanzara la tormenta, pero fue imposible, pues una larga caravana de camiones con acoplado obstruía la marcha y cuando lograban adelantarse unos metros aparecía súbitamente algún enorme autobús que se adueñaba del camino. Tuvieron que refugiarse en una estación de servicio, cuando del cielo centelleante y ensordecedor se descolgó una espesa cortina de agua contra la lupa empapada y borrosa del parabrisas.


Trini no podía ocultar su nerviosismo. Traía en las manos un papel y Elena se dio cuenta de que allí estaba escrito su futuro, y que nunca las consecuencias de sus actos podían ser tan graves como esta vez.

—Elena, quiero que lo tomes con calma; los análisis han dado positivo. Vas a tener un hijo.

Las palabras le golpearon la cara, mejor dicho, la vida como nunca la golpeaba y la enfrentaba con los errores del pasado. ¡Cómo iba a ser madre ella! Siempre había vivido pendiente de su cuerpo, de sus deseos y ahora tendría que pensar en alguien más, ¿estaría preparada para ese nuevo trance ? ¿Y Gastón, qué diría? ¿Y Elvira, la odiaría?

La confusión era muy grande, imaginaba rostros que la miraban acusándola, se sentía llena de culpa...

¡Cómo serían ahora sus días, en Yeserías! En ese lugar tan desagradable, ¿podría planear su porvenir? ¡Dentro de una prisión! Si cuando era libre vivía empujada por el azar. ¡Qué ironía!

La soledad y el deseo de tener alguien a quien contar sus desdichas la decidieron a comenzar a escribir su diario íntimo, en unos cuadernos que le había traído la enfermera para que las horas no se le hicieran eternas.

Allí con letra firme se leía: "Gastón nunca se enterará de que es el padre. Le mentiré que al marcharse él, ofendida allá, en Alicante, acepté la primera propuesta de amor que se me presentó. Él tiene que despreciarme".

¿Y Elvira? Tampoco lo sabrá, el silencio es el precio que debo pagar. De algo estoy segura, no quiero que mi hijo nazca en Madrid. Me iré a Granada, para ese entonces, estará demostrada mi inocencia o pediré permiso para tenerlo allá. Sí, quiero que sea en Granada, Ramiro me ayudará, como siempre; aceptaré el trabajo que me ofreció y todo será diferente.

Quiero que mi hijo esté lejos de aquí, podría enterarse de mi pasado, no podría soportar la vergüenza. Me atormenta pensarlo. Quiero que me mire y se sienta orgulloso, quiero vivir de frente, de cara al sol...

La noticia de la muerte de mi madre me causa una gran tristeza, nunca se enterará de que su hija, la más liberal esta a punto de hacerla abuela. En este momento entiendo sus preocupaciones, toda mi vida pasada es un clamor que me enloquece, todas las voces se alzan para gritarme mis equivocaciones. Vuelvo a tener ese dolor punzante, no sé cuánto tiempo más podré resistir acá...

Los días transcurren lentamente, la única luz que alumbra estas tinieblas es la idea de que un ser muy pequeño late dentro de mí. A veces, revivo ese momento terrible, cuando el juez elevó la mano y el mazo cayó como una guillotina sobre mí, al tiempo que escuché con desesperación aquella palabra: culpable.

A partir de allí, no entendí nada, gritos confusos, el llanto de mis hermanas y el golpe rabioso del puño de Ramiro...

Quise gritarle a todos que era inocente, pero mi voz se apagó en un lamento y en medio de tanto dolor la mención de Yeserías perforó mis oídos y se clavó en mi alma...”.


La carta de Ramiro había llegado puntualmente. Era un hábito que su hermano ejercitaba con regularidad todas las semanas: informarla de todo lo que sucedía puertas afuera.

Esta vez, el párrafo más largo era el que había dedicado a los pormenores de su relación con Noelia. La joven ya había puesto al tanto a los padres del romance que estaban viviendo y por el momento el único inconveniente que debían vencer era el de las costumbres de la familia, las rígidas leyes gitanas. Pero todo era relativamente fácil al lado de esa morena, de piel aceitunada, que parecía haber puesto fin a la soltería de su hermano.

Elena sintió un soplo vital, se alegraba de que por lo menos alguien de su entorno fuera feliz, ahora que todo parecía haberse derrumbado; sin embargo pronto se apagó la leve sonrisa que había pasado como una brisa por su rostro, al pensar en Elvira y sentir nuevamente que tal vez ella había sido la causa de su infelicidad.

Ramiro le contaba, además, cómo había impresionado la publicidad que preparara en Granada, durante la visita que le hiciera, y agregaba que había muchos interesados en que Elena fuera la protagonista de otros trabajos similares. Por suerte, no era muy individualizada todavía y su situación era desconocida en el ambiente.

¡Qué pena! Ahora que estaba decidida a darle un viraje a su destino, la cárcel alzaba sus muros grises para dejarla prisionera de una locura de la juventud.

Acercó el sobre a su pecho; era el único puente hacia la salvación. Allí, estaba rodeada de mujeres extrañas; algunas parecían vivir alienadas entre recuerdos tormentosos, y otras, buscando cualquier motivo para agredirla. Gracias a Trini, pasaba muchos momentos en la enfermería; había entablado con ella cierta amistad y la alejaba, cuando podía, de ese submundo pretextando la necesidad de reposo para los malestares que la aquejaban de continuo.

Por el momento la única esperanza era la apelación de la sentencia. ¿Creerían en su inocencia...?


El cielo estaba despejado y el sol iba calentando, poco a poco, el aire fresco de las diez, cuando Gastón observó, desde la ventana, el jeep de Esteban frente a la notaría. Bajó, salió a la calle y vio venir a Orfeo que corrió su encuentro, embistiéndolo de un salto y haciéndole tantos festejos, entre volteretas y meneos de cola, que por un momento pudo olvidar la desazón y la melancolía que se habían apoderado de su espíritu desde la partida de Elvira.

—No te veía desde nuestro acto de colación de grados y, como no me contestabas los llamados, decidí pasar a buscarte, mira qué lindo día, parece de primavera.—le dijo— Ayer se recibió Carlos y quiero que vayamos a festejar,¡con lo que le ha costado al pobre!, no quiero que piense que lo dejamos solo, él vino a nuestra fiesta de graduación, Gato, no podemos dejarlo de lado —le dijo— arrancando como un cohete, mientras le alargaba una petaca para ofrecerle un trago. Pero Gastón no quiso beber, se había dejado una barba en punta, que no lo favorecía en absoluto, pues la delgadez se enseñoreaba con su metro ochenta, desguarnecido de carnes, puro músculo y pellejo.

Esteban estacionó cerca del Parque del Retiro: por las veredas se veían bicicletas, skates y carritos con vendedores ambulantes de manzanas, higos acaramelados y copos de azúcar.

Bajaron y soltaron a Orfeo para que retozara libremente y se sentaron en el césped, después de haber comprado cucuruchos de maníes y palomitas de maíz. Detrás de la alameda, había un extenso campo de deportes con gente mayor practicando yoga y, a lo lejos, niños y adolescentes jugando al fútbol y a la paleta.

—Pero, ¿es que te haces el viejo desde que te recibiste?. Eres un saco de huesos, no te sienta bien estar tan flaco, tú eres muy alto...

—Es que no tengo mucho apetito últimamente, Esteban...

—Jamás te he visto comer mucho y si tú lo dices, Gato, es que ya no comes nada. Te haría bien salir un poco, nunca me llamas, siempre estás trabajando,¿te va bien, no?

—No puedo quejarme, tengo mis ahorros y además otros proyectos.

—Bueno, eso está mejor, ¿y se puede saber de qué se trata?

—Estoy tratando de hacer la reválida, quisiera que mi título sirviese en el exterior, desearía irme, conocer mundo, tener mi propio lugar, tu sabes que no es lo mismo ahora que mi tío tiene su familia...

—Pero, si don Enrique te adora y la mujer es de lo más simpática.

—Sí, Estebita, no lo dudo, pero soy yo el que quiere crecer, ser alguien por mí mismo, no depender de los demás.

—Tienes lo que otros desearían, Gato.

—No todo, lo que más deseo está muy lejos...

—¿Tanto te pegó lo de Elvira? —le dijo el amigo, palmeándole la espalda— tienes que seguir adelante, hombre.

—¿Tanto? Estoy partido en dos, Esteban, la quiero, la extraño, no me acostumbro a estar sin ella. No sé si me perdonará algún día...

—Pero, ¿ella sabe algo de lo de Elena?

—No, lo de Elena no lo sabe, si le llego a decir eso, pierdo mi última esperanza, pero se dio cuenta de que hubo otra mujer en Alicante y con eso bastó para que me dejara colgado...

—Vamos, si tú no tenías nada serio con Elvira antes de las vacaciones, puede perdonarte...

—Es que ella es muy sensible y el tema de los afectos es su punto débil, ha sido una niña poco querida..., qué se yo... Y siempre va a estar aquella aventura como una amenaza... Además, tiene detrás a ese Nibelungo, que me parece que quiere hacerle la corte y ¡con el dinero que tiene!

—Ella siempre te quiso a ti y no eres ningún seco, has trabajado desde la secundaria, tienes una buena cuenta y serás siempre su primer amor, pero debes ponerte en forma para ganar esa contienda, vamos a correr un poquito, Gato, así te vuelven las ganas de comer y llenas esa cara de vida, se te están marcando arrugas en los ojos. ¿Estás seguro de que no está de regreso, has averiguado?

—Sí..., Claudine me ha dicho que volvía en marzo, estoy esperándola.


Hoy empiezo otro cuaderno; mi diario se ha convertido casi en una novela, cuyas primeras hojas son algunas impresiones fugaces que escribí, paradójicamente. en un recetario que hallé en la enfermería los primeros días que entré en la insoportable prisión.

De algún modo me alegro, ya que fueron los peores momentos de mi vida y me dolería volver a recordarlos.

Todo aquello parece un mal sueño, ahora estoy libre y esta palabra sabe a gloria. El tiempo ha pasado y por fin se ha comprobado mi inocencia. ¡Quién hubiera dicho que podría respirar nuevamente el aire de mi querida Granada!

Parecía imposible creerles, cuando me dijeron que se reducía la condena, aunque esos años vividos en la sombra han enturbiado mi espíritu y ya no soy la misma.

Sin embargo, me siento feliz esta tarde de otoño, aquí en el parque, donde los cipreses se tiñen de amarillo y le ponen un toque de nostalgia a mi felicidad.

Estoy mirando embelesada cómo juegan Rocío y Elenita. Esta pequeña me ha cambiado la vida.

Creo que podría considerarme la más dichosa de los mortales si esta congoja que me acompaña desde hace un tiempo, no empañara mi alma.

¡Cómo olvidar el terrible atentado!

Estábamos sentadas, como ahora; mi hermana, que minutos antes tenía la pequeña en sus brazos, me la había dejado para cruzarse y comprar algunos de los perfumes que tanto la enloquecían; unos pocos pasos era la distancia que nos separaba, y de repente, el ruido ensordecedor, los vidrios que estallaban, el humo, el fuego y en medio de ese horror, ella.

Quedé petrificada en el asiento, sin poder creer lo que pasaba delante de mis ojos. Después la ambulancia, las sirenas de los bomberos, los gritos, los escombros, el espanto...

¡Cuánta destrucción en vano! (Continúa...)


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CAPÍTULO I - CAPÍTULO II - CAPÍTULO III - CAPÍTULO IV - CAPÍTULO V - CAPÍTULO VI CAPÍTULO VII - CAPÍTULO VIII - CAPÍTULO IX - CAPÍTULO X - CAPÍTULO XI - CAPÍTULO XII - CAPÍTULO XIII - CAPÍTULO XIV - CAPÍTULO XV - CAPÍTULO XVI CAPÍTULO XVII - CAPÍTULO XVIII - CAPÍTULO - XIX y EPÍLOGO

Portada de la Novela - Reseña de participantes


▫ Novela escrita por los lectores de Margen Cero en 2002 y 2003. Página reeditada en julio de 2020.

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