Novela Río

Capítulo VIII

Santiago detuvo el coche frente a la cabaña de troncos, semioculta detrás de unos cedros. Miró el cartel de corteza con la leyenda borrosa que anunciaba la academia de danzas y descubrió, entre las piedras, las flores de amancay que crecían desordenadamente, desafiando la furia indomable del viento.

Dio unos pasos y agitó el cencerro que se hamacaba en una vieja cadena oxidada.

Junto al auto, envuelta en su anorak, Lena, miraba arrobada el paisaje, sin atreverse a cruzar el hilo de agua de color celeste que la separaba de la verja.

Después de unos minutos de espera, oyeron el girar de los goznes y el chirriar de la puerta que se entreabría despacio.

Un hombre canoso y delgado con el rostro muy curtido por el frío y el sol los recibió con expresión de extrañeza.

—Buscamos al señor Gustavo Farrán —informó Santiago.

—Soy yo —contestó la voz del dueño de casa.


Eran cerca de las veintiuna y ya se habían ido los niños, cuando, Elvira, escuchó el timbre. Observó por la mirilla, pero no se veía nada, aunque se escuchaba el ruido de un motor en la calle.

Su madre se había ido a acostar temprano, porque estaba agotada y ella no tenía deseos de hablarle sobre los documentos.

Volvió a observar, intrigada, porque le pareció escuchar pasos en el jardín: sin embargo no se veía nada y las luces de la entrada de la notaría de enfrente estaban apagadas.

De repente, comenzó a sonar la campanilla del teléfono y corrió a atender, pero no le contestaron. Sólo escuchó la respiración de alguien que estaba en la línea y quizás algo más, como una risa sofocada. El timbre sonó nuevamente y corrió a la puerta, pero, como ya era de noche, no se animaba a abrir. Se apoyó contra el marco y volvió a oír los pasos, esta vez mucho más cerca y se sobresaltó a causa del golpe dado contra la madera desde el lado de afuera.

El eco del golpe rebotó por el pasillo.

Elvira se quedó unos minutos temblorosa junto a la puerta. Nada.

Sólo la sonería sempiterna del viejo reloj de pared. Tímidamente se animó a preguntar: ¿Quién..., quién golpea? Nada. De pronto, una oleada de coraje la empujó a abrir. Nadie.

Dos horas después, ya olvidada del incidente, estaba en las Galerías Preciados con Claudine. Habían acordado salir juntas para hablar de sus primeros días diseñando telas. Claudine quiso llevar la conversación hacia terrenos peligrosos, pero ella la eludió pidiéndole que la ayudara a elegir un bolso.

Viajaron juntas en el metro. Su amiga descendió antes. Dos estaciones después, al salir a la superficie, Elvira sintió una sensación desagradable.

La noche sofocante amenazaba tormenta. Todo parecía normal: dos personas buscaban algún jirón de aire, acodadas en un balcón alto...

Un perro revolvía restos de basura junto a un contenedor. Eso le trajo algún asomo de recuerdo de otras noches compartiendo cigarrillos con Juan R..., ¿hacía cuánto ya?

El Seat negro tenía las luces apagadas y parecía inmóvil, pero comenzó a desplazarse lentamente.

Elvira siguió andando, mientras reconstruía las preguntas que Claudine le había hecho sobre los asuntos de Elena y las evasivas que se había visto obligada a inventar en segundos. No le gustaba hablar de su hermana y menos después de la disputa.

Esta vez no era aprensión: el ronroneo del coche la seguía a ella.

La joven pasó por encima de su miedo, volteó y echó una mirada al interior: los vidrios oscuros y la luz pobre de las farolas callejeras impedían ver algo más que sombras y un destello rojizo. Su puerta estaba cerca. Empezó a correr.


Una silueta alta apareció de improviso frente a ella.

Elvira se detuvo paralizada: sentía el galope frenético de su corazón y un endurecimiento progresivo de las vértebras cervicales. El escalofrío le ganaba la espalda y no podía gritar.

Presa del pánico que la inmovilizaba, privada del menor intento de reacción, imaginaba lo peor.

—No temas niña —le dijo una voz grave y familiar, desde la sombra.

Cegada por la nube de confusión y de espanto, Elvira oyó el acelerador, al mismo tiempo que el auto oscuro pasaba como una ráfaga junto a ellos.

El hombre la había tomado del hombro y le hablaba con acento pausado, tratando de tranquilizarla.

La joven temblaba, descontrolada, convulsivamente.

—Ya pasó, cálmate, Elvira, por favor, no temas.

Ella no podía articular las sílabas. El hombre le acariciaba el cabello, con dulzura, la besaba en la frente:

—Estás segura, niña, estoy aquí, ¡gracias a Dios!..., ya se han ido los malditos.

Era el Licenciado Bossen.


Sentado frente al mar, Gastón miraba el vaivén del oleaje, mientras esperaba el regreso de sus amigos que habían salido de excursión.

La marea era alta. El movimiento continuo de las olas que reventaban, unas tras otras, le daba la paz necesaria para no pensar en aquel atentado.

Se tendió en la arena casi tibia, que todavía conservaba algo del intenso calor del mediodía. De cara al cielo, observaba el vuelo de las gaviotas que anunciaban el verano.

Respiró hondo el saludable aire marino y, al expirar, le parecía que botaba todo lo negativo.

Se levantó, lleno de júbilo, y caminó hacia el muelle, buscando que el viento y el golpe del agua salpicaran su rostro y le hicieran sentir como un pájaro que levantaba un alto vuelo hacia la satisfacción total.

La playa estaba vacía. El bullicio de las doce se había calmado con el atardecer. No había nadie. Estaba solo ante el inmenso mar.

De pronto, despertó su atención, a lo lejos, la esbelta silueta de una mujer que avanzaba hacia él lentamente. La brisa le daba movimiento a su cabello y, a cada paso, provocaba en él una nueva inquietud. Su airosa figura y el balanceo sensual de sus caderas resultaba tan perfecto, tan parecido al ir y venir del mar que entonaba con el romper de las olas.


¿Acaso podía ser ella? Hacía unos días que la imagen de Elena volvía una y otra vez ,y era imposible rechazarla; si hasta le había parecido encontrarla en cada mirada de mujer, en cada melena rubia..., y ahora estaría allí, tan cerca. Sin embargo , la mujer se detuvo y pareció quedarse inmóvil, eternizada en la contemplación del mar, hechizada por el mágico vaivén de las olas.

Entonces, otra imagen lo invadió y casi logró borrar a la anterior. Era la carita triste de Elvira, que parecía decirle que lo estaba necesitando. Quizás las dos, a su manera, lo necesitaban y paradójicamente, él las necesitaba a las dos.

El sol entibiaba su cuerpo y Elena descubrió con satisfacción cómo su rostro pálido se iba bronceando y su cuerpo milagrosamente recuperaba la fuerza que indudablemente había derrochado en aquellas noches de alcohol y placeres. Este sol siempre había sido su dios y y esta manera de adorarlo, tendida en la playa ,le devolvía su otra identidad. Sí, porque ella sentía que navegaba entre dos mundos: la noche con su sabor amargo pero alucinante y el reino del sol, el mismo de aquellos días en que creía en sus sueños y no necesitaba mucho para ser feliz. ¿Quién era ella en realidad?

Y recordó a Alina Reyes, la protagonista del cuento de Cortázar, con quien se había sentido identificada apenas leyera las primeras líneas.

Repentinamente, quedó envuelta en un suave sopor y un torbellino de imágenes la asaltaron con nitidez arrolladora. Otra vez, esa maldita obsesión..., aquella casa, las rosas, el temblor de la primera vez y el descubrimiento que tantas noches la torturara en los días venideros: la pequeña puerta lateral, camuflada por tupidas enredaderas de flores azuladas, desdibujada en la penumbra de la calle.

Nunca hubiera imaginado el secreto que escondía el lugar, que poco a poco se había convertido en su morada.

Recordó los primeros días en que le habían impresionado las numerosas habitaciones que se alineaban enfrentadas, separadas por un ancho corredor, débilmente iluminado ,helado en las noches de invierno y al que se accedía traspasando la sala tan burdamente decorada. En esos cuartos reposaban las sacerdotisas del amor. Con lentitud empezaron a desfilar por su mente Alhelí, la muchacha vivaz y despreocupada que había llegado empapada, desolada en una noche de lluvia. La veía con el cabello mojado, que le ocultaba el rostro y su ropa ceñida e insinuante que dejaba adivinar un cuerpo privilegiado. Después apareció Violeta, encantadora, llena de una gracia que subyugaba y a quien la vida había golpeado cuando apenas empezaba a florecer. Y así se sucedían Amapola, Dalia..., y tantas otras que vivían en ese submundo, ajenas a todo lo que se estaba gestando muy cerca, una historia que podía terminar en tragedia...

¿Cómo lo descubrió? Fue en una de esas noches en que volvía buscando asilo; es que ahí nadie le preguntaba dónde había estado y qué le ocurría. Era insoportable inventar miles de respuestas y a veces no tenía fuerzas.

Entonces, cuando estaba llegando, vio algo que la detuvo; un grupo de personas entraban rápidamente, amparadas por las sombras y el follaje. Esta vez, no se quedaría con la incógnita, y sigilosamente se deslizó por la diminuta entrada que alguien, en un descuido, había olvidado cerrar. Lo que vio la dejó suspendida en el aire, una abrupta escalera bajaba y moría subrepticiamente en el fondo, donde una luz mortecina marcaba la entrada a un recinto, único acceso que cerraba el paso.

Luego hubo ruido de sillas, papeles, y voces superpuestas que volaban escaleras arriba. Estaba congelada como esas imágenes que había visto en el cine y en el teatro, y no se animaba a dar un paso más. De repente quedaron flotando en el aire algunas palabras: "intolerancia.., generalísimo..., conspiración...".

No quiso saber, y llena de un miedo animal se fue corriendo calle abajo.., y en sus oídos palpitaba una palabra "conspiración".

Pero, por qué se empeñaba en revivir aquellos momentos. No estaba allí para olvidar cómo su vida, poco a poco se iba destruyendo. No quería pensar más.

Sin duda había huido de aquel infierno y ahora Costa Blanca era el refugio ideal para recuperar la paz. Aquí estaba, disfrutando del sol; la arena la acunaba con su blanda caricia y al mirar el Mediterráneo verde, lánguido y chispeante, sintió que la llamaba, y suavemente se fue acercando hasta quedar envuelta en un abrazo de espuma y de sal.


Se acercó lentamente. A medida que se aproximaba, sentía un entusiasmo especial, un regocijo que jamás había experimentado antes. No podía ser, pero parecía que sí, que era. Ella estaba de espaldas, saltando las olas, toda dorada, apenas cubierta su figura esculpida con un dos piezas tostado, capturando sobre su pelo rubio los últimos reflejos del sol, que jugaban sobre el cuerpo perfecto. Sí, era Elena, ¿o no? ¿Pero cómo podía estar allí, la diosa, a esa hora, en la misma playa que él, habiendo tantas otras? —se dijo— mientras recibía desde el esmalte aguamarina de sus ojos y desde la seductora sonrisa, una asombrada bienvenida.

Ahora era ella quien lo había reconocido y apresuraba la salida del mar. Gastón disfrutaba plenamente del recibimiento, mirando con evidente placer cada detalle del cuerpo escultural, naciendo de la espuma. Elena avanzaba, cimbreante, tendiéndole los brazos y él también los extendió, abrazándola con audacia insospechada, vibrando de excitación y de dicha con el roce de esa piel empapada de sal, disfrutando del contacto de todos y cada uno de sus deseados relieves.

—¡Gato, estás aquí!, ¡qué sorpresa, Elena!

Sentía su propia respiración agitada y la aceptación del cuerpo de la mujer, invitándolo, respondiéndole, como cuando él le enseñaba a bailar el tango. Se sentía turbado, placenteramente turbado y peligrosamente atraído. Ella lo miraba tan próxima y divertida como si adivinara cada una de sus íntimas sensaciones y le pasó el brazo por debajo del buzo amarillo que protegía las recientes cicatrices, mirándolo intrigada:

—¡Quítate el polerón, Gato, si hace calor...! ¿Pero qué tienes en la cintura, estás lastimado, te has caído?

Tenía que inventar algo rápidamente. No podía decirle que todo había sido por ella, que conocía cada uno de sus pasos, que a través de la bohardilla había descubierto, por azar, su doble vida y que sabía que había ido mucho más allá de los avances de una chica liberal.

Por unos segundos más pensó en Elvira, tan dulce e inocente, pero no quería pensar. Quería seguir sintiendo esa inquietante excitación, ese hormigueo cálido despertándole la piel con poderosas ansias que crecían a cada instante; la deseaba, percibía el magnetismo inconfundible ante la caricia de los dedos de aquella mujer sobre su espalda. Ella le pedía que le explicara y ¿cómo decirle lo de las heridas? Pensó que no había nada mejor que darle la versión policial del asalto y añadir que llevaba mucho dinero de la notaría. Se escuchaba mentir y no le importaba en absoluto. Sólo anhelaba seguir abrazándola, aunque recordaba perfectamente, que había ido caminando a lo de la anticuaria y que le habían quitado los papeles misteriosos.

Comenzaron a avanzar por la playa en dirección opuesta al muelle. El cielo se oscurecía y el mar viraba maravillosamente hacia el traful. Sus amigos estaban por llegar y no quería que le arrebataran ese momento tan secretamente esperado. De pronto se detuvo y la besó una y otra vez con desesperación. Elena, feliz, respondió inmediatamente al urgente reclamo de sus sentidos. Se tendieron en la playa y fueron un hombre y una mujer, repitiendo el llamado de la sangre.

La luna roja ascendía en toda su plenitud.


Lo despertó el ladrido insistente de Orfeo y el estruendo. Elena lo miraba de pie, vistiendo una túnica blanca con flores pintadas al batik. Había refrescado y el viento del mar cantaba y bailaba sobre las aguas platinadas, que elevaban sus crestas espumosas. Arriba, la luna era una farola de nácar rosa sobre aquel cielo de tinta china.

Gastón pensó que eso era la felicidad: estar allí, a solas, con la mujer que adoraba desde la infancia en la noche de San Juan. Se levantó y la volvió a besar. Elena lo miraba con los ojos brillantes, emocionada por todo ese inesperado amor que se le había brindado.

Caminaron en silencio hacia la escalera, cuando vieron a la distancia las hogueras de la fiesta.

—Mira, Gato, las fogatas, son las doce, dicen que queman al mal..., es la fiesta del fuego.

—Vamos a zambullirnos otra vez, así lo ahuyentamos para siempre..., y de paso nos quitamos la arena.

Jugaron un buen rato en el mar, bajo el cielo incendiado de pirotecnia. La noche se llenaba de magia, explosiones y música.

—Pero, Gato, ¿tú no cumples veinticuatro, hoy?, tengo que hacerte un regalo doble: coincide con la fecha.

—Ya me has hecho el mejor de los regalos —contestó Gastón, abrazándola y besándole las palmas de las manos—. ¿Y este anillo, te lo ha dado mi madre?

—Sí, ella me lo regaló hace tiempo, dentro de un estuche musical con una bailarina. Dijo que en Florianópolis los vendedores ambulantes ofrecen joyas por la playa; tenía muchas y me dejó elegir, porque le diseñé un plano para su jardín de invierno.

—Mi madre, sus flores y sus bailes... Esta alhaja se lo dio mi nana, cuando nos despedimos. Decía que las piedras verdes traen buena suerte. Pero yo te regalaré otro con brillantes...

—Me gusta éste, Gato, está bien así y vamos a comer algo que me ha entrado un apetito fenomenal.

—¿Arroz a la valenciana? Conozco, aquí, la casa de unas abuelas que lo hacen delicioso.

—Estamos yendo hacia allí, entonces. Tengo mi auto aparcado en la rambla. ¿Pero qué les dirás a tus amigos, Gato? Te estarán buscando en la falla.

—Que me encontré con la diosa del mar o con Afrodita o con la luna —se rió Gastón, abrazándola—. Pierde cuidado que ni se deben acordar: estarán admirando las bellezas de la fiesta y con tanta gente...

—No sé si hemos hecho bien... No quiero que sufra ni se moleste nadie.

—Lo hemos hecho tan bien que quisiera repetirlo siempre, Elena, yo te adoro.

Orfeo iba adelante, y se detenía a esperarlos de trecho en trecho, un poco aturdido y temeroso por los estallidos, las bandas y los fuegos artificiales.


Cruzaron la portada y descubrieron el corso entre flores, serpentinas y nubes de papel picado. Aún quedaban algunas vistosas alegorías sin encender, pero la temperatura era elevada y había un intenso olor a pólvora. Una florista pasó junto a ellos, ofreciendo su cesta multicolor de verbenas y tréboles. Gastón eligió varios ramilletes y se los ofreció a Elena, después de prenderle en el pelo uno de florecillas rojas y luego fue en busca de refrescos, a través de la multitud que le recordaba lejanos carnavales de su infancia.

Era un torbellino de gente, luces y algarabía. Elena estaba deslumbrada con la fiesta y sorprendida con tanto agasajo y cortesía por parte de aquel amigo de muchos años que había pasado como por arte de magia de vecino cortés a amante apasionado.

—Si no quieres brillantes te compraré el traje típico de las novias —le había dicho, al oído con un beso fugaz, al salir de la casa de comidas de las abuelas y Elena sentía el significado profundo de las palabras del joven y temía desilusionarlo, pues lo creía al margen del desorden de su conducta. Pensó que siempre le había gustado el brasileño, aunque lo había mantenido a distancia por la diferencia de edad y, sobre todo, porque lo veía como a un posible novio de su hermana.

Su hermana..., se sentía culpable, como si la hubiera traicionado, como si la hubiera despojado de algo que le pertenecía. Elvira no tenía más que este amigo y ella se lo había arrebatado por caprichos del azar. ¿Cómo reaccionaría, la joven, si llegaba a enterarse? Siempre se habían llevado bien antes de la discusión y sabía que todo lo que le había dicho era verdad, aunque le resultara intolerable que curioseara sus cosas. Si había una persona en el mundo a quien no hubiese querido lastimar nunca, ésa era su hermana. Había estado siempre demasiado preocupada en sí misma, para pensar en los otros —se dijo— mirando sin ver la muchedumbre alegre que pasaba frente a ella.

Gastón volvía con las bebidas y la llevaba de un lado para otro, hablando permanentemente con una euforia que no le había conocido antes.

—Elena, estás mareada, diviértete, ahí están mis amigos. Mira bien los trajes de sus acompañantes, así eliges el que más te gusta.

Carlos y Esteban pasaban con dos jóvenes, ataviadas con vestidos regionales y se acercaron a saludarlos.

—¿Dónde te habías metido, Gastón? Nos cansamos de esperarte. ¡Con razón no quisiste venir a la excursión! ¿Nos presentas a tu amiga? Estas bellezas son Mariana y Soledad.

Las jóvenes comenzaron a hablar animadamente con Elena, explicándole con orgullo los pormenores de aquellos festejos.

Carlos se acercó a Gastón y le preguntó en voz baja:

—Dime, Gato, ¿esta sirena no es la hermana mayor de Elvira, la que vive frente a tu casa? Yo siempre pensé que te gustaba la pequeña...

—Ya te explicaré, Carlos, no me preguntes ahora, no me amargues la fiesta —contestó Gastón, visiblemente fastidiado, tomando de la mano a Elena y guiándola hacia el baile.

Esteban comentó en voz baja, meneando la cabeza:

—Éste está chiflado, mira que liarse con la hermana...

—¿Pero Elena no era la que andaba siempre en copas y con gente rara?

—¡Qué sé yo! Son cosas de él... La gente siempre habla... Pero, hagamos la nuestra que ahora él tiene quien lo cuide... Pensemos en nuestras compañeras y vamos a divertirnos, hombre, que estamos en la verbena.


Eran las diez de la mañana cuando Gastón apareció en el camping. Vio el jeep de Carlos que se alejaba y entró en la carpa donde Esteban dormía arrebujado en una manta.

—Esteban, despiértate, tengo que hablarte. ¿Dónde iba Carlos?

—¿Y ahora qué pasa, Gastón, tú tampoco me dejas dormir, hace tres horas que me he acostado.

—Es que me voy a mudar a la casa que ha alquilado Elena para pasar esta semana con ella, quería avisarles y recoger mi mochila...

—Pero ustedes dos se han vuelto locos...

—Sí, estamos locos de amor. No sabes lo que representa esto para mí, Esteban, por favor, perdóname.

—No me refería a tu pareja. Es por Carlos que también se ha marchado y justamente ahora que habíamos conseguido lindas amigas para salir. ¿Qué voy a hacer yo con las dos? Ésta que me hacéis no os la perdono, lo juro...

—¿Carlos se ha ido, por qué?

—Me ha dicho que llamó a la casa y tiene que resolver un asunto urgente y además que tenía dos plateas para ver al Real con su padre, que se lo había prometido..., ¡excusas! Y tú con esta Elena... Vosotros sois unos frescos y me dejáis aquí como a un tonto. ¡Qué buenos compañeros me he echado! No contéis conmigo para nada. Nunca más os acompañaré a ningún lado.

—Vamos, Estebita, ¿recuerda cuánta paciencia te tuve cuando salías con Cecilia: tenía que aguantar a la prima que no me gustaba para nada...

—Pero esto que te pasa a ti es sólo una aventura de las vacaciones...¿Cómo no te das cuenta? Mira que te estás metiendo en problemas, parece que te olvidas de que es la hermana de Elvira, Gato.

—Yo siempre fui un gran amigo de Elvi, pero nada más. Esto es importante, Esteban.

—¿Así..., tan rápido..., de la noche a la mañana?

—Te olvidas que hace mucho que la conozco.

—Pero si te lleva unos cuantos años..., te va a dar vuelta. ¿No sabes cómo juegan las mayores?

—No tantos..., sólo cinco, Esteban.

—Pero, Gato, no es sólo por eso , valiente tío eres. Te está tomando el pelo y tú venías a recuperarte. Vas a sufrir...

—Si la dejo escapar, Esteban. Ni yo mismo me explico que esto haya ocurrido: se dio, eso es todo, pero yo siempre lo había querido..., ni te imaginas cuánto...

—Mira, haz lo que te plazca, pero no vengas a arrepentirte después, cuando pierdas a la otra. Si ésta todavía anda sola, por algo será...

—No me importa nada, la vida vale la pena cuando uno es feliz...

—Vive, pues, tu romance y déjame colgado. Pero no me hagas caso..., con todo, te deseo que salga bien, porque no dejo de ser tu amigo y mira lo que me hace este embustero de Carlos, parece que se hubieran puesto de acuerdo para gastarme una broma pesada y yo solo con dos mujeres bonitas y con el lío de esta maldita carpa.

—Yo te ayudo a desarmarla cuando te vayas..., llámame después.

—Y cómo te encuentro, qué le digo a tu madre si no apareces antes de fin de mes. ¿Y con Orfeo, quién se queda?

—No digas nada, yo la llamaré luego. No te preocupes por Orfeo, ya se ha encariñado con Elena. Yo me encargo.

—Cuídate, Gato, y no hagas caso de mi malhumor..., ya me arreglaré. (Continúa...)


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CAPÍTULO I - CAPÍTULO II - CAPÍTULO III - CAPÍTULO IV - CAPÍTULO V - CAPÍTULO VI CAPÍTULO VII - CAPÍTULO VIII - CAPÍTULO IX - CAPÍTULO X - CAPÍTULO XI - CAPÍTULO XII - CAPÍTULO XIII - CAPÍTULO XIV - CAPÍTULO XV - CAPÍTULO XVI CAPÍTULO XVII - CAPÍTULO XVIII - CAPÍTULO - XIX y EPÍLOGO

Portada de la Novela - Reseña de participantes


▫ Novela escrita por los lectores de Margen Cero en 2002 y 2003. Página reeditada en julio de 2020.

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